La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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EL FUERTE Y LAS ELECCIONES

EL FUERTE BREENDONK

—¿Te sientes bien mamita? —me tomó preocupada las manos —tienes las manos muy frías …

—Estoy conmocionada, hijita, hoy fuimos con Bert al Fuerte Breendonk. ¿Ubicas ese lugar donde hay una estatua de un hombre casi en cuclillas, en la carretera que viene de Bruselas a Flandes? —le detallé ante su gesto interrogante.

—¡Ah, sí! ése que está con una rodilla apoyada en el piso y la otra no, sí, lo veo cuando vamos en el bus al colegio y me gusta su expresión altiva, ¿qué hay en ese lugar?

—Estuvimos dentro. Es aleccionador visitar un verdadero campo de concentración, especialmente al día siguiente de las elecciones que hubo aquí en Bélgica.

— ¿Un campo de concentración, en esos prados? ¿Rodeado de campos floridos, preciosas lagunitas y pintorescos bosquecitos? ¡No lo puedo creer!

—Te asombrarás mucho más cuando lo visites. Con sólo cruzar el foso todo cambia, sientes que te impregna una congoja tremenda. Todo el perímetro está cercado con anillos de alambre de púas. Ese fuerte lo construyeron los propios prisioneros, hambreados y torturados por el nazismo.

— ¿Era un campo de exterminio de judíos?

—Muy pocos eran judíos, ahí estuvieron 5000 hombres detenidos por militar en la resistencia, la mayoría eran flamencos, casi todos comunistas, pero también había anarquistas y antifascistas. Más de 1500 murieron de hambre y por malos tratos, su crimen fue luchar por la libertad de pensamiento.

—¿La visita era guiada? ¿Tuviste guía en inglés?

—Al ingresar te dan una grabadora portátil con explicaciones en varios idiomas y además, en los calabozos y salas de tortura, hay vídeos subtitulados en varios idiomas. En uno de esos videos un sobreviviente narra las atrocidades que les hacían los guardias flamencos fascistas. Cuenta que los alemanes de la SS los tenían que frenar porque eran más crueles con sus compatriotas que los propios germanos. Pero eso no fue lo peor hijita.

—¿Qué puede ser peor que eso?

—Que cuando estábamos en la sala de torturas entró una familia joven: el padre, la madre, un bebe en coche y tres chicos, como de unos 7, 9 y 14 años. Los muchachitos, todos varones, corrían, saltaban, se perseguían por los cuartos en que durmieron los detenidos, inmunes por completo a esa sensación angustiosa que han dejado ahí los prisioneros que vivieron llenos de piojos, respirando una humedad fétida y oyendo los gritos de padecimiento de sus compañeros torturados.

—¡Qué falta de respeto! ¿Y los empleados no les llamaron la atención?

—No había ninguno, aunque había cámaras de vídeo en todas partes.

Big Brother of course

—Sí, y la algarabía de esa familia no nos dejaba escuchar el espantoso relato. Recorrimos alelados este fuerte en el cual profesores, albañiles, campesinos, jovencitos, mujeres, ancianos padecieron lo indecible porque no se sometían a la locura masiva del fascismo y en cambio querían una sociedad justa y solidaria. Las paredes retransmitían su dolor y su agonía, te juro que a mí los poros se me erizaron. ¡La carga de padecimiento era tangible! Ha sido una experiencia traumática pero creo que era necesaria.

—Pobre mamita, qué experiencia tan atroz, con razón te bajó la presión. Pero ¿cómo puedes decir que era necesaria?

—Porque la gente olvida que estas atrocidades ocurrieron, y andan todos pensando en frivolidades, sin darse cuenta de que se pueden repetir. ¡Estamos con una espada de Damocles sobre nuestras amnésicas cabezas! ¡Estamos insensibilizados, hoy mismo las guerras, los refugiados, las invasiones por el petróleo no nos dicen nada, no nos conmueven! Pero no fue sólo esa experiencia lo que me hizo tanto daño. Al salir fuimos a tomar algo en un café vecino al Fuerte. El dueño nos comentó que hace un par de años la televisión hizo un reportaje sobre el Fuerte y entrevistó a los clientes habituales de su café. Casi todos ellos “cabecitas blancas” que durante la ocupación alemana vivían a pocos kilómetros del fuerte. Todos los viejitos entrevistados aseguraron que nunca supieron lo que ahí pasaba, que creían que los presos eran ladrones o asesinos y que nunca oyeron gritos ni nada que les hiciera pensar que los torturaban…

—No hay mejor sordo que el que no quiere oír.

—Pero no todos son así hijita, en la última sala de ese recinto terrible hay un memorial con los nombres de las víctimas que padecieron en el Fuerte Breendonk.

—¿Qué tipo de memorial?

—Una pared de mármol gris con letras doradas donde hay miles de nombres. En ese lugar, con un gesto de amor y de pesar, una mujer recorría con la mano un apellido repetido varias veces.

—Fue a rendirles homenaje a sus familiares seguramente … ¡cuánto sufrimiento!

—Sí, y esa mujer me recordó a mi mamima Justina, la mamá de mi papi. Ella tuvo idéntico gesto, con la misma actitud de reverencia y tristeza cuando fuimos al Reducto de San Juan de Miraflores en Lima.

— ¿Qué cosa es? Nunca lo oí nombrar.

—Tú has salido muy chica del Perú, por eso no fuimos a visitarlo. Sucede que durante la guerra del Salitre que enfrentó a Bolivia, Chile y Perú para beneficiar a los ingleses, el entonces presidente Mariano Ignacio Prado, hizo una colecta nacional para ‘comprar armamento en Europa’ y huyó con el botín. El héroe que sacó la cara y defendió a la patria fue Avelino Cáceres quien creó un ejército de guerrilleros y se enfrentó a los chilenos que llegaron hasta Lima. A pedido de Cáceres, el papá de mi abuelita organizó una montonera en Santa Eulalia y se fue a combatir en el Reducto de San Juan de Miraflores con sus hombres, en 1881.

—¿Ella te contó eso?

—Sí, mi mamima era un hada enciclopédica, sabía miles de historias y temía que al morirse se perdieran para siempre. Por eso yo las anotaba cuando la visitaba durante la semana y la sacaba en mi auto los sábados porque ya casi no podía caminar. Generalmente íbamos a ver el mar, le gustaba ir al Callao, o a algún parque bonito, pero ese día me pidió que fuéramos al Reducto donde luchó su padre. No fue fácil dar con el monumento, yo francamente nunca había estado por ahí, pero preguntando llegamos.

¿Y se emocionó la mamima?

—Sí, estaba muy dolida, porque, igual que esa señora belga, mi abuelita recorrió con su manita dorada, parecida al delicado tronco apergaminado del quechuar, todos los nombres de ese monumento que estaban en orden alfabético.

— ¿Y, lo encontró?

— No encontró el nombre de mi bisabuelo. Pobrecita, sus ojos estaban húmedos. Le expliqué que ese monumento era en honor a los caídos en el combate contra los chilenos, y su papá no murió ahí.

— ¿Ella lo entendió?

—No de muy buena gana, me dijo que no le parecía justo, porque su padre luchó ahí con gran valor, además de haber dedicado muchísimo tiempo, esfuerzo y dinero en organizar la montonera, equipar a los indios de las comunidades que acudieron a su convocatoria, entrenándolos, armándolos y alimentándolos. Y además les pagaba una indemnización con su propio dinero, a los deudos de sus montoneros que fallecieron en la batalla.

—Ella tenía toda la razón mami, su papá fue un héroe, merecía un reconocimiento.

