La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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LA SEGUNDA HIJA

La segunda hija

 

El primer parto duró tres días. Era 1950, la cesárea estaba a nivel de primer borrador y, pocos se atrevían a practicarla. Además en esa época se esperaba que las madres padecieran, sólo así podrían ser buenas mamás, criarían bien a sus hijos, aprenderían a soportar el dolor porque las mujeres hemos venido a este mundo a sufrir, así era la creencia.

El médico habló con el angustiado padre primerizo que venía directamente de la base aérea de Las Palmas, donde había sido jefe de  guardia. Papá era capitán y aún estaba con su uniforme caqui, casaca de cuero, pistola y botas.

Interiormente vestía una pesada preocupación por el sufrimiento de su joven esposa y un prolongado cansancio.

El doctor, sudoroso, lo miró a los ojos y le dijo:

—Me temo que este parto presenta graves complicaciones. El bebe está en mala posición, es muy grande y su esposa es muy estrecha y primeriza. Contamos con un excelente plantel pero con poco optimismo. Así que debo preguntarle, Capitán: si tenemos que elegir ¿a quién salvamos, a la madre o al niño?

Papá atravesó al obstetra con esa mirada tan suya, que atemorizaba. Sus ojos color granadilla con destellos dorados perforaban el alma y doblegaban la voluntad de sus interlocutores.

Desenfundó su pistola y contestó sin alzar la voz:

—Salve a los dos o lo mato.

Así nací yo. Mi madre tardó en recuperarse y quedó traumada con mi nacimiento.

Mi padre quería un hijo hombre, tal vez porque había terminado recientemente la segunda guerra mundial que causó alrededor de 35 millones de muertes y había una urgencia primitiva, instintiva de repoblar el mundo. Además en una sociedad machista como la nuestra lo importante era tener hijos hombres.

Cuando mamá salió nuevamente encinta habían pasado cuatro años, yo reinaba incontestable en nuestro hogar. Mi padre me adoraba, mis tías, tíos, primos y primas me engreían; yo era la muñeca de mi madre y de mi abuela materna.

El segundo parto fue igualmente complicado pero esta vez el doctor Gordillo ya tenía más dominio de la cesárea y papá no tuvo que sacar a relucir la pistola.

Cuando llegó al hospital y vio a la criatura recién nacida sonrió feliz.

— ¡Mi hijo! ¡Es igualito a mí!

No, Mayor, es una niña —lo corrigió la enfermera.

Al salir de la sala de recuperación mi madre recibió como saludo una mirada acerada:

— ¡Otra hija mujer! ¡Otra chancleta! Como no me des un hijo hombre me divorcio.

Mi hermanita nació con una hernia insidiosa y durante sus primeros meses no hacía sino llorar.

La llamaron Marina por la hermana de mi abuelita paterna, que también era del 3 de marzo, y Armida por el personaje de Torquato Tasso en Jerusalén Libertada. Enviada por el rey de Damasco, la maga Armida había empleado sus hechiceros poderes para hacer prisioneros a importantes caballeros cruzados

El mayor de los poderes de mi hermanita fue su genio, emblema de su personalidad. Éramos opuestas: yo era tranquila, obediente, sumisa, dócil, cariñosa. Criatura moldeada por una madre perfeccionista y un padre militar.

Armida era hiperactiva, curiosa, firme, llorona y tenía el “¡No Quiero!” en la punta de la lengua. No dudaba en tomar las cosas por la fuerza y era propensa a las rabietas.

Yo recibía cariño y ella reprensiones, yo premios y ella castigos.

Armida aprendió a caminar y a hablar muy pronto. Como era inquieta al cumplir un año se lanzó a la poza más honda de la playa del club Regatas, mamá estaba en el sétimo mes de su tercer embarazo. Felizmente la bebe tenía pañales y calzón de plástico y pudo mantenerse a flote justo el tiempo necesario para que un bañista la rescatara antes que mi madre se lanzara al mar.

Vivíamos entonces en un departamento alquilado, en el segundo piso de una quinta en la calle Merino. Por un terrible error, alguien olvidó cerrar con pestillo la rejilla que impedía el acceso directo a las escaleras. Armidita que estaba en el andador empujó la reja, se rodó las escaleras y sus ojos quedaron desviados.

En setiembre del 55 nació el anhelado hijo hombre y mamá fue quien se lo apropió con vehemencia. Esta vez el parto fue rapidísimo, sin complicación alguna.

