TRES VIUDAS
«Dicen acá que
lo que se lleva de esta vida
es la vida que se lleva«
LUTGARDE
No podían ser más disparejos: ella rubia, un poquito patichueca, abrumadoramente hablantina y expresiva, hiperactiva y nerviosa, siempre ofuscada (o quizás me lo parecía porque su idioma flamenco tiene tonos exabruptos). él moreno, erguido, pausado, muy sereno, impenetrablemente callado aunque sus ojos curiosos todo lo registraran y acopiaran; cauto, tímido, respondía a las arengas de su mujer con un lacónico sí, o peor, con un ujum.
Era el primer viaje grande que hacían -nada menos que al Perú desde su lejana Flandes- y aunque él esbozaba escasas sonrisas, para zozobra de sus anfitriones, su ágil cerebro traducía con cuidado las explicaciones y con un video registraba las imágenes de un mundo tan ajeno, tan exótico, tan incomprensible.
Y ocurrió lo que tenía que pasar, en Iquitos subidos en una taxi-moto (cuyo viaje les parecería más surrealista que las extravagantes pinturas abstractas de los museos de su país) la rubia enfermera y el moreno profesor de mecánica se separaron de su grupo y se perdieron. Como siempre sucedía con esta pareja de extremos ella quiso ir en busca de su grupo por el mercado de Belén, rumbo al río, mientras que él se empecinaba en probar suerte tomando el camino contrario. El drama tuvo un final feliz y hoy nos evoca una carcajada, pero nunca olvidaré la angustiada cara de su cicerone, mi hija de 14 años, que les proponía sensatamente tomarse un taxi y regresar al hotel mientras ambos personajes pugnaban por escapársele en direcciones opuestas.
Entonces yo no sabía que Herman tenía cáncer; que había pasado por un terrible tratamiento y que tan sólo le daban cinco años más de vida. Sólo algo tan definitivo pudo sacarlo de su rutina segura, de sus confines estrechos y terrenos conocidos para hacer este largo viaje.
Si bien en público su tieso silencio ante el aluvión parlante de su mujer le daba la imagen de subordinado, él era un hombre-hormiga que en silencio laboraba, organizaba, disponía, regulaba una serie de rutinas y de ritos caseros que permitían que ese hogar funcionara sin falla alguna. Pero en esa red eficiente de soluciones, que parecían brotar sin esfuerzo y por sí solas, quedaba su mujer prendida, dándolo todo por sentado, limitándose a disfrutarlas y a compartir su vida.
Me tocó estar cerca de ellos cuando el cáncer volvió a atacar, sus estragos eran tan temibles que el médico con brutal franqueza le planteó la alternativa: volver a procesarlo, aislarlo y bombardearlo con la quimio o dejarlo en paz. Ella con fuerza propuso el único argumento que podía sacudirlo: tenía que luchar por su familia. Y eso hizo.
En los meses que siguieron lo vimos hincharse y adelgazarse, perder todo su cabello y sufrir enormemente, pero se tomaba pausas en los períodos de paz y paladeaba un pisco sour y pensaba en Machu Picchu mientras su mujer hablaba. Salimos juntos a cenar y a caminar, él jamás dejó el trabajo, su rutina, su jogging ni a sus alumnos. Como bien dijo su hermano, Herman enfrentó a la muerte tal como había vivido: con una agenda en la mano.
No me fue posible identificar la voz que nos llamó por teléfono, el ronco murmullo de un animal exangüe no podía serle más ajeno y sin embargo era ella. El tratamiento se había complicado y su marido moriría en cualquier momento.
Es difícil describir lo que representa la vida de pareja en Flandes, viví en ella 12 años y hasta ahora me sorprende. Es agradable ver andar a las parejas de toda edad siempre unidas de la mano, compañeros de cabezas blancas, sumamente equitativos que comparten el dinero -tan duramente ganado- en pequeños lujos y plácidas salidas, en viajes rigurosamente programados, en giras con bicicleta, en teatros y en jardines, dándose enteros a su exclusivo amor, siempre juntos.
No hay lugar para los viudos en Flandes, su soledad es ilimitada, no tienen familia extensa como nosotros los latinos. Crían a sus hijos fuertes y autosuficientes y ellos al independizarse lo hacen del todo, como hicieron sus padres de los suyos.
Los preparativos del funeral me dejaron cavilando. Con total serenidad se tomaron las minuciosas decisiones del entierro, ante un empleado de pompas fúnebres armado de una moderna laptop y un elegante catálogo. La viuda y sus hijas eligieron, juiciosamente e imperturbables, el féretro, los textos de las cartas y tarjetas, el color de las flores, el lugar del crematorio, la fecha y el lugar de la ceremonia.