—Sí, pero así es nuestro país, a mi bisabuelo sólo lo recuerda su familia. En cambio el traidor de Prado aparece en todos los libros de historia y ninguno de ellos menciona su crimen. Vivió 21 años en París como un rey y nunca hizo el menor intento de comprar armas para nuestras tropas que peleaban con piedras, hondas, lanzas y ¡hasta con arcabuces! Es más, no sólo nunca castigaron a Prado sino que los peruanos eligieron dos veces presidente a su hijo, que venía de París donde vivió como un príncipe con la plata de la gran colecta nacional …

— ¡Mami, eso no lo sabía! O sea que Alan García, que ha sido un asesino, un mega ladrón, un irresponsable y corrupto que quebró al país y se fugó descaradamente para luego regresar y ser reelegido presidente no es una excepción …

—No hija, parece que será más bien una regla que seguirá Fujimori, no te quepa duda alguna …

—Pero no somos los únicos amnésicos mami ¡los belgas han votado por el nazismo, en pleno siglo XXI!

—Sí hijita, y lo triste es que nadie reacciona, esa familia que permitía que los chicos jugaran en un sitio tan luctuoso es un ejemplo de ello, ¿no crees? Cuando estábamos en ese campo de concentración y llegamos al patio en que fusilaban a los prisioneros, el muchacho de 14 años miró fijamente a su padre y a sus hermanos menores, retrocedió unos pasos, sacó un revólver de juguete y apuntó fríamente a sus cabezas, uno por uno, sonriendo primero y carcajeándose luego.

—¡Es como para que te dé escalofríos mami! No me sorprende que uno de cada tres flamencos haya votado por el fascismo.

Flandes, noviembre 2005                                             Yolanda Sala Báez


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Tres Viudas

TRES VIUDAS

 

«Dicen acá que

 lo que se lleva de esta vida

es la vida que se lleva«

 

 

 

LUTGARDE

 

No podían ser más disparejos: ella rubia, un poquito patichueca, abrumadoramente hablantina y expresiva, hiperactiva y nerviosa, siempre ofuscada (o quizás me lo parecía porque su idioma flamenco tiene tonos exabruptos). él moreno, erguido, pausado, muy sereno, impenetrablemente callado aunque sus ojos curiosos todo lo registraran y acopiaran; cauto, tímido, respondía a las arengas de su mujer con un lacónico sí, o peor, con un ujum.

 

Era el primer viaje grande que hacían -nada menos que al Perú desde su lejana Flandes- y aunque él esbozaba escasas sonrisas, para zozobra de sus anfitriones, su ágil cerebro traducía con cuidado las explicaciones y con un video registraba las imágenes de un mundo tan ajeno, tan exótico, tan incomprensible.

 

Y ocurrió lo que tenía que pasar, en Iquitos subidos en una taxi-moto (cuyo viaje les parecería más surrealista que las extravagantes pinturas abstractas de los museos de su país) la rubia enfermera y el moreno profesor de mecánica se separaron de su grupo y se perdieron. Como siempre sucedía con esta pareja de extremos ella quiso ir en busca de su grupo por el mercado de Belén, rumbo al río, mientras que él se empecinaba en probar suerte tomando el camino contrario.  El drama tuvo un final feliz y hoy nos evoca una carcajada, pero nunca olvidaré la angustiada cara de su cicerone, mi hija de 14 años, que les proponía sensatamente tomarse un taxi y regresar al hotel mientras ambos personajes pugnaban por escapársele en direcciones opuestas.

 

Entonces yo no sabía que Herman tenía cáncer; que había pasado por un terrible tratamiento y que tan sólo le daban cinco años más de vida. Sólo algo tan definitivo pudo sacarlo de su rutina segura, de sus confines estrechos y terrenos conocidos para hacer este largo viaje.

 

Si bien en público su tieso silencio ante el aluvión parlante de su mujer le daba la imagen de subordinado, él era un hombre-hormiga que en silencio laboraba, organizaba, disponía, regulaba una serie de rutinas y de ritos caseros que permitían que ese hogar funcionara sin falla alguna. Pero en esa red eficiente de soluciones, que parecían brotar sin esfuerzo y por sí solas, quedaba su mujer prendida, dándolo todo por sentado, limitándose a disfrutarlas y a compartir su vida.

 

Me tocó estar cerca de ellos cuando el cáncer volvió a atacar, sus estragos eran tan temibles que el médico con brutal franqueza le planteó la alternativa: volver a procesarlo, aislarlo y bombardearlo con la quimio o dejarlo en paz.  Ella con fuerza propuso el único argumento que podía sacudirlo: tenía que luchar por su familia. Y eso hizo.

 

En los meses que siguieron lo vimos hincharse y adelgazarse, perder todo su cabello y sufrir enormemente, pero se tomaba pausas en los períodos de paz y paladeaba un pisco sour y pensaba en Machu Picchu mientras su mujer hablaba. Salimos juntos a cenar y a caminar, él jamás dejó el trabajo, su rutina, su jogging ni a sus alumnos. Como bien dijo su hermano, Herman enfrentó a la muerte tal como había vivido: con una agenda en la mano.

 

No me fue posible identificar la voz que nos llamó por teléfono, el ronco murmullo de un animal exangüe no podía serle más ajeno y sin embargo era ella. El tratamiento se había complicado y su marido moriría en cualquier momento.

 

Es difícil describir lo que representa la vida de pareja en Flandes, viví en ella 12 años y hasta ahora me sorprende. Es agradable ver andar a las parejas de toda edad siempre unidas de la mano, compañeros de cabezas blancas, sumamente equitativos que comparten el dinero -tan duramente ganado- en pequeños lujos y plácidas salidas, en viajes rigurosamente programados, en giras con bicicleta, en teatros y en jardines, dándose enteros a su exclusivo amor, siempre juntos.

 

No hay lugar para los viudos en Flandes, su soledad es ilimitada, no tienen familia extensa como nosotros los latinos. Crían a sus hijos fuertes y autosuficientes y ellos al independizarse lo hacen del todo, como hicieron sus padres de los suyos.

 

Los preparativos del funeral me dejaron cavilando. Con total serenidad se tomaron las minuciosas decisiones del entierro, ante un empleado de pompas fúnebres armado de una moderna laptop y un elegante catálogo. La viuda y sus hijas eligieron, juiciosamente e imperturbables, el féretro, los textos de las cartas y tarjetas, el color de las flores, el lugar del crematorio, la fecha y el lugar de la ceremonia.

 

Recordé la cálida tarde cuando mi alegre marido me explicó que por la vida agitada de los deudos los funerales se programan para llevarse a cabo varias semanas después del deceso. Y cuando le pregunté qué ocurría si los hijos o la viuda querían acompañar a su muertito, alzó la ceja asombrado – ¡¿para qué?!  – ¡para estar con él!- …bueno entonces supongo que irán al mortuorio lo sacarán del freezer, lo mirarán y lo volverán a meter al freezer. Comparé mentalmente los velatorios latinos donde toda la familia vela a su ser querido, lo mira, lo toca, reza por él y en el fondo también hace tertulia (que se va haciendo profana cuanto más tarde se vuelve).

 

Hasta el día del funeral ella viajó por tren todos los días al mortuorio del hospital para estar con su marido, para preguntarle por qué se fue así, por qué permitió que la enfermedad venciera, por qué la dejó tan sola, por qué no le habló de todo lo que sentía por ella antes de morir, por qué no le dejó las instrucciones a seguir en este predicamento, por qué, por qué, por qué, por qué……

 

Durante la misa mi esposo dedicó a su hermano de 55 años un homenaje justo y sincero. Ella, disminuida por su tragedia, con su rubio cabello brillando sobre la pena del negro, se mantuvo erguida y solemne, con pocas pero precisas frases de saludo y agradecimiento, con esa etérea serenidad envuelta en un velo de tormenta en ciernes que rodea a una mujer en fatales circunstancias. Porque las flamencas se precian de fuertes, desprecian la ignominia de verter públicas lágrimas, aprecian el valor moral de ocultar la pena, menosprecian el autocompasivo gimoteo. Se crían estoicas, resisten embates con fuerza de hombres.

 

Pasado el entierro se desató la pena y ella se iba menguando y menguando, instalando en su garganta aquel ronco murmullo. Arrastraba los pies por su casa vacía tratando de encontrar la voz de Herman, sus huellas, sus pasos, oliendo su ropa, invadiendo con inquieta esperanza en la noche insomne el lado de la cama que él ocupara. Por las noches su casa helada quedaba a oscuras, en el día las persianas seguían cerradas y oscurecían la sala, las plantas languidecían, el polvo se acumulaba y la cocina casi nunca se encendía.