Eran años tranquilos y felices, vivíamos en un simpático chalet alquilado que no tenía escaleras. Éramos una familia extensa y almorzábamos diariamente con mi abuelita materna, mi tía Eda y su esposo Raúl, que también era aviador y a veces nos visitaban amigos de la familia y otros parientes. Mi madre era muy unida a mi tía Eda, su hermana mayor, que fue prácticamente quien crió a mi mami que era 14 años menor. Siempre andaban juntas.

Armi era veloz y solucionaba obstáculos con mucho ingenio. No podía estar quieta. Mamá y mi abuelita nos cosían vestidos iguales. Cuando íbamos a asistir a alguna invitación mamá nos vestía, nos peinaba y empezaba a alistarse en una ceremonia que hasta hoy, que tiene 90 años, dura tres horas.

Yo me sentaba en una silla con mi libro y no me movía de mi asiento. Armida en tres minutos estaba despeinada, con los zapatos sucios y el vestido rasgado. Mi madre perdía fácilmente la paciencia y vivir con ellas era ser testigo permanente de un duelo de voluntades.

Mi tía Eda y mi tío Raúl formaban una bella pareja. Se palpaba el amor y la admiración que se tenían. Ella tenía rasgos delicados, parecía una artista, con algo de Greta Garbo y de Audrey Hepburn. Mi tío era apuesto y elegante. Empezó a trabajar a los siete años para ayudar a su madre viuda y tenía un temperamento dulce pero tenaz. No tenían hijos. Mi tía tuvo cáncer de mama a los 17 años y no pudo ser madre.

Mi tía Eda y mi tío Raúl se prendaron de mi hermana y ella de ellos. Mis tíos propusieron a mis padres adoptar a Armidita, pero papá se negó.

A veces la vida se repite por fragmentos, como queriendo saldar antiguas deudas ajenas. De niño mi papi había sido el engreído de su tío materno Manuel. Mi papá era el único que tenía ascendiente sobre el tío que no podía tener descendencia. El tío Manuel le pidió a mi Mamima que le permitiera adoptar a mi padre y ella le respondió que no lo haría porque ella tenía tres hijos y los tres debían tener las mismas oportunidades.

Esa misma respuesta recibieron mis queridos tíos y hasta hoy pienso que fue un error.

Yo seguí siendo la reina de papá, mi madre endiosó a mi hermano y mi hermanita, cuando mis tíos no estaban en nuestra casa, quedó en la tierra de nadie.

Armida era muy perspicaz, yo era lenta y crédula. Apabullada por mi rol de hija mayor, ‘que debe dar el ejemplo y cuidar a sus hermanitos’ sufría la tortura de los pleitos de fin de mes. Desde que tuve uso de razón mis padres discutían acremente el día de pago porque el dinero no alcanzaba. A veces se encerraban en su cuarto y los gritos los oíamos en el jardín donde yo intentaba distraer a mis hermanos.

El ritual culminaba cuando mi padre me llamaba y me explicaba que él y mamá habían resuelto divorciarse y como yo era la hija mayor tenía que decidir quién se iría con él y quién se iría con mi madre.

Yo salía llorando y trataba de explicarlo sin causarles dolor a mis hermanitos. La primera vez los dos lloraron y fue angustioso. Evoco el jardín, las rosas, el árbol y dos niños muy pequeños, Armidita de cuatro años, Pedro de tres, rostros rojos, medio morados, muchas lágrimas, angustias, hipo, gritos, no recuerdo más.

La segunda vez fue después de unas vacaciones de verano: el gatillo era el pago de las matrículas. Se repitió la escena sin cambios en el guión. Pero esta vez Armi me miró, soltó una lisura y se trepó al árbol que reinaba en el jardín.

La tercera vez Armidita tenía ocho años y yo 13. Llorando expliqué el problema y ella me miró muy seria.

— ¿Yoli, no te das cuenta de que nunca se van a divorciar? esa es su forma de quererse. No les hagas caso.

Y regresó a jugar con sus muñecas. Yo me seguí creyendo el drama y sufriéndolo hasta que cumplí 20 años.

Mi hermana tenía espíritu luchador y era de una lealtad a toda prueba. Odiaba el colegio, supongo que por su férrea disciplina inglesa, tal vez también porque no era fácil ser una niña bizca y usar anteojos. Hasta que ingresó al tercero de primaria yo pasaba todos los recreos consolándola porque quería regresarse a casa. Felizmente se integró a un grupo de chicas de su clase que mantuvieron la amistad y siguen siendo las entrañables Mosqueteras hasta hoy, que son hermosas abuelas.

