La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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El Terremoto de 1940 en Lima

El terremoto del 40

 

—¡Maruja, regresa a tu asiento! —ordenó furiosa la monja. Maruja era lo que hoy denominamos una niña hiperactiva, pero en 1940 Maruja era una pesadilla que alteraba la sacrosanta disciplina del colegio.

La tercera vez que Maruja se alejó de su carpeta, mère Sophie la sentó de un empellón en la silla de castigo que había en un rincón y ató las tiras del mandil rosado de la niña al respaldar del incómodo asiento.

La monja reanudó la clase obligando a las alumnas a repetir varias veces la tabla del ocho. Cuando estaban en 8 x 5 = 40 un murmullo invadió el aula, se transformó en un dilatado rugido y el piso empezó a sacudirse. Ruido y movimiento se combinaron ampliando su intensidad y duración y remeciendo el salón en oleadas.

Estaban en el tercer piso de un vetusto edificio en el centro de Lima y la monja francesa nunca había vivido un temblor. Salió despavorida y tras ella corrieron las alumnas pegando de alaridos y llorando.

En el rincón se quedó Maruja, con los ojos desorbitados e intentando frenéticamente zafarse de sus ataduras.

La única que se acordó de Maruja fue Eda, la mejor alumna del salón y – afortunadamente para Maruja – también la más serena.

Eda intentó desatar a Maruja pero tuvo que actuar con energía porque Maruja estaba enloquecida: se sacudía, maldecía y pateaba como una fiera.

Cuando por fin la liberó, Maruja arrancó a correr hacia las angostas escaleras y vio horrorizada la interminable multitud de cabezas morenas y mandiles rosados que, entremezclados con los hábitos y tocas de las monjas evocaban bandadas de gaviotas revoloteando entre rosas.

Eda notó el brillo en los ojos desquiciados de Maruja y agradeció haber crecido entre primos y hermanos hombres con quienes resolvía desacuerdos a brazo partido. Logró controlarla aplicando toda su fuerza y su don de mando.

Al ver las escaleras saturadas Maruja intentó lanzarse desde el muro del corredor del tercer piso pero Eda la detuvo, le aplicó una llave, la tumbó en el suelo y se sentó encima de la aterrorizada niña. Cuando notó que ya respiraba casi con normalidad, le permitió ponerse de pie y bajaron juntas los escalones.

No era tarea fácil, el edificio se mecía como un velero en plena tormenta, las ventanas estallaban, las claraboyas crujían y los muros se iban surcando de cicatrices, rasgados por un sísmico león que no dejaba de rugir.

En el patio principal algunas monjas intentaban poner orden entre las alumnas y cuatro religiosas, como abejas obreras, atendían a la abeja reina: mère Sophie, que había sufrido un desfallecimiento.

Al volver en sí la francesa se encontró con la mirada iracunda de Eda que le encajó una pregunta:

Mére Sophie, ¿dónde está Maruja?

La monja levantó los ojos y vio que ya no había aulas en el tercer piso, solo escombros. Se puso lívida, carraspeó y repuso:

—¡Pobre niña! ¡Era la voluntad de Dios! ¡El Señor tiene oscuros designios!

Oscuros quedaron los ojos de Mére Sophie cuando Eda terminó de descargarle sendos puñetazos.

 

Mayo 2014 Yolanda Sala Báez

 


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Las Orozco

Las Orozco

 

A las mujeres de la familia Orozco las hacen con un material especial. Son magras en carnes, en estatura y en palabras. Son sumamente hacendosas y multifacéticas, pero como todo lo hacen con silenciosa eficiencia nadie les reconoce la autoría del ambiente grato, cordial, saludable y confortable que ellas tejen, como un edredón de estrellas, día a día en sus hogares.

Una de esas mujeres es mi prima Sarita. Trabajadora, enérgica, solidaria y positiva. Es la arañita laboriosa que enlaza con su sonrisa, su generosa compañía y su inagotable curiosidad histórica a todos los Orozco. Sigue las huellas del tío Patuto que hurgó hasta encontrar el pueblo vasco de Orozko, y pacientemente ha armado el árbol genealógico de la familia.

Sara ha indagado los orígenes del valle de Santa Eulalia, donde se asentaron nuestros antepasados y ha tendido un puente intergeneracional que cada día surca más países y une a más parientes.