 

Pronto comenzaron los problemas y él no estaba, comprendió entonces el abismo de su soledad. No sabía regular la calefacción y la temperatura llegaba a 10 grados bajo cero; no tenía idea de dónde estaban los recibos, la chequera, no sabía cuánto tendría que pagar por el entierro ni de dónde saldría ese dinero, ni siquiera podía borrar de la grabadora telefónica el mensaje escueto y serio de Herman que sacudía de sorpresa a quien llamaba. La refrigeradora empezó a fallar, los recibos se apilaban, el pánico la sacudió.

 

Hasta que decidió encender la chimenea. Hercúlea tarea que siempre vio realizar al eficiente Herman. Se acercaba Navidad y casi perdida tras el volante del auto de su marido (auto que nunca había manejado porque él era su chofer) partió en busca de leña.

 

En navidad la fuimos a saludar. La casa brillaba de limpia, los cojines de la sala tenían motivos navideños, el teléfono había sido cambiado, los pagos estaban al día, adornaba el ambiente un nórdico nacimiento y, orgullosa, nos invitó a sentarnos cerca de Su chimenea donde ardían grandes troncos.

 

Toda la noche se matizó con sus activos viajes a traer leña y a alimentar el fuego, con aire profesional y un guante de asbestos. Su rubio cabello caía sobre un rostro más rosado, su voz era otra vez fuerte y segura, mostraba con aplomo los recibos debidamente pagados y archivados y se limitaba a solicitar opiniones que confirmaran sus juicios sobre posibles ahorros y movimientos de cuentas.

 

A veces recae en la pena atroz y lo noto porque el exangüe murmullo me transmite su tristeza. En ese idioma intermedio en que nos comunicamos me alienta a viajar más con mi esposo: amiga, la vida es corta, yo lo sé – me dice y su voz se quiebra. Pero Lutgarde es una flamenca; ella es una luchadora y ha tomado su vida en sus manos; además ahora tiene un nieto.

 

 

 

IONARA

 

 

Cuando viajamos a Río nos pidieron que visitáramos al cuñado de mi hermana, a punto de casarse con una brasileña y fue un placer verlos juntos. Ella alegre, hablantina, con esa belleza interna que se escapa por los ojos y le sonríe a la vida. él la miraba con adoración y, aunque sonriente y sereno, de vez en cuando soltaba una cálida ironía sobre ella y sobre las mujeres en general. Ionara fue siempre el motor que lo impulsó en sus estudios; le fijó metas y lo acicateó sin dejar de iluminarlo con su pícara sonrisa y de ofrecerle siempre el refugio de su amor.

 

Cuando visitaban Lima con sus hijos pequeños, las miradas que se dirigían nos magnetizaban, el ligero toque de sus manos al cruzarse lanzaba vibraciones. En presencia de otros ella adoptaba un segundo plano, asintiendo a todo lo que él decía, proponiendo temas que lo realzaran; muy de vez en cuando se permitía una leve broma, con cariño y con ternura. Cuando ella charlaba con otras mujeres los ojos de Carlos la seguían a la distancia, eran miradas de pasión y de ternura que en más de 20 años juntos nunca se opacaron.

 

La admirábamos mucho, profesora de gimnasia a tiempo completo, además viajaba para comprar artesanías peruanas que encontraban siempre entusiastas compradores en su país; también se hizo de una camioneta para trasladar turistas. Siempre activa en dos o más trabajos, nunca descuidó a sus hijos ni mucho menos a su marido adorado y jamás la abandonaron su alegría y sencillez.

 

– Carlos tiene cáncer y hemos venido a buscar algún remedio, nos dijo. Agotados la quimioterapia, los doctores, los pasillos de la formal pesadilla, buscaban cualquier cosa que les diera una esperanza. En el Perú encontraron la uña de gato, otros propusieron homeopatía, Carlos tomó todo e hizo todo lo que le dijeron y así vivió varios años más.

 

El año pasado en un almuerzo en Lima ¡se le veía tan bien! Incluso con sobrepeso, nos habló contento de sus planes, los hijos ya estaban grandes, tenían claro su futuro;   Ionara y él se estaban haciendo una casa para ellos y querían muchas visitas, era el sueño de sus vidas. Ella, como siempre, en medio de su activa vida iba planeando la decoración del nido con adornos acopiados en sus viajes y él trazaba planos y decidía espacios para dedicarse en su vejez a sus hobbies.

 

Pocos meses después mi sobrina llamó para decirme que viajaba a Río, su tío Carlos moría en el hospital. Por ella supe los detalles. Le escribí a Ionara, la llamé por teléfono, pero nada podría remplazar el abrazo fraterno que necesitaba darle.

 

Supe que cuando Carlos pasó al hospital para enfermos terminales Ionara se hizo voluntaria para estar más cerca de él y atenderlo mejor. Pese a su carácter dinámico e inquieto, organizó muy bien sus trabajos de directora, instructora y profesora para darse el tiempo necesario. Se puso en manos de su fe y sintió mucha paz porque nunca oyó a Carlitos quejarse de dolor.

 

Toda la familia peruana de Carlos estuvo con él. Con sus vozarrones norteños y sus chistes eternos intentaron aliviarle la partida, como machos, como debe ser. Carlos tenía 55 años. Cuando falleció y recuperó su carita de niño todos se tomaron fotos con él y pasaron a ocuparse de los trámites mientras Ionara decidía el lugar del entierro y se ocupaba de sus numerosos huéspedes, robando uno que otro minuto a solas con su marido para tomarle la mano, acariciarle el cabello, bañarlo en la ternura de una vida feliz juntos.

 

Preocupada por sus hijos y rogando a San Expedito que le diera resignación pasó por aquellas horas un poco en vilo, un poco esfumada en los pequeños quehaceres. Ionara respondió a mi carta con una carta muy bella en portuñol y la comparto:

 

«Dicen acá que lo que se lleva de esta vida es la vida que se lleva»…… «Carlos no más está con nosotros y esto tú (lo) sientes en todo momento. Pienso en él muchas veces en el día, las cosas traen recordaciones sobre todo lo que hacíamos juntos y ahora ya es diferente, ya no es más como antes. Lloro mucho todavía, en la casa, en el trabajo, manejando o caminando en la calle, en fin, no es fácil, no es fácil. Ahora me ocupo de los papeles y estoy con la construcción de la casa. Tengo que hacer lo que Carlos hacía: comprar material para la construcción, hablar con los albañiles, estudiar lo mejor para hacer en la casa, en fin, todo lo necesario para terminar nuestra casa…… Yo pienso …. Voy a trabajar mucho, voy a terminar nuestra casa, voy a hacer esto, voy a hacer esto otro, y todos creen que soy muy fuerte, una mujer fuerte que todo aguanta. No amiga, estoy en pedacitos por dentro de mi cuerpo. Hay días que me pregunto ¿por qué? ¿cuál es la explicación? ¿por qué tengo que perder la graciosidad de las cosas? ¿por qué no tengo  voluntad para nada? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? y ¿Por qué?

 

Si yo no tuviera la compañía de mi familia, de la familia de Carlos, de mis amigos, todos tan maravillosos, yo me quedaría tonta hasta ahora, porque es más fuerte que tú. Yo no podía controlarme …… felizmente estuvieron tantos familiares conmigo (que me dieron fuerza) pero espero que todos los peruanos que aquí estuvieron sientan que todos también querían darles atención. Nosotros que tanto imaginamos  una inauguración de esta casa con toda la familia y ¡mira!, ¡mira cómo fue que conseguimos reunirlos a todos!»

 

Por eso amiga –me dice- disfruta todo lo que puedas con tu esposo. No pierdas el tiempo en pleitos, porque un minuto perdido es un minuto perdido para siempre. La vida es corta, yo ahora lo sé.