Mi padre trabajaba mucho e incluso hubo una época en que estudió economía en la universidad por las noches, pero la programación de los vuelos le impidió continuar esa carrera. Fue un padre formador, paciente y amoroso. Cuando volvía a casa y mamá le recitaba la retahíla de maldades que habíamos cometido, mi papá con una mirada y un rictus de pena hacía que nos arrepintiéramos sinceramente de nuestras fechorías. Nunca emitía una sentencia sin oír ambas partes, con su sonrisa constante nos sentíamos seguras y cuando aparecían nubes preocupantes nos cantaba o recitaba una pieza de su colección de rimas y coplas.

Nos repasaba las tareas, nos explicaba lo que no entendíamos y nos contaba anécdotas de personas cuya conducta le parecía admirable y digna de emular.

Conmigo la relación era especial, yo era su copiloto o su navegante, para mí no había límites de horario, podía interrumpir su comida o su descanso con mis preguntas, todo lo hacíamos juntos y con alegría.

Con Armida tenía que ejercer más disciplina, si ella no entendía lo cuestionaba, le decía que él era un torpe que no sabía nada, lo insultaba y partía a refugiarse en nuestro cuarto mientras yo me ponía entre ellos para evitarle el castigo a mi hermanita.

Armida sabía lo que quería y eso era precisamente lo que hacía. A pesar de tener un cociente intelectual muy alto se negó a estudiar una carrera universitaria. Ella quería ser secretaria, como sus amigas del colegio. Mi padre insistió y ambas postulamos a la Universidad Católica. Yo solo aprobé la parte de letras pero Armi sí obtuvo un buen puntaje  en todo y podría matricularse. No lo hizo. Ella quería ser secretaria.

Y fue una excelente secretaria, cuando dejaba un empleo tenían que remplazarla con tres personas, tomaba decisiones aplicando las pautas que nos inculcó papá. Franca, leal, responsable, solidaria, efectiva, honesta, valiente, generosa, pragmática, infatigable, incorruptible. No vacilaba en soltar una buena lisura cuando era necesario y no soportaba intrigas ni  hipocresías.

Aunque nos adorábamos la diferencia de edad entre nosotras no nos permitió compartirlo todo, abrir juntas las ventanas de la vida, descorrer sus misterios, ser cómplices de travesuras.

Le encantaban las bodas y cuando vivíamos con mis tíos Eda y Raúl, todos los domingos íbamos a misa en tranvía y Armida nos obligaba a escuchar al menos tres misas seguidas, solo para que ella pudiera ver a las novias. Cuando soñábamos con nuestra casa propia Armi escogía para su futuro dormitorio fotos de camas de bronce dorado con dosel medieval y mosquitero, para pegarlas en el álbum familiar de nuestros sueños.

Su vida sentimental no fue el cuento de hadas que merecía mi maga pero, como se fue a vivir fuera de Lima y jamás se quejó ni pidió ayuda, nunca supimos los detalles ni cuánto sufrió.

Ambas seguimos caminos diferentes, nuestras filosofías a veces eran antagónicas, pero nunca afectaron nuestro cariño. Admiré siempre su capacidad de comprender los errores de las personas que le hacían daño y su hidalguía para perdonarlas. Yo no puedo hacerlo.

La vida nos dio la oportunidad de zurcir algunos desencuentros y compartir alegrías, incertidumbres, confidencias y diabluras. Armida siempre supo que contaba conmigo y yo con ella. Ambas echamos mucho de menos a papá con sus sabios consejos, su capacidad de leer entre líneas, sus sólidos principios morales. Armida es quien más se le pareció.

Afortunadamente, antes de dejarnos, Armi conoció a Mateo, su primer nieto y me gustaría pensar que tal vez no conoció a Nara, su primera nieta, porque la vida trata de disculparse por llevarse a mi hermanita tan pronto y nos la envía de vuelta convertida en otra sabia maga para que esta vez sea muy feliz.

En marzo mi maga habría cumplido 60 años de edad y este 31 de julio cumple un año de fallecida. Repasando recuerdos, viendo viejas fotografías descubro una nube triste en sus ojos color granadilla, un velo de orfandad en su gesto desafiante. En su enorme dignidad noto una fisura, que debió haber sido llenada con más amor, para que la felicidad fuera la pátina de su sonrisa franca.

