La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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Qué Bárbara

Qué Bárbara

Alegre, llenita, piel canela, curvas suaves, voz ronquita; ojos con antojos: a veces celestes como el cielo de un verano envejecido. Otras veces violeta como el mar que abraza al sol cansado.

El padre era un guitarrista de Chincha y la madre una voluntaria de Illinois. Gracias a su madre pudo entrar legalmente a Estados Unidos cuando terminó sus estudios.

Bárbara era tenaz – como su madre – y llegó a Nueva York, su meca. Amigos de amigos de otros amigos le consiguieron empleo limpiando oficinas en un banco y Bárbara trabajó de día y estudió de noche con el mismo entusiasmo con que bailaba landó.

En sus primeras fotos vestía, como siempre, de alegría y su melena enrulada resaltaba entre las cabezas oscuras de sus sonrientes colegas.

Al graduarse postuló a un cargo en el mismo local donde había barrido. “Al toro por las astas” era su lema; y la contrataron.

Bárbara, de rulos rebeldes, caderas musicales y sonrisa fácil, compartía entonces un departamento con una brasilera, dos canadienses y su mejor amigo: Ben, un vietnamita que hacía delivery con su camioneta.

Un cliente del banco dio un vuelco a su cartera de inversiones sólo para tenerla de asesora. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería y puso a la Latina en su mira. Le hizo la corte hasta que Bárbara cedió.

De ahí en adelante las fotos de Bárbara nunca más fueron en grupo, siempre sola, con poses y ropas que se notaban ajenas. Ternos grises, anteojos de carey. En su última foto estaba irreconocible: adiós curvas, falda austera, polo negro, pelo lacio y tristón, y además ¡estaba rubia! La sonrisa se le había escapado, parecía irritada con el mundo.

El novio la conminó a irse con él a Nebraska. Barbie (era ya su nuevo nombre) no estaba muy convencida pero había perdido su independencia y accedió.

Ben se comprometió a llevarle sus pocos muebles en la camioneta y llegó un martes por la noche a la nueva dirección postal de Barbie.

Era una residencia enorme y aislada, llena de luces de neón, en una colina donde moría una trocha angosta y mal iluminada.

Un estruendoso concierto de violines histéricos con piano marcial, impedía que se oyera el timbre. Ben
inútilmente tocó el claxon, gritó, golpeó la puerta.

El teléfono de Barbie no respondía, acudió a la estación de policía más próxima y expuso el problema.

El sheriff lo escoltó en el patrullero y con un megáfono se hizo escuchar. Se apagaron las luces, se silenció el concierto, sonaron metales y puertas.

El sheriff insistió en que abrieran.

Abrió la puerta el novio de Barbie, con un delantal de plástico salpicado de sangre y una mirada helada, impregnada de resignación y fastidio.

El cuerpo cimbreante, suave, rítmico de Bárbara yacía en trozos, ordenadamente dispuestos en el jardín, listo para ser sepultado.

Agosto 2014-08-19 Yolanda Sala Báez


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LA CAZA DEL CÓNDOR

LA CAZA DEL CÓNDOR

En el Yawar Fiesta el cóndor, atado al lomo del toro y abierto de alas como un gran señor, le picoteaba las carnes ensangrentadas. El mundo al revés se corregía en el encuentro del toro español y el cóndor andino.

—¿Y cómo fue que usted dio caza a este cóndor para el Yawar fiesta, compadre Remigio? —preguntó Julián, que sería el mayordomo de esa fiesta el año siguiente y quería quedar bien.

Don Remigio, enjuto y arrugado, pero ágil de mente y movimientos, alzó la mirada como buscando recuerdos en las nubes.

Le simpatizaba Julián que lo había hecho padrino de su primer hijo y trabajaba a conciencia en su chacra. Tenía buenas ideas, era generoso, cuidaba bien a sus animalitos y no zafaba cuerpo cuando había que pasar cargos y cumplir tareas en la comunidad.

 

—Es todo un arte compadre. Te lo voy a contar: En primer lugar lo que hay que hacer es ir buscando con paciencia un burro o un caballo viejo, mejor si está enfermo. Para eso hay que estar bien atento, hay que oír las conversaciones a la salida de la misa, en el mercado, en la plaza, y sobre todo, en la cantina. Lo importante es que todavía el animal pueda andar, y ¡no poco! Tiene que trepar una gran montaña, recuérdalo bien.

En segundo lugar hay que hacerse de un pisco bueno, fuerte, pero ha de ser pisco. Nada de ron, ni cañazo ¡nones! Pisco ha de ser. El cóndor es un dios y es un dios peruano. Así que pisco ha de ser.