 

Los hijos de Ionara ya partieron para empezar sus propias vidas adultas y supe que Ionara visitó otra vez nuestro país buscando esta vez contactos comerciales en artesanía. Quisiera ver pronto a esta mujer tan fuerte, tan tierna, tan alegre que puede llorar en público porque sabe que las lágrimas sirven mucho para limpiar el corazón.

 

 

 

 

CRISTINA

 

La fui conociendo año por año y cada vez la admiraba más. Llena de sueños y con la voluntad para alcanzarlos iba por el mundo pintando la vida, dibujando las pasiones. Parecía inalcanzable, respondía a los requiebros con un lenguaje tan propio que nadie la comprendía. Era tan frágil de cuerpo como robusta de espíritu y todas sus amigas estábamos seguras de que estaba destinada a un futuro ajeno a todo molde. Que si alguien podía lograr sus sueños ciertamente era Cristina.

 

Cuando me presentó a su marido sentí una nube muy densa, no era bueno. Pero era un hombre brillante que entendía su lenguaje y con ardides mundanos la guiaba por oscuros laberintos.

 

Fue penoso entonces verla, mi amiga se fue apagando, su armadura medieval de hada y caballero andante se fue desvaneciendo, se fue volviendo insegura, ya no creía en sí misma, renegaba de sus sueños.

 

Desde su soberana altura él le construía cercos que ella al principio rebatía, pero en algún momento de su historia ella dejó de pelear. No sé cómo lo logró pero nuestra plástica Cristina fue cayendo en abandono, como una hermosa vela morada llena de estampitas y dorados rizos que al arder se va aplanando, derritiéndose en arrugadas jetas, que se explaya hasta ser chata.

 

Asentía a sus caprichos, sólo él tenía razón, esquivaba las verdades y escogió el aislamiento. El levantaba crueles cercos y ella los blindaba. Vivía para él y por él. Se deshizo de su yo.

 

No había consejo que valiera,  ni incitación que la urgiera, su sentido del deber era de roble, el hombre era su marido y jamás lo dejaría.

 

Tal vez es la forma en que criamos a nuestras hijas. Entre resbaladizas culpas, rojas vergüenzas ajenas y plomos afanes penitentes, pero siempre dependientes de nuestro maternal poder supremo para resolverles los problemas, cercenándoles día a día su libre albedrío y repitiendo la cadena con nuestras hijas, una tras otra, tras otra, tras otra hasta el quejido infinito.

 

Para luego preguntarnos, ¿por qué seremos un pueblo de borregos? ¿por qué no nos rebelamos? ¿Por qué? ¿Por qué?

 

Entre Cristina y su esposo los roles se ciñeron a un remanido guión. él mandaba, y ella lo complacía; él gritaba, ella rogaba; él tronaba, ella rezaba. Cuando en muy contadas veces parecía despertar,  las personalidades colisionaban con igual intensidad pero siempre era ella quien cedía.

 

Cuando le di el consejo de apartarse, cuando la exhorté a ser feliz, mansamente indiferente repitió la sabia sentencia de un general: Para todo nos preparamos en la vida, amiga, menos para lo principal: para ser felices, para ser padres, para envejecer, para jubilarnos y para morir.

 

Un día como tantos otros el marido no volvió, pero esta vez una voz de mujer llamó por teléfono para anunciar que tras un grave accidente estaba en el hospital.

 

Ella llegó atormentada entre la duda y la pena para verlo expirar y se encerró en duelo y silencio.  Se niega a recibir amigas, no quiere contestarle a nadie. De ella nada sabemos hace más de un año.

 

No estuve cerca de ella entonces y me pesa, una mujer de su sensibilidad necesitaba a sus verdaderos amigos en ese trance.  Me pregunto si a los 55 años aún le quedan tiempo y fuerzas para romper esos cercos que blindara, para recuperar sus sueños medioevales y sinceramente deseo tanto que lo haga …… porque la vida es muy corta como lo sabe Ionara, como lo sabe Lutgarde.

 

Ojalá que ella haga suyo lo que decía Martí: Todos Nacemos para ser Felices.

 

Ser felices no es pecado.

 

 

Flandes 2001, Lima 2014 Yolanda Sala Báez

 


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Charles Louis y la fortuna

En mayo de 1890, mientras América del Sur acogía a su primer millón de europeos pobres, en Flandes un próspero comerciante de carnes proveniente de Malinas visitaba a una pequeña familia de Sint Niklaas que tenía un modesto establo atendido por una hija apetecible y trabajadora. La compra de unas reses no fue la única operación que el mercante consumó.

Charles Louis, fruto de otro tipo de relación, nació el día de San Valentín en el año de 1891. Pelirrojo y rotundo a pesar de su corta estatura, fue acogido con alegría por los pragmáticos abuelos que dieron la bienvenida al futuro vaquero. Los encantos de su joven madre atrajeron a un caballero de la región, el señor Van Waesberghe quien al desposarla adoptó a Charles Louis y le dio su nombre, que no fue poca cosa.

El pedigree de la noble familia Van Waesberghe se remontaba hasta 1156 y tras haber sido señores feudales desde 1600 y haber aportado numerosos médicos, abogados y amanuenses a las más altas esferas sociales, la familia perdió varias cabezas en la Revolución Francesa de 1789 y fue declinando hasta producir fabricantes de barriles en la era napoleónica, en tanto que una de sus ramas se hizo protestante y emprendió la publicación de biblias en Gante.

El león del escudo de armas, que comparte con un grifo el honor de flanquear a un león coronado, no alude al león de Flandes sino al de Chablís, en Saboya y aunque los heráldicos felinos captaron su fantasía, fue su lema lo que se grabó en el alma y el cerebro de pequeño Charles Louis.

En góticas letras reza en latín una frase de Virgilio: Spero Fortunae Regress que significa Espera que regrese la fortuna. Durante siglos la familia lo interpretó y perpetuó como: ‘Trabaja porque la fortuna sonríe sólo una vez’.

Y ésa fue la divisa de nuestro Charles Louis: desde la infancia se esmeró por ser útil, serio y trabajador; en la adolescencia se destacó por buscar grandes responsabilidades y asumirlas. Su familia estaba orgullosa de él.

A los 20 años se enlistó en el ejército y sirvió durante un año regresando al pueblo con un pintoresco bigote que trazaba una ‘w’ de patilla a patilla. Había adquirido fuerte tono muscular pero no estiró su metro sesenta y seis y estaba resuelto a abandonar los establos e incursionar en la modernidad.

Enamorado de Valentina, una joven de ojos color granadilla, nariz respingona, pestañas rizadas, risa fácil y busto generoso Charles Louis buscó trabajo y lo encontró como obrero no calificado en el ferrocarril. Fiel a su consigna, Charles trabajó y aprendió cuanto pudo en ese mundo de humos de carbón y vagones de madera y logró llegar a maquinista.

En su modesta casita nació su hija y cuando la niña cumplió cinco años la joven esposa de Charles empezó a trabajar de tejedora en un taller. Charles sentía que la laboriosa diosa fortuna estaba pronta a sonreírles y premiar sus sacrificios.

Pero la fortuna es femenina y por ende: impredecible. La guerra estalló en Europa y durante esos fragosos años la risa de Valentina se fue apagando y sus generosos contornos se atenuaron. Charles Louis se afeitó los bigotes para marcar su desacuerdo con cualquier influencia germánica y vio con tristeza cómo su hijita crecía demacrada y pasando necesidades.

Eran épocas penosas; Flandes era una región profundamente católica y los sacerdotes tenían una injerencia directa en las vidas familiares de los feligreses. Desde los púlpitos urgían a los pobres a tener muchos hijos, lanzaban ardientes peroratas en contra del comunismo y exigían a los jóvenes que se unieran a los ejércitos de Hitler para frenar al salvaje oso ateo que amenazaba con arrasar la civilización cristiana. Cuando llegaron los aliados, esos mismos sacerdotes fueron los primeros en denunciar por traidores a los jóvenes colaboracionistas que se enrolaron en el ejército alemán.