Y hoy, con mi habitual lentitud, recién me percato de la odisea que vivió esa niña por haber sido la segunda hija y por haber sido una ‘chancleta’.

 

18 de julio 2014 Yolanda Sala Báez

 


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El Peor Momento de mi Vida

El peor momento de mi vida

¡Tenía una entrevista! ¡Era una de las tres finalistas para la beca de estudios en Lovaina! Había estudiado 20 horas diarias durante tres meses, di el examen, esperé ansiosamente el resultado cuatro meses y ahora solo faltaba esa entrevista.
Respiré hondo y organicé mis ideas.
Primero debía actualizar mi pasaporte, necesitaba una maleta, tenía que comprar ropa de abrigo: en Bélgica sí hace frío. ¿Botas? Ah sí, mi prima Ada calza igual que yo y ha estado recientemente en Europa.
Fui a su casa y le conté la buena noticia. Adita se alegró y, entusiasmada, me prestó su maleta, un casacón y las botas.
-¿Cuándo es tu entrevista en la Embajada?
– El viernes a las 10 a.m.
– Entonces tienes que ir a la peluquería mañana jueves. Tendrás que vestirte elegante pero sin muchos adornos. Cuando salgas de la peluquería ven para que te dé el visto bueno, y veremos qué más necesitarás.
El jueves, a la salida del trabajo fui donde Sergio que se tomó un par de horas tratando de armar un peinado lacio y sobrio domando mi pelambre de palmera zarandeada en un vendaval.
Llegué donde Adita a las ocho de la noche. Su casa estaba a oscuras.
Toqué el timbre por inercia, pues supuse que habría olvidado nuestra cita. Me apenó pero también pensé que así tendría más tiempo para descansar y estar regia para la entrevista.
Justo cuando iba a retirarme la puerta se abrió. Todas las luces se encendieron y las 15 amigas más queridas que yo tenía gritaron: ¡SORPRESA!
Bebimos de todo, cada una de mis 15 amigas hizo un brindis especial conmigo, exigiéndome tomar a la moda del Callao.
Bailamos, reímos, cantamos y, a gritos, rememoramos muchas anécdotas de nuestra adolescencia.
A las tres de la madrugada llegó el serenazgo. Dos policías y un gringo viejo en piyama nos exigieron silencio. Adita se puso furiosa, a gritos y empujones trató de sacarlos a la calle.
El gringo viejo intervino enérgicamente con tal puntería que su dedo índice se clavó en mi seno derecho.
Yo chillé: ¡Gringo depravado! Y le tiré un tremendo puñete que me dejó doliendo la mano y su quijada sonó como una olla de barro que caía despedazándose.
Los policías me llevaron a la comisaría y pasé las horas siguientes llamando a mis primos abogados y a mi tío, el fiscal. Llegué a mi casa a las 9.15 de la mañana.
Apenas pude lavarme la cara y cambiarme de ropa. Salí a toda velocidad a la embajada de Bélgica para mi entrevista.
A las 10.05 me abrieron la puerta del despacho donde se decidiría si yo sería la afortunada becaria.
Me erguí, esbocé mi mejor sonrisa y saludé al funcionario estirando mi mano.
El gringo viejo no me devolvió el saludo y su mano, en vez de estrechar formalmente la mía, acarició el yeso que envolvía su quijada.