Recordé la cálida tarde cuando mi alegre marido me explicó que por la vida agitada de los deudos los funerales se programan para llevarse a cabo varias semanas después del deceso. Y cuando le pregunté qué ocurría si los hijos o la viuda querían acompañar a su muertito, alzó la ceja asombrado – ¡¿para qué?! – ¡para estar con él!- …bueno entonces supongo que irán al mortuorio lo sacarán del freezer, lo mirarán y lo volverán a meter al freezer. Comparé mentalmente los velatorios latinos donde toda la familia vela a su ser querido, lo mira, lo toca, reza por él y en el fondo también hace tertulia (que se va haciendo profana cuanto más tarde se vuelve).
Hasta el día del funeral ella viajó por tren todos los días al mortuorio del hospital para estar con su marido, para preguntarle por qué se fue así, por qué permitió que la enfermedad venciera, por qué la dejó tan sola, por qué no le habló de todo lo que sentía por ella antes de morir, por qué no le dejó las instrucciones a seguir en este predicamento, por qué, por qué, por qué, por qué……
Durante la misa mi esposo dedicó a su hermano de 55 años un homenaje justo y sincero. Ella, disminuida por su tragedia, con su rubio cabello brillando sobre la pena del negro, se mantuvo erguida y solemne, con pocas pero precisas frases de saludo y agradecimiento, con esa etérea serenidad envuelta en un velo de tormenta en ciernes que rodea a una mujer en fatales circunstancias. Porque las flamencas se precian de fuertes, desprecian la ignominia de verter públicas lágrimas, aprecian el valor moral de ocultar la pena, menosprecian el autocompasivo gimoteo. Se crían estoicas, resisten embates con fuerza de hombres.
Pasado el entierro se desató la pena y ella se iba menguando y menguando, instalando en su garganta aquel ronco murmullo. Arrastraba los pies por su casa vacía tratando de encontrar la voz de Herman, sus huellas, sus pasos, oliendo su ropa, invadiendo con inquieta esperanza en la noche insomne el lado de la cama que él ocupara. Por las noches su casa helada quedaba a oscuras, en el día las persianas seguían cerradas y oscurecían la sala, las plantas languidecían, el polvo se acumulaba y la cocina casi nunca se encendía.
Pronto comenzaron los problemas y él no estaba, comprendió entonces el abismo de su soledad. No sabía regular la calefacción y la temperatura llegaba a 10 grados bajo cero; no tenía idea de dónde estaban los recibos, la chequera, no sabía cuánto tendría que pagar por el entierro ni de dónde saldría ese dinero, ni siquiera podía borrar de la grabadora telefónica el mensaje escueto y serio de Herman que sacudía de sorpresa a quien llamaba. La refrigeradora empezó a fallar, los recibos se apilaban, el pánico la sacudió.
Hasta que decidió encender la chimenea. Hercúlea tarea que siempre vio realizar al eficiente Herman. Se acercaba Navidad y casi perdida tras el volante del auto de su marido (auto que nunca había manejado porque él era su chofer) partió en busca de leña.
En navidad la fuimos a saludar. La casa brillaba de limpia, los cojines de la sala tenían motivos navideños, el teléfono había sido cambiado, los pagos estaban al día, adornaba el ambiente un nórdico nacimiento y, orgullosa, nos invitó a sentarnos cerca de Su chimenea donde ardían grandes troncos.
Toda la noche se matizó con sus activos viajes a traer leña y a alimentar el fuego, con aire profesional y un guante de asbestos. Su rubio cabello caía sobre un rostro más rosado, su voz era otra vez fuerte y segura, mostraba con aplomo los recibos debidamente pagados y archivados y se limitaba a solicitar opiniones que confirmaran sus juicios sobre posibles ahorros y movimientos de cuentas.
A veces recae en la pena atroz y lo noto porque el exangüe murmullo me transmite su tristeza. En ese idioma intermedio en que nos comunicamos me alienta a viajar más con mi esposo: amiga, la vida es corta, yo lo sé – me dice y su voz se quiebra. Pero Lutgarde es una flamenca; ella es una luchadora y ha tomado su vida en sus manos; además ahora tiene un nieto.
IONARA
Cuando viajamos a Río nos pidieron que visitáramos al cuñado de mi hermana, a punto de casarse con una brasileña y fue un placer verlos juntos. Ella alegre, hablantina, con esa belleza interna que se escapa por los ojos y le sonríe a la vida. él la miraba con adoración y, aunque sonriente y sereno, de vez en cuando soltaba una cálida ironía sobre ella y sobre las mujeres en general. Ionara fue siempre el motor que lo impulsó en sus estudios; le fijó metas y lo acicateó sin dejar de iluminarlo con su pícara sonrisa y de ofrecerle siempre el refugio de su amor.