En 1942 los alemanes se asentaron en Flandes sin que hubiera la más mínima resistencia. Los soldados teutones respetaban a los germánicos neerlandeses a quienes consideraban ‘sus hermanos menores’ y no destruyeron ni atacaron las poblaciones. Aprovecharon más bien la escasa infraestructura industrial que había en la región, la ampliaron y reclutaron a gente de la localidad para algunos trabajos técnicos indispensables, como el transporte ferroviario.

Charles Louis quiso abstenerse pero se hallaba entre dos fuegos: el sacerdote los presionaba a luchar contra el comunismo y los víveres escaseaban. Las raciones eran magras pero quienes trabajaban para los alemanes no pasaban hambre. Con la bendición del cura y el alivio en el rostro de su mujer, Charles aceptó trabajar de maquinista en el tren que llegaba hasta Dusseldorf.

Salía al alba, pernoctaba en la ciudad germana y regresaba con uno que otro lujo en época de hambruna: un par de salchichas, un corte de tela, zapatos para la niña, huevos, fruta, avena.

Pero cada noche que pasaba en Flandes Charles se refugiaba en los ahora escuetos brazos de su Valentina y lamentando la traición de sus ideales, su falta de patriotismo y su cobarde sumisión se dormía entre lágrimas.

Su esposa lo consolaba y en las mañanas lo despedía con un beso en la frente comprendiendo el calvario que sufría este hombre íntegro y serio, responsable y trabajador, dedicado y austero.

Conforme pasaron los meses, los vecinos dejaron de criticarlos porque Charles Louis compartía con los más necesitados los pequeños lujos que traía de Alemania. Charles además consiguió que uno de sus primos lo acompañase en esos viajes y así se le hacía más llevadero el sacrificio, pero era evidente la batalla interna que ambos padecían al salir de casa para abordar el tren.

Los alemanes reorientaron sus acciones y Charles Louis dejó de ir a Dusseldorf llevando pertrechos militares. Ahora partía en trenes que salían oliendo a carbón y regresaban oliendo a tragedia, a excrementos y a sudores humanos. Ahí puso el freno y renunció al trabajo por razones de salud.

Los alemanes le encomendaron otros viajes pero lo tuvieron bajo vigilancia.

Una tarde al volver del taller de tejidos Valentina vio alarmada que en su calle había un vehículo militar alemán y que dos mujeres tocaban la puerta de su modesta vivienda.

Eran dos germanas maduras, rozagantes, rubias y abundantemente maquilladas. Hablaban en voz muy alta y se reían entre ellas mientras golpeaban la puerta distraídamente.

– Buscamos a Karl – explicó la más joven

– Sí, al músico bailarín – rió la mayor mientras daba unos pasitos de vals y su brazo imaginariamente rodeaba una cintura.

– Aquí no hay ningún Karl ni mucho menos un artista bailarín – respondió atónita Valentina.

– ¿Qué sucede? – intervino su vecina que hablaba alemán y era esposa del primo que ahora viajaba con Charles.

Valentina la puso al tanto y le pidió su ayuda.

Se produjo una animada conversación entre las tres mujeres y nuestra Valentina se puso lívida cuando la vecina le explicó que estas alemanas eran amigas de un belga maquinista del ferrocarril, que solía visitarlas en Dusseldorf. Ellas lo apreciaban por sus dotes de bailarín y solían divertirse juntos. En la última parranda habían hecho una apuesta y ellas venían a pagar su deuda:

El maquinista y su primo, el carbonero del tren, habían apostado 50 marcos y el acordeón contra 50 marcos y un corte de tela a que se atreverían a bailar desnudos en la taberna donde las mujeres trabajaban como copetineras. Así lo hicieron y los alegres belgas cantaban, bailaban y saltaban en cueros sobre la mesa cuando sonaron las sirenas y todos huyeron al refugio antiaéreo.

Pasaron semanas y como los belgas no regresaban ellas recordaron que Karl había mencionado el nombre de su pueblo y que el primo había dicho en qué calle vivían. Las mujeres lograron convencer a un sargento que tenía movilidad oficial y decidieron venir personalmente a honrar su palabra.

Las belgas agradecieron la tela y el dinero, se despidieron de las mujeres y tras una encendida discusión prepararon la recepción de sus sacrificados esposos.

Cuando llegaron al hospital los médicos reconocieron con mucha dificultad sus rostros amoratados. El primo tenía rotos ambos brazos y Karl Louis tenía una pierna fracturada, y una oreja y varios dientes de menos.

Contemplando desde la ventana la bandera amarilla de Flandes nuestro Charles Louis masculló acongojado: “la fortuna nunca me sonreirá” y el león flamenco sabiamente repuso: “la fortuna nunca sonríe a los pobres, sólo se burla de ellos”.

Yolanda Sala


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Para comer pescado

Para comer pescado …

Estaba en Atenas, cuna de la democracia y de los filósofos. En su mente Natividad había implantado la gran capital griega- presidida por la Acrópolis, reflejo del Olimpo – al pie de una montaña al menos tan elevada como las de Ticlio.
Ver la colina menuda con sus columnas de proporciones modestas la decepcionó.
– Ha sido tan efectivo el imaginario impuesto por los minúsculos reinos imperiales europeos que aún hoy nos inclinamos ante su supuesta superioridad – terminó de leer el artículo sociológico y lo guardó junto con su cámara al fondo de la mochila.
Realizó su recorrido peripatético por la ciudad, que olía a cordero con laurel, ajo, cebolla y miel. Por la noche se entrenzó con griegos y turistas en la alegre colina que lleva al Partenón donde pequeños locales, iluminados con farolitos, salpicaban en cada escalón distintos acordes ingenuos y festivos, danzados solo por hombres y ella los atisbaba esperando encontrarse con Zorba en algún círculo de bailarines. Las callecitas angostas, las plazas amplias, los buses cómodos, todo estaba muy limpio.
Sí, le gustaba Atenas.
El paseo de dos días le reveló que Atenas tenía además dos grandes atractivos.
El primero: que era una ciudad viva. Y joven. Y contestataria.
Sprays de tonos indignados habían tatuado graffitis en todos los bancos y cajeros automáticos.
Mayúsculos textos vestían de rojo las venerables columnas de la universidad y las fachadas de los edificios públicos, acusados seguramente de albergar a los cómplices de los únicos nombres escritos en inglés: Wall Street y WorldBank.
Las sirenas policiales aullaban, gritos enérgicos de muchachos con pasamontañas o mascarillas las repelían, piedras lanzadas con hondas repicaban en cascos, los policías huían. Los chicos bailaban.
El segundo atractivo que la deslumbró fue la apostura de los griegos.
-¡No hay griegos feos!- Enunció a modo de axioma, poniéndose la mano en el pecho y decidida a no seguir abriendo la boca con admiración cada vez que viera un hombre guapo.
El rugido de sus tripas le recordó que era hora de almorzar y entró en la primera fondita que no olía a cordero. Olía a pescado y pidió, por precaución, el que costaba más.
Estaba demasiado aderezado pero tenía hambres atrasadas y dejó vacío el plato.
Bebió un café pastoso y tibio, visitó un museo y regresó a su hotel.
Al despertar no pudo abrir los ojos.
Los párpados los sentía como si fueran dos orzuelos ballenezcos. Toda ella se sentía como un pez globo.
Salió tanteando las paredes y casi a ciegas cruzó la pista para ir a la farmacia.
Allí el boticario (otro churro según pudo percibir por el hilo de luz que le dejaba el sacha-orzuelo) le habló en griego.
Podía haberle hablado en arameo o en chino porque ella no entendió nada.
Nati le preguntó con su mejor acento de Oxford si él hablaba inglés y el churro le respondió en francés que algo entendía del idioma “de la France”. Así que Nati hurgó las tenues memorias de su infancia en el colegio de monjas francesas de Lima y trató de explicarle al greco Brad Pitt que tal vez ella estaba así por una reacción alérgica producida por comer pescados extraños (- No vaya a pensar que las peruanas somos así de monstruosas – se dijo).
Enfatizó la palabra poisson (pescado) porque lo poco que nunca olvidó del francés fue que poison, con una sola ese, significaba veneno.
Repitió la explicación en varias frases apelando a sus débiles recuerdos de la odiada gramática francesa. Además usó ese tonito soberbio e hipermodulado que se usa para disimular la ignorancia cuando no se habla bien otro idioma, o cuando uno se siente incómodo hablando con sorditos o lelitos.
Brad Pitt, que había mirado estupefacto los esfuerzos de la pez globo por pronunciar las “egges”, le respondió con el mismo tonito condescendiente y apeló a los gestos para decirle que para el pescado (y su forma de pronunciar poisson era una invitación al beso) lo mejor era que tomara el líquido marrón que había en ese frasco, y que bebiera no una, sino dos cucharadas antes de las comidas.
Obediente, Nati regresó al hotel y tomó dos enormes sorbos de la pócima, con su yapita por si acaso.
El resultado fue vergonzoso. Los mozos del restaurante del hotel, reforzados por el maître, le prohibieron hacer la enésima visita al buffet que ella solita había devorado, sin mencionar las cuatro canastas de pan que comió apurada, cuanto más comía más hambre sentía.
La ambulancia retiró a Nati del hotel en horas de la madrugada. El cónsul que la visitó en el hospital esclareció los hechos, reproduciendo las conversaciones minuciosamente, así Nati pudo comprender lo que había sucedido.
En vez de explicarle a Brad Pitt que su probable alergia era “por comer pescado” ella le había dicho insistentemente en francés que necesitaba algo “para comer pescado” y Brad le prescribió su jarabe más potente para abrir el apetito.
Estuvo tan grave que acabaron por evacuarla en otra ambulancia al aeropuerto. La ventana de atrás estaba decorada con sprays indignados: el logotipo de McDonald’s iba unido a una calavera con dos tibias cruzadas.
– ¡Y eso que no comí hamburguesa! Dijo sonriente. – ¡Hasta la vista, Brad Pit! ¡I’ll be back!”