En tercer lugar necesitamos una manta o un poncho de bayeta. Ha de ser muy gruesa, dura la lana, tupida, bien tupida. No me mires así compadre, que no es para abrigar al cóndor; es para protegernos el brazo. Si el pico del cóndor llega a atravesar la bayeta el veneno te agarra de todas maneras. Y es una agonía lenta, eterna. Lo he visto con estos ojitos.

—¿Un dios venenoso? —se extrañó Julián.

—Es un ave rapaz que come carroña nomás, compadre. No es un ave cazadora. Se alimenta de carne podrida. Su pico está envenenado. ¿A ver, qué más? ¡Pucha, ya me olvidé! …A mis años la memoria ya comienza a coquetear con el olvido, así que trata de no interrumpirme mucho. A ver… ¿de qué estaba yo hablando cuando me distraje?  ¡Ah, sí! De lo que hay que llevar al cerro para cazar al cóndor: se precisa harto pienso, comida, coquita y agua para varios días. Nada de trago para nosotros, porque hay que estar bien sobrios, esto es algo muy serio.

Y bueno pues, se reza y subimos al Apu, el nevado más grande y majestuoso que tenemos. Bien alto hay que subir, no es un cerro cualquiera, pero no hay mucho apuro, así que se puede hacer a paso tranquilo. Al llegar arriba se le da harto pienso al burro enfermo.

—¿Pero cómo, no que estaba muy enfermo?

—Por eso mismo, para que reviente  y se pudra rápido. El olor que despide es tan fuerte que el zorro, socio del cóndor, lo huele al toque y le avisa al ave. El cóndor es desconfiado, espera que el zorro le hinque el diente al burro  para estar seguro de que está bien muerto y se lo deje despanzurrado, listo para el banquete.

—¿Y  entonces?

—Lo dejamos al cóndor que coma, que trague hasta que se harte. Silenciosos hemos de estar, sin movernos.

—¿Y la cacería toma mucho tiempo en total?

—En total son varios días. Pero paciencia nomás hay que tener.

Cuando el cóndor se aleja del burro, ahí es donde entramos todos a tallar. Lo rodeamos y gritamos, agitamos los brazos y hacemos mucha bulla.El cóndor es muy zamarro. Tratará de meterse la pata en el pico.

—¿Y eso para qué compadre?

—Para vomitar pues, ¿no ves que está tan lleno y pesado que no puede alzar vuelo? Si vomita se aligera y lo perdemos; tanto trabajo habrá sido por las puras. Así que hay que rodearlo rapidito y cubrirlo con un poncho grueso.

—¿El de bayeta?

——No, con ese llevas envuelto tu brazo derecho. Usas otro, pero también ha de ser grueso y tupido. ¡Protege bien tu brazo Julián! Entonces le hablas. Bonito le hablas. ¡Es un dios! Y cuando abra el pico yo lo sujeto cuidando mi brazo mientras que tú, como mayordomo, le metes el pisco en el pico. Has de hacerlo con cuidado, con valor y con respeto.

—¡Ah carajo, compadre! Eso yo no lo sabía. ¡Ni idea tenía de que yo debo emborrachar al cóndor! ¡Si no, no hubiera aceptado ser mayordomo!

—Pero ya aceptaste compadre. Caballero nomás…

Después ya todo lo demás es fácil, de bajada nomás es. El cóndor va tranquilo, bien comido y bien borracho. Hace su siesta como un cristiano.

El resto lo hacen otros. Lo atan con tiras de seda, lo ponen en el trono para que reciba los honores, para que la gente lo adore, le cante. Otros son los encargados de amarrarlo en el lomo del toro … Ahí tú disfrutas con todos los demás y como mayordomo atiendes bien a tus invitados.

Cuando termina el Yawar Fiesta hay que llevar al cóndor de vuelta al cerro. También tienes que estar en la despedida.

Se le lleva al mismo sitio donde lo capturamos. Ahí se le da las gracias y se le deja ir.

—¡Vaya tarea don Remigio!

—Sí pues, no es tan fácil. Pero solo a ti te diré un secreto compadre:  ¡Ya van tres fiestas que atrapamos al mismo cóndor!

—¿Y cómo sabe que es el mismo?

—Por los restos de seda en sus patas

—¡Ah caray! ¡Entonces no es un dios tan zamarro que digamos!

—Claro que sí lo es, compadre. Lo que pasa es que le gusta el pisco.

 

 

Agosto 2014                                                      Yolanda Sala Báez