Cuando visitaban Lima con sus hijos pequeños, las miradas que se dirigían nos magnetizaban, el ligero toque de sus manos al cruzarse lanzaba vibraciones. En presencia de otros ella adoptaba un segundo plano, asintiendo a todo lo que él decía, proponiendo temas que lo realzaran; muy de vez en cuando se permitía una leve broma, con cariño y con ternura. Cuando ella charlaba con otras mujeres los ojos de Carlos la seguían a la distancia, eran miradas de pasión y de ternura que en más de 20 años juntos nunca se opacaron.
La admirábamos mucho, profesora de gimnasia a tiempo completo, además viajaba para comprar artesanías peruanas que encontraban siempre entusiastas compradores en su país; también se hizo de una camioneta para trasladar turistas. Siempre activa en dos o más trabajos, nunca descuidó a sus hijos ni mucho menos a su marido adorado y jamás la abandonaron su alegría y sencillez.
– Carlos tiene cáncer y hemos venido a buscar algún remedio, nos dijo. Agotados la quimioterapia, los doctores, los pasillos de la formal pesadilla, buscaban cualquier cosa que les diera una esperanza. En el Perú encontraron la uña de gato, otros propusieron homeopatía, Carlos tomó todo e hizo todo lo que le dijeron y así vivió varios años más.
El año pasado en un almuerzo en Lima ¡se le veía tan bien! Incluso con sobrepeso, nos habló contento de sus planes, los hijos ya estaban grandes, tenían claro su futuro; Ionara y él se estaban haciendo una casa para ellos y querían muchas visitas, era el sueño de sus vidas. Ella, como siempre, en medio de su activa vida iba planeando la decoración del nido con adornos acopiados en sus viajes y él trazaba planos y decidía espacios para dedicarse en su vejez a sus hobbies.
Pocos meses después mi sobrina llamó para decirme que viajaba a Río, su tío Carlos moría en el hospital. Por ella supe los detalles. Le escribí a Ionara, la llamé por teléfono, pero nada podría remplazar el abrazo fraterno que necesitaba darle.
Supe que cuando Carlos pasó al hospital para enfermos terminales Ionara se hizo voluntaria para estar más cerca de él y atenderlo mejor. Pese a su carácter dinámico e inquieto, organizó muy bien sus trabajos de directora, instructora y profesora para darse el tiempo necesario. Se puso en manos de su fe y sintió mucha paz porque nunca oyó a Carlitos quejarse de dolor.
Toda la familia peruana de Carlos estuvo con él. Con sus vozarrones norteños y sus chistes eternos intentaron aliviarle la partida, como machos, como debe ser. Carlos tenía 55 años. Cuando falleció y recuperó su carita de niño todos se tomaron fotos con él y pasaron a ocuparse de los trámites mientras Ionara decidía el lugar del entierro y se ocupaba de sus numerosos huéspedes, robando uno que otro minuto a solas con su marido para tomarle la mano, acariciarle el cabello, bañarlo en la ternura de una vida feliz juntos.
Preocupada por sus hijos y rogando a San Expedito que le diera resignación pasó por aquellas horas un poco en vilo, un poco esfumada en los pequeños quehaceres. Ionara respondió a mi carta con una carta muy bella en portuñol y la comparto:
«Dicen acá que lo que se lleva de esta vida es la vida que se lleva»…… «Carlos no más está con nosotros y esto tú (lo) sientes en todo momento. Pienso en él muchas veces en el día, las cosas traen recordaciones sobre todo lo que hacíamos juntos y ahora ya es diferente, ya no es más como antes. Lloro mucho todavía, en la casa, en el trabajo, manejando o caminando en la calle, en fin, no es fácil, no es fácil. Ahora me ocupo de los papeles y estoy con la construcción de la casa. Tengo que hacer lo que Carlos hacía: comprar material para la construcción, hablar con los albañiles, estudiar lo mejor para hacer en la casa, en fin, todo lo necesario para terminar nuestra casa…… Yo pienso …. Voy a trabajar mucho, voy a terminar nuestra casa, voy a hacer esto, voy a hacer esto otro, y todos creen que soy muy fuerte, una mujer fuerte que todo aguanta. No amiga, estoy en pedacitos por dentro de mi cuerpo. Hay días que me pregunto ¿por qué? ¿cuál es la explicación? ¿por qué tengo que perder la graciosidad de las cosas? ¿por qué no tengo voluntad para nada? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? y ¿Por qué?