Devota de la Virgen del Carmen prosigue la tradición que iniciara mi Mamima Justina y que continuaran mis tías Manuela, Raquel e Irma, promoviendo el ritual de revisar el  ajuar de la Virgen del Carmen. Esa imagen la hizo traer de España, en el siglo XIX, nuestro bisabuelo don Pedro Orozco y todos los años, en Julio, una alegre bandada de primas constata el estado en que se encuentran las prendas, las limpian y las reparan amorosamente. Sacan de su fina envoltura y airean vestidos, pelucas donadas por devotas, las joyas, los milagros de plata  y demás parafernalia de la Virgen y su niño. Enternecen las pequeñas ojotas de plata del niño y las delicadas enaguas bordadas de la madre.

Meticulosa, Sarita hace las anotaciones del caso y las asistentes a ese femenino cónclave firman el acta.

Y es que de raza le viene al galgo:

Hace unos meses Sarita llamó a Chosica a su mamá de 90 años, a la hora del almuerzo como acostumbra. Pero en vez de oír la voz de su madre, le contestó el teléfono una prima suya:

—¿Quién es?

—Soy Sara, Chavela ¿eres tú?

—Sí, estoy acá, pero no te preocupes, ya llegó la policía.

—¿La policía? ¿Qué ha pasado? ¿Y mi mamá?

—Unos  delincuentes se han metido en la quinta, están armados, tengo que irme. Chau —apurada Chavela  colgó el teléfono.

Alarmadísima, Sarita llamó a su hermano que también vive en Chosica, quien salió en auto de inmediato y llegó al barrio de la tía Martita. Sorteó con dificultad a la muchedumbre. La calle estaba saturada de periodistas, patrulleros, curiosos y policías con perros.

Y ahí estaba su anciana madre: frágil, recientemente operada de la vista, apoyada en su bastón, vestida de negro,  y diciéndole al oficial de policía:

—Para salir del corral donde se han escondido esos ladrones tienen que saltar un muro. Haga que sus hombres se dividan en dos grupos para que los rodeen, y el resto, los que están con los perros, que los esperen en la calle del Puente. ¡Ah! —agregó la dulce anciana —que les disparen pero solo a las piernas para que no se escapen, ¿Me entendió?

—¡Claro que sí, señora! —se cuadró el oficial. —Ya escucharon, muchachos, ¡marchen!

 

25 de mayo 2014 Yolanda Sala Báez

 


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La abuela escritora

La abuela escritora

 Harta de tantas intromisiones, bien intencionadas algunas: “Mamá ¿todavía no te has hecho tus análisis?”  “¡Pero Madre, si te han prohibido los chocolates!” Mal intencionadas otras: “Pero suegrita, ¡por favor! ¿Cómo se le ocurre ponerse ese pantalón, a su edad?”

Cansada de que sus hijos le encarguen el cuidado de los nietos para irse a jaranear y de que los nietos adolescentes dispongan de sus cosas: “¡’ta vieja no te amargues, si ese collar nunca lo usas y a Jezenia le gustó!” Teresa organizó una escapada.

Les comunicó a sus hijos que se iba a una cura de descanso con su prima Haydee. Sol, baños termales, comida sana…

— ¿Y cuándo regresas?

—Cuando regrese. Serán unas saludables vacaciones para todos. — Lanzó un beso colectivo al aire y se marchó.

En realidad se fue con Félix, un guapo profesor jubilado, a quien conoció en las tertulias bailables del club Alegría Otoñal. Se hospedaron en una simpática pensión sin grandes pretensiones, en una pequeña caleta solo frecuentada por viejos pescadores, surfistas serios y caminantes disciplinados.

Mientras Félix hacía su siesta reglamentaria, Teresa ocupó sus tardes en la laptop de tercera mano desechada por sus nietos. Volcó en una novela sus cóleras silenciadas y sus quejas pendientes. El resultado fue una catarsis biliosa impublicable, pero el ejercicio le sirvió para limpiarse el alma.

Una vez liberada de sus demonios Teresa se abrió plenamente a la vida. Iba con Félix al mercado, nadaban, se tomaban una cervecita y dormitaban en la playa, reían, caminaban por la orilla del mar al atardecer, bailaban, leían y comentaban sus lecturas, se amaban.