Yolanda Sala Báez Noviembre 2013


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MUDANZA

MUDANZA

A mamá la bautizamos Yesenia cuando se hizo popular, en los años 70, una telenovela sobre una gitana. Y merecido era el nombre porque mi familia se ha mudado 20 veces, que yo recuerde, y parece que el asunto es contagioso.

Yo dejé la casa de mis padres a los 27, y me fui a Pueblo Libre cuando trabajaba de día en Corpac, en el Ministerio de Industria y Turismo, y estudiaba de noche en la ciudad universitaria de San Marcos.

Cuando me casé vivimos en el umbroso y húmedo Barranco y cuando nació mi hijita nos mudamos a lo que había sido la hacienda Higuereta, un barrio grato, soleado y seco.

En 1996, ya divorciada, mi hija y yo nos mudamos a casa de mis padres en San Isidro y dos años después me casé con un belga y vivimos en Flandes 12 años.

El viaje de regreso a las raíces fue la primera mudanza que hice sin ayuda de mi familia.

Si mudar es variar de aspecto, así como los animales mudan su pelaje,  y los adolescentes cambian de voz ¿mudamos acaso nuestros corazones? ¿O sólo transferimos nuestras pertenencias a otro sitio?

En todo caso la mudanza es un motivo para irnos desprendiendo de lo superfluo, de lo innecesario, de lo que ya no nos resulta útil.

Pero  también se presta para darle un repaso a nuestra historia y para volver a abonar nuestra memoria, cada día más frágil y veleidosa.

Releemos cartas, tarjetas, apuntes, poemas. Desempolvamos sonrisas, suspiros, lágrimas. Desenterramos fotografías que probablemente volverán a dormitar en un baúl o en un cajón hasta que alguien tenga el valor o el desamor de botarlas cuando nos entierren.

Los discos, adornos y libros tienen otro trato, rara vez se descartan. Viajan al nuevo hogar para actuar como cortinas que nos escuden o como el capullo que nos protege y nos da identidad en un nuevo territorio. Nos mudamos con bulla y todo.

En Bélgica los ancianos dejan su hogar porque se mueren o porque los internan en institutos geriátricos a esperar la muerte. Sus familiares apenas conservan uno que otro objeto valioso. El resto se lo lleva un camión de la Beneficencia que cobra 100 euros por vaciar la casa. Todos los enseres acopiados y cuidados a lo largo de vidas muy largas van a las tiendas estatales de segunda mano, donde son vendidos a  precios irrisorios.

En esos grandes almacenes, frecuentados por inmigrantes y por belgas pobres, encontramos monturas de anteojos, sombreros, bastones, pequeños trofeos de pesca o petanque, figuritas de biscuit, delicadas latas de chocolates, juegos incompletos de copas, enciclopedias antiguas.

También vemos, arrumados, grandes retratos enmarcados, con rostros solemnes en sepia, que tal vez el día que posaron soñaban perennizarse en los salones de sus biznietos. ¡Si supieran que hoy  compran sus fotografías artísticas sólo por el marco!

Y me pregunto qué hará mi hija con los retratos de mis bisabuelos, con los pecosos recortes que me legó mi abuelita paterna, con las cartas testimoniales y filosóficas de mi papá.

¿Qué hará con sus dientecitos canjeados con el ratón? ¿y con los dientes de leche de mis cachorros que tantos grititos provocaron? ¿y con los mechones sedosos de mis mascotas, que secaron mis lágrimas y que hoy pueblan mi velador para espantar a la soledad?

 

Junio 2014 Yolanda Sala Báez

 

 


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La Madeleine

LA MADELEINE

Es un bello día de verano y estoy en París. Mi trabajo terminó antes de lo previsto, me despedí de los clientes y salí contenta de sus oficinas. Me quedan cuatro horas antes que parta mi tren y aprovecharé para visitar la Madeleine pues estoy muy cerca.

Sabía que ese edificio de aspecto grecorromano ha servido de museo, iglesia, panteón de próceres y aunque he pasado muchas veces por la plaza nunca entré a visitarlo. Me pregunto qué será hoy y decido averiguarlo.

Avanzo un par de cuadras y cruzo la calle. Al llegar a la otra acera me atacan unos temblores incontenibles. Me sacudo como una marioneta en manos de un borracho histérico. Sudo frío, apenas puedo mover los pies pues también me tiemblan. Jamás me había ocurrido. Me apoyo contra una pared y pienso: Estoy sola aquí en París, aquí nadie me conoce, nadie sabe dónde estoy. Si me muero me moriré como un perro callejero ¡estoy sola, estoy sola!

Pero tomo aire y trato de serenarme. —¡No!, me digo, —Yo no me voy a morir. Estoy en París, la ciudad más bella del mundo, tengo un ataque de algo y necesito calmarme. ¡Avanza, Yola, avanza! Ya estás en la esquina de la Madeleine, ahí te podrás sentar.

No me dejo amedrentar por los andamios ni por las señales de reparación de inmuebles que cercan el edificio. Los sorteo y entro por una puerta lateral. Descubro que ahora es una iglesia.

Y hay un coro celestial, un hombre y una mujer cantan el Ave María. Con esfuerzo llego hasta la última banca y al sentarme las piernas se me estremecen un poquito menos, aunque la cabeza sigue sacudiéndose a voluntad. Dejo el maletín en el suelo y apoyo un brazo sobre otro para calmar sus temblores. Respiro hondo varias veces y no pienso en nada. El Ave María me inunda. El corazón ya no me galopa.

Termina el canto y tres jóvenes se acercan al púlpito. Uno lee un breve homenaje a su querido abuelo, que fue noble, que fue bueno, que fue honrado. Automáticamente pienso en mi papá: es su retrato.

Una chica de voz acatarrada pide oraciones por ese hombre que murió hace un año y que fue generoso, alegre y solidario. Sonrío: está recordando a mi papá.

Finalmente otra mujer joven toma la palabra e insta a los asistentes a rezar por su abuelito piloto y por todos los pilotos del mundo que han trabajado en la aviación militar o comercial. No me queda duda alguna: mi papá era aviador.