Si yo no tuviera la compañía de mi familia, de la familia de Carlos, de mis amigos, todos tan maravillosos, yo me quedaría tonta hasta ahora, porque es más fuerte que tú. Yo no podía controlarme …… felizmente estuvieron tantos familiares conmigo (que me dieron fuerza) pero espero que todos los peruanos que aquí estuvieron sientan que todos también querían darles atención. Nosotros que tanto imaginamos una inauguración de esta casa con toda la familia y ¡mira!, ¡mira cómo fue que conseguimos reunirlos a todos!»
Por eso amiga –me dice- disfruta todo lo que puedas con tu esposo. No pierdas el tiempo en pleitos, porque un minuto perdido es un minuto perdido para siempre. La vida es corta, yo ahora lo sé.
Los hijos de Ionara ya partieron para empezar sus propias vidas adultas y supe que Ionara visitó otra vez nuestro país buscando esta vez contactos comerciales en artesanía. Quisiera ver pronto a esta mujer tan fuerte, tan tierna, tan alegre que puede llorar en público porque sabe que las lágrimas sirven mucho para limpiar el corazón.
CRISTINA
La fui conociendo año por año y cada vez la admiraba más. Llena de sueños y con la voluntad para alcanzarlos iba por el mundo pintando la vida, dibujando las pasiones. Parecía inalcanzable, respondía a los requiebros con un lenguaje tan propio que nadie la comprendía. Era tan frágil de cuerpo como robusta de espíritu y todas sus amigas estábamos seguras de que estaba destinada a un futuro ajeno a todo molde. Que si alguien podía lograr sus sueños ciertamente era Cristina.
Cuando me presentó a su marido sentí una nube muy densa, no era bueno. Pero era un hombre brillante que entendía su lenguaje y con ardides mundanos la guiaba por oscuros laberintos.
Fue penoso entonces verla, mi amiga se fue apagando, su armadura medieval de hada y caballero andante se fue desvaneciendo, se fue volviendo insegura, ya no creía en sí misma, renegaba de sus sueños.
Desde su soberana altura él le construía cercos que ella al principio rebatía, pero en algún momento de su historia ella dejó de pelear. No sé cómo lo logró pero nuestra plástica Cristina fue cayendo en abandono, como una hermosa vela morada llena de estampitas y dorados rizos que al arder se va aplanando, derritiéndose en arrugadas jetas, que se explaya hasta ser chata.
Asentía a sus caprichos, sólo él tenía razón, esquivaba las verdades y escogió el aislamiento. El levantaba crueles cercos y ella los blindaba. Vivía para él y por él. Se deshizo de su yo.
No había consejo que valiera, ni incitación que la urgiera, su sentido del deber era de roble, el hombre era su marido y jamás lo dejaría.
Tal vez es la forma en que criamos a nuestras hijas. Entre resbaladizas culpas, rojas vergüenzas ajenas y plomos afanes penitentes, pero siempre dependientes de nuestro maternal poder supremo para resolverles los problemas, cercenándoles día a día su libre albedrío y repitiendo la cadena con nuestras hijas, una tras otra, tras otra, tras otra hasta el quejido infinito.
Para luego preguntarnos, ¿por qué seremos un pueblo de borregos? ¿por qué no nos rebelamos? ¿Por qué? ¿Por qué?
Entre Cristina y su esposo los roles se ciñeron a un remanido guión. él mandaba, y ella lo complacía; él gritaba, ella rogaba; él tronaba, ella rezaba. Cuando en muy contadas veces parecía despertar, las personalidades colisionaban con igual intensidad pero siempre era ella quien cedía.
Cuando le di el consejo de apartarse, cuando la exhorté a ser feliz, mansamente indiferente repitió la sabia sentencia de un general: Para todo nos preparamos en la vida, amiga, menos para lo principal: para ser felices, para ser padres, para envejecer, para jubilarnos y para morir.
Un día como tantos otros el marido no volvió, pero esta vez una voz de mujer llamó por teléfono para anunciar que tras un grave accidente estaba en el hospital.
Ella llegó atormentada entre la duda y la pena para verlo expirar y se encerró en duelo y silencio. Se niega a recibir amigas, no quiere contestarle a nadie. De ella nada sabemos hace más de un año.
No estuve cerca de ella entonces y me pesa, una mujer de su sensibilidad necesitaba a sus verdaderos amigos en ese trance. Me pregunto si a los 55 años aún le quedan tiempo y fuerzas para romper esos cercos que blindara, para recuperar sus sueños medioevales y sinceramente deseo tanto que lo haga …… porque la vida es muy corta como lo sabe Ionara, como lo sabe Lutgarde.
Ojalá que ella haga suyo lo que decía Martí: Todos Nacemos para ser Felices.
Ser felices no es pecado.
Flandes 2001, Lima 2014 |
Yolanda Sala Báez |