Diciembre de 2013 Yolanda Sala Báez


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Para comer pescado

Para comer pescado …

Estaba en Atenas, cuna de la democracia y de los filósofos. En su mente Natividad había implantado la gran capital griega- presidida por la Acrópolis, reflejo del Olimpo – al pie de una montaña al menos tan elevada como las de Ticlio.
Ver la colina menuda con sus columnas de proporciones modestas la decepcionó.
– Ha sido tan efectivo el imaginario impuesto por los minúsculos reinos imperiales europeos que aún hoy nos inclinamos ante su supuesta superioridad – terminó de leer el artículo sociológico y lo guardó junto con su cámara al fondo de la mochila.
Realizó su recorrido peripatético por la ciudad, que olía a cordero con laurel, ajo, cebolla y miel. Por la noche se entrenzó con griegos y turistas en la alegre colina que lleva al Partenón donde pequeños locales, iluminados con farolitos, salpicaban en cada escalón distintos acordes ingenuos y festivos, danzados solo por hombres y ella los atisbaba esperando encontrarse con Zorba en algún círculo de bailarines. Las callecitas angostas, las plazas amplias, los buses cómodos, todo estaba muy limpio.
Sí, le gustaba Atenas.
El paseo de dos días le reveló que Atenas tenía además dos grandes atractivos.
El primero: que era una ciudad viva. Y joven. Y contestataria.
Sprays de tonos indignados habían tatuado graffitis en todos los bancos y cajeros automáticos.
Mayúsculos textos vestían de rojo las venerables columnas de la universidad y las fachadas de los edificios públicos, acusados seguramente de albergar a los cómplices de los únicos nombres escritos en inglés: Wall Street y WorldBank.
Las sirenas policiales aullaban, gritos enérgicos de muchachos con pasamontañas o mascarillas las repelían, piedras lanzadas con hondas repicaban en cascos, los policías huían. Los chicos bailaban.
El segundo atractivo que la deslumbró fue la apostura de los griegos.
-¡No hay griegos feos!- Enunció a modo de axioma, poniéndose la mano en el pecho y decidida a no seguir abriendo la boca con admiración cada vez que viera un hombre guapo.
El rugido de sus tripas le recordó que era hora de almorzar y entró en la primera fondita que no olía a cordero. Olía a pescado y pidió, por precaución, el que costaba más.
Estaba demasiado aderezado pero tenía hambres atrasadas y dejó vacío el plato.
Bebió un café pastoso y tibio, visitó un museo y regresó a su hotel.
Al despertar no pudo abrir los ojos.
Los párpados los sentía como si fueran dos orzuelos ballenezcos. Toda ella se sentía como un pez globo.
Salió tanteando las paredes y casi a ciegas cruzó la pista para ir a la farmacia.
Allí el boticario (otro churro según pudo percibir por el hilo de luz que le dejaba el sacha-orzuelo) le habló en griego.
Podía haberle hablado en arameo o en chino porque ella no entendió nada.
Nati le preguntó con su mejor acento de Oxford si él hablaba inglés y el churro le respondió en francés que algo entendía del idioma “de la France”. Así que Nati hurgó las tenues memorias de su infancia en el colegio de monjas francesas de Lima y trató de explicarle al greco Brad Pitt que tal vez ella estaba así por una reacción alérgica producida por comer pescados extraños (- No vaya a pensar que las peruanas somos así de monstruosas – se dijo).
Enfatizó la palabra poisson (pescado) porque lo poco que nunca olvidó del francés fue que poison, con una sola ese, significaba veneno.
Repitió la explicación en varias frases apelando a sus débiles recuerdos de la odiada gramática francesa. Además usó ese tonito soberbio e hipermodulado que se usa para disimular la ignorancia cuando no se habla bien otro idioma, o cuando uno se siente incómodo hablando con sorditos o lelitos.
Brad Pitt, que había mirado estupefacto los esfuerzos de la pez globo por pronunciar las “egges”, le respondió con el mismo tonito condescendiente y apeló a los gestos para decirle que para el pescado (y su forma de pronunciar poisson era una invitación al beso) lo mejor era que tomara el líquido marrón que había en ese frasco, y que bebiera no una, sino dos cucharadas antes de las comidas.
Obediente, Nati regresó al hotel y tomó dos enormes sorbos de la pócima, con su yapita por si acaso.
El resultado fue vergonzoso. Los mozos del restaurante del hotel, reforzados por el maître, le prohibieron hacer la enésima visita al buffet que ella solita había devorado, sin mencionar las cuatro canastas de pan que comió apurada, cuanto más comía más hambre sentía.
La ambulancia retiró a Nati del hotel en horas de la madrugada. El cónsul que la visitó en el hospital esclareció los hechos, reproduciendo las conversaciones minuciosamente, así Nati pudo comprender lo que había sucedido.
En vez de explicarle a Brad Pitt que su probable alergia era “por comer pescado” ella le había dicho insistentemente en francés que necesitaba algo “para comer pescado” y Brad le prescribió su jarabe más potente para abrir el apetito.
Estuvo tan grave que acabaron por evacuarla en otra ambulancia al aeropuerto. La ventana de atrás estaba decorada con sprays indignados: el logotipo de McDonald’s iba unido a una calavera con dos tibias cruzadas.
– ¡Y eso que no comí hamburguesa! Dijo sonriente. – ¡Hasta la vista, Brad Pit! ¡I’ll be back!”

Yolanda Sala Báez Noviembre 2013