El sacerdote hace un bello comentario sobre los hombres del aire que al volar están más cerca de Dios y pienso en los vuelos semanales con mi padre, cuando ante nuestra cabina las nubes gordas se abrían como el mítico Mar Rojo, cuando surcábamos los cielos azules y veíamos a poca distancia los picos majestuosos de los Andes del Perú, envueltos en la luz impoluta y cristalinamente dorada del sol.

—¿Los recuerdas? ¿Me recuerdas? —Me dice al oído mi padre, —No estás sola, hijita, nunca estarás sola, yo estoy contigo.

 

Yolanda Sala Báez Febrero 2007

 


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LECTURA RECOMENDADA

Fernández Ana


Ver obras del autor
Fragmentos de una memoria
Blanca Luz en Sombras
Nació en Buenos Aires. Desde muy joven se expresa por la poesía y publica en varias revistas en la Argentina y en el extranjero. Fue integrante del Consejo de redacción de la revista “Barrilete” (1964-1966), de la revista “Cero” (1966-1968) y colaboradora de la revista “Vigilia” hasta 1975.En 1965 obtiene en Buenos Aires el Premio del Fondo Nacional de las Artes y publica su libro de poemas “La vida de golpe”, con el seudónimo de Ana Vásquez. Figura en la “Antología poética de la generación del 60”, Buenos Aires, Argentina.En 1978, se ve obligada al exilio en Bélgica, país en el que reside desde entonces. En Bruselas se incorpora al Consejo de redacción de la revista “Franja” (1980-1982). En 1980 gana dos concursos de narración en español, uno en Bélgica y otro en Berlín, con su cuento “Recuerdos de mañana”. En 1981 publica juntamente con otros autores un libro de poemas: “Sur”, Ediciones Mataró (Barcelona, España). En 1983 integra el grupo de poetas belgas “Identité” y compagina una “Antología de poetas y pintores latinoamericanos en exilio”. Ediciones de L’ Arbre a Paroles (Bélgica, 1984). En el 2002 gana el segundo Premio de Poesía de las Ediciones Nuevo Ser (Argentina). En 2006 publica su primera novela “Fragmentos de una memoria” ediciones Dunken (Buenos Aires, Argentina). Esta novela fue traducida al francés y publicada por la editorial Luc Pire (Bélgica) en el 2007. Ahora presentamos al público su reciente novela: “Blanca luz en sombras”.

Blanca Luz en Sombras

 

Fernández Ana
Novela
Colofón:2014-01-24 00:00:00
Editorial:
ISBN:978-9870270409
80 páginas
castellano
Sinopsis:
Una joven profesora de literatura lee en un diario de Argentina que el mural pintando en 1933 por David Alfaro Siqueiros, en la finca “Los Granados”, olvidado durante años en el sótano donde fue realizada la obra, exhumando fraccionado en bloques en 1991 y nuevamente abandonado en unos contenedores en la provincia de Buenos Aires, va a ser rescatado, puesto en condiciones y exhibido al público por el nuevo Gobierno de la Nación. La noticia la retrotrae a la época en que siendo una adolescente presenció la recuperación de la obra en la famosa finca de don Torcuato. La joven, en aquella ocasión, se sintió extrañamente atraída por los ojos de la mujer prisionera del mural, ahora, al descubrir nuevamente esa mirada en la foto que acompaña el artículo, se siente interpelada y descubre que la imagen vivía desde entonces en su subconsciente. No pudiendo resistirse a ese llamado, emprende una búsqueda apasionada sobre la vida y el destino de la modelo. Sólo encuentra datos sucintos y contradictorios y llega a sospechar una cierta misoginia con respecto a aquella mujer. Ante tanta ambigüedad, se propone descubrir la verdadera personalidad de Blanca Luz. Dicha investigación llevará, finalmente, a la protagonista a la isla Robinson Crusoe, en Chile. Allí vivirá sorprendentes experiencias sensoriales que cambiarán su vida.
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Comparando velatorios

COMPARANDO VELATORIOS

«Lo que se lleva de esta vida

Es la vida que se lleva«

 

        Cuando falleció mi tío Raúl, tras una larga enfermedad, en Lima todavía podíamos acompañar toda la noche a nuestros difuntos. Era 1983, el movimiento maoísta Sendero Luminoso acababa de asesinar a 69 miembros de las rondas campesinas en un pueblo de Ayacucho e  intensificaba sus atentados con apagones y crímenes selectivos en las ciudades. En 25 años esta guerra civil produjo alrededor de 70 mil muertos, el 80% de los cuales eran indígenas de comunidades campesinas situadas en áreas de gran riqueza mineral.  En Lima y otras ciudades cundía el pánico pues los primeros en protegerse contra los atentados eran los policías y los civiles quedábamos a oscuras, a merced de los terroristas y preguntándonos dónde estallaría la próxima torre de transmisión eléctrica o el próximo banco. El gobierno impuso el toque de queda.

        Por ese motivo, el día que velamos a mi tío Raúl nos permitieron permanecer en el velatorio, pero encerrados con un pestillo que únicamente se abría por fuera y no pudimos salir hasta las  nueve de la mañana del día siguiente. Quedamos aislados del miedo y de la violencia para despedir a nuestro querido tío.

Estábamos solo los familiares más cercanos y como mi tío no tuvo hijos los sobrinos acompañamos a mi tía Eda, su viuda.

Cuando uno ama a una persona y la ve sufrir postrada más de dos años con una enfermedad insidiosa e incurable, descubre que la muerte puede ser un descanso que aplaca la pena.  Los males tan largos solo tienen un lado positivo: nos ayudan a prepararnos para el desenlace.

Mi tía Eda y sus hermanas eran muy unidas y solíamos reunirnos en su casa todos los sábados. A mi tío Raúl le encantaba la música y nosotros tenemos pasión por el baile, posiblemente debido en parte a los ancestros dominicanos. Así se explica que prácticamente todas nuestras reuniones terminaran en bailes familiares.

De manera que en el velatorio olvidamos los atentados y recordamos esas tardes felices, las anécdotas de nuestro tío fumador que iba poniendo disimuladamente platitos, vasos, servilletas, y saleros delante suyo para ocultar las quemaduras que provocaba su cigarro sin filtro en el mantel. Evocamos los bellos fines de semana que nos organizaba, en invierno con picnics en la sierra de Lima o en primavera con paseos a la costa norte, a almorzar comida china en Huacho para celebrar sus cumpleaños.

Esa noche todas las cuñadas y las sobrinas nos acercamos al ataúd,  acariciamos el cabello, la frente y las manos de nuestro tío, lo recordamos con admiración y mi tía Eda pudo despedirse del amor de su vida, con ternura y dulces palabras, como debe ser.

Nadie durmió. Toda la noche hablamos, comimos unos bocadillos, hasta cantamos las canciones favoritas de mi tío y lo imitamos cuando bailaba su cumbia predilecta: La Burrita y un par de zambas argentinas.

Mi tío fue un hombre muy bueno y un día nos confesó que su niñez fue dura y triste, pero mi tía y su familia le habían dado a conocer la alegría. Mi tío Raúl tenía siete años de edad cuando murió su padre  en la selva de Madre de Dios y él vino con su madre a Lima donde trabajó como peón de construcción. A los 14 se enroló de soldado voluntario en el ejército. Así obtuvo documentos de identidad, aprendió a leer y a escribir y se hizo de un oficio. Cuando se creó la escuela de oficiales de aviación dio el examen de admisión e ingresó  a la Fuerza Aérea.

Se casó con mi tía Eda cuando terminó de costearles los estudios a todos sus hermanos; para entonces ya era capitán. Raúl y Eda formaron la pareja más feliz que he conocido, jamás discutieron y, aunque la vida no les dio hijos, repartieron su terneza con generosidad entre todos nosotros. Los años más gratos de mi infancia los viví con ellos. La imagen más nítida que conservo es la de mis tíos bailando una zamba argentina y el velatorio de mi tío Raúl perdura en mi corazón.

        Unos quince años después la vida me llevó a Europa, a una pequeña ciudad de Flandes donde habitaba mi nuevo esposo. Fue un cambio total: en esa cultura aprendimos que hablar muy alto podía ser de mal gusto y sonreír en la calle podía resultar ofensivo. Cuando mi hija y yo conversábamos en el tren en nuestro idioma despertábamos recelo y si nos reíamos la hostilidad cundía patente.

A pocos meses de nuestra llegada falleció el padrino de mi esposo (sin que hubiera vinculación entre nuestra llegada y su deceso). Él y su esposa habían hecho fortuna transformando  su pequeño taller familiar de chocolates en una fábrica moderna. Según mis cuñados, el padrino enfermó de diabetes cuando la fábrica entró en crisis. Según mis cuñadas, la fábrica lo enfermó de diabetes y su quiebra le ocasionó la crisis mortal.

La muerte del padrino hizo que mi hija de 14 años y yo descubriéramos las diferencias que había en los velatorios entre nuestra cultura y la de mi esposo.

Llegó a casa un sobre enmarcado en negro y en su interior una carta muy formal con todo un programa de actividades;  en Lima, en cambio, apenas teníamos tiempo para comunicar el deceso por teléfono a los más íntimos y ellos corrían la voz. Dependiendo de la hora del fallecimiento, en el Perú se publicaba un aviso en el diario y el velatorio duraba máximo un día y medio, después se celebraba la misa y de ahí salía la comitiva al cementerio. El velatorio siempre era muy concurrido, la sala se llenaba de flores y las conversaciones eran muy animadas pues, por la vida agitada que llevábamos, muchos familiares sólo nos veíamos en bodas o funerales. Los visitantes formaban grupos, departían y se quedaban muchas horas con los deudos.

En la participación al velatorio de Flandes había varias alternativas para presentar las condolencias y acompañar a la viuda. Podíamos ir una tarde a una sala de velatorios entre las 18.30 y las 20.00 horas o podíamos ir a la misa de cuerpo presente al día siguiente de 12.30 a 13.15 y/o podíamos acompañar a los familiares a un refrigerio de 13.30 a 15.00 y/o podíamos ir al cementerio a las 16.00 horas.

Le pregunté a mi esposo cómo se habían dado el tiempo de armar el programa con tanto detalle, elaborado elegantemente en una imprenta con poemas y fotos. Me explicó que el padrino había fallecido 15 días antes y habían coordinado las agendas de los familiares para que todos estuvieran presentes. Extrañada le pregunté:

-¿Y dónde estuvo esos 15 días tu padrino?

– En el freezer, lógicamente.

          Al recuperarme de mi sorpresa cotejamos nuestras agendas y acordamos que mi esposo asistiría a la misa y yo iría con mi hija al velatorio de las 18.30. Fuimos después de nuestras clases pero olvidé llevar la tarjeta con los detalles y, aunque sabía que el finado se llamaba Robert, del apellido sólo recordaba que exigía sonidos guturales e impronunciables.

        El velatorio se celebraba silenciosamente en un fino local dedicado a este propósito y convenientemente situado frente a la iglesia. Preguntamos al empleado del edificio por la sala donde velaban al señor Robert.

        Nunca imaginamos que el nombre fuera tan común.  Como en la ciudad hay muchos ancianos, también hay muchas defunciones. De los diez velatorios que se celebraban ese día en ese edificio entre las 18:30 y las 20:00 horas (hora exacta), seis eran de caballeros flamencos llamados Robert.

        Agravaba esta situación el hecho de que la viuda, que sí conocíamos, no se hallaría presente por órdenes del doctor. Sin embargo sabíamos que a Robert lo acompañarían su nuera y sus nietos a quienes nunca habíamos visto.

        Nos armamos de valor y entramos a la primera sala ordenándonos disciplinadamente en la fila formada por unas seis personas. Al entrar firmamos un cuaderno. Compungidas y ceremoniosas, abrigadas con nuestros ponchos, saludamos en inglés a los deudos belgas que nos miraron extrañados. Nos acercamos al féretro donde yacía un caballero calvo, narigón y azulado. Por encima del ataúd mi hija y yo intercambiamos miradas sorprendidas; en español dijimos: “No, éste no es”, y nos retiramos lo más discreta y educadamente posible.

        El empleado del local nos condujo por el pasillo a otra sala donde dos viejitas solemnes se hallaban sentadas a ambos lados de una camilla donde reposaba un gordito incoloro parecido a Papa Noel. No había otras personas aguardando así que firmamos el cuaderno, expresamos nuevamente nuestras condolencias sacudimos la cabeza apesadumbradas y dijimos: “No, éste tampoco es” y salimos lentamente, dejando estupefactas a las canosas flamencas.

        Obstinadas continuamos el recorrido. Encontramos un Robert cuyo nieto más joven, de unos nueve años, lloraba y lo abrazamos con cariño. Para nuestra sorpresa todos sus otros familiares nos abrazaron con tanta fuerza que fue difícil retirarnos. Dos veces más hicimos cola, firmamos el cuaderno, estrechamos formalmente la mano de desconocidos, nos acercamos cautelosas al cadáver del Robert de turno, afligidas admitimos “No, éste tampoco es” y nos alejamos, sumiendo a los deudos en un mar de interrogantes:

        – Pero ¿¡quiénes son estas mujeres!? ¿Qué relación puede haber habido entre nuestro pariente y estas latinas? ¿Y la jovencita? ¿Será fruto de una relación clandestina de nuestro Robert?

        Ajenas al terremoto de sospechas que íbamos provocando con nuestras breves visitas, proseguimos tenaces la pesquisa hasta que dimos con el padrino Robert. Lamentablemente, como sus nietos tampoco nos conocían, los dejamos igualmente perplejos y les sembramos la misma incertidumbre.

Nosotras, en cambio,  volvimos a casa satisfechas de haber visto cómo eran los velatorios en Flandes y de haber cumplido correctamente con los deberes sociales en nuestro nuevo hogar.

 

Mayo 2014-05-15                                Yolanda Sala Báez


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a la patria

 

A la patria

 

Te dejé, envuelta en nubes.

Atando cabos sueltos,

Armando mi futuro

Partí anestesiada

 

Hundí mi pica en Flandes

Bordeé ríos revueltos

Hallé un amor maduro

Jamás desarraigada

 

Pero ahora lo sabes

Abrigas a mis muertos

Me diste un amor puro

Me hiciste apasionada

 

Con tus colinas suaves

Con tus pardos desiertos

Con pasos sin apuro

Con eternos manjares

Con ritmo y desconciertos

Con ayer sin seguro

Amada, siempre amada

 

Pero no te comparo

Y ya no ando a  caballo

Mis sueños son los Andes

Mientras camino en Flandes

 

escrito en 2006


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La Inmortal

LA INMORTAL

La mujer de la sonrisa etrusca se despereza, se vuelve y observa el rostro satisfecho y burlón de su marido, perennizado por el escultor con humor y con destreza.

Se endereza, baja las piernas del lecho de mármol y de un salto, ágil para sus dos mil años, desciende del pedestal, cae sobre los delicados mosaicos dorados y recorre descalza su templo hoy subterráneo.

Como en cada despertar se estremece al recordar los alaridos de su pueblo que no logró escapar de la fangosa lengua calcinadora.

Desde su templo, en la cima de la colina, recostada en su codo izquierdo, vio a Pompeya asfixiarse con azufre, sumergirse bajo las pastosas olas de fuego y barro, vio la lluvia de cenizas ennegrecer las estrellas y oyó el ronco siseo de la lava entrando al mar.

Sabe con certeza que nadie se salvó. Murieron con entereza las fervorosas sacerdotisas a quienes habría investido de inmortalidad en el solsticio.

Contempla la cuantiosa riqueza que la rodea y bosteza. Está sola, se siente sola, se sabe sola.

El cincel del arqueólogo rompió su soledad para siempre.

 

Yolanda Sala Báez