Félix y Teresa acordaron explorarse, descubrir sus fantasías más ocultas y ponerlas en práctica sin tapujos. Pero decirlo era más fácil que hacerlo.

—No tenemos 50 años por delante —animaba Félix.

—Sí, tienes razón, o lo hacemos ahora o no lo haremos nunca —replicaba Teresa para darse valor.

Y dio resultado… Desarrollaron una relación tan intensa y tan hermosa que Félix, ruborizándose, admitió una noche como, al comienzo de esa nueva etapa de su vida como pareja, se había sentido cohibido porque temía que su cuerpo, despojado de elasticidad por los años, le resultara ofensivo a Teresa.

—Comprendo muy bien lo que sentías  —respondió Teresa —A mí me cuelgan pliegues flácidos y tengo el cuerpo vestido con arrugas, como los elefantes. Pero en vez de avergonzarme pienso que los africanos, que son tan grandes estetas, les rinden culto a esos sabios animales y me digo: “¡Por algo será!”.

Superadas las últimas barreras, Teresa fabuló su amor con Félix y el resultado fue una novela de 480 páginas que ganó el Concurso de Novela Casa de Las Américas.

“La gran elefanta” fue llevada un año después al cine, protagonizada por Sean Connery y Merryll Streep.

Teresa le envió a su nuera una foto, tomada durante el estreno del film, en la cual Sean Connery le susurraba algo travieso a la gran escritora.

 

Febrero 2014 Yolanda Sala Báez

 


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Visitas Inesperadas

Visitas Inesperadas

 

Sonó el timbre  y miré el reloj: eran las once de la mañana y no esperábamos visitas.

Milady, curiosa, me ordenó:

— ¡Abre la puerta! —Y yo obedecí.

Ante mi departamento se encontraban cuatro jóvenes. Dos punks, pelo al rape, uno de ellos con mechones púrpura y el otro anaranjados. Los dos llenos de tatuajes. Las otras lucían rastas amarradas con interminables cintas de colores fosforescentes.

A sus pies un par de bultos atados con sogas verdes.

— ¡Hola! —saludaron al unísono los punkis.

— ¡Sorpresa! —chillaron las rastas.

—Te marchaste de Bélgica sin despedirte… —reclamó el punk morado.

—Tú nos alimentabas, nos ayudabas, contábamos contigo y te fuiste sin avisarnos —protestó malhumorado el anaranjado.

—Tu esposo nos daba algo de vez en cuando… —contemporizó una de las rastas.

— ¡Pero también desapareció, la casa quedó vacía y nadie nos dijo nada! —completó su compañera.

—Y llegó el invierno

—y llovía

—nadie nos informó…

—Así que recordamos todo lo que nos contaste sobre este paraíso que tanto  añorabas —dijo, positiva la más alta de las rastas.

—Y le pedimos al simpático cartero que nos diera tu dirección. —Agregó orgulloso el punk morado.

— ¡Y aquí estamos! ¡Voilà! —gritaron todos a coro.

Entonces Milady se irguió altiva, barrió a los cuatro advenedizos con su único ojo azul y dictaminó rotundamente:

— ¡Eso sí que no! Ni hablar, ¡aquí no entra nadie más!

— ¡Pero no tenemos quien se ocupe de nosotros, como lo hacía ella en Bélgica! ¡Fue ella quien nos acostumbró! ¡Alguien tiene que atendernos!

—Muy bien, entonces váyanse al Parque Kennedy, está muy cerca de aquí, y pídanle auxilio a los voluntarios de “Los Gatos de Miraflores”. Ahí los ayudarán.

Los cuatro se miraron, movieron con mucho disgusto sus peludas colas y se dirigieron hacia la escalera.

Milady se frotó contra mis piernas, ronroneó, me premió con un dulce prrmiau prrr prrr y de un caderazo cerró la puerta maullando: — ¡Habráse visto…!

 

17 de mayo 2014                                         Yolanda Sala Báez

 

 


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Comparando velatorios

COMPARANDO VELATORIOS

«Lo que se lleva de esta vida

Es la vida que se lleva«

 

        Cuando falleció mi tío Raúl, tras una larga enfermedad, en Lima todavía podíamos acompañar toda la noche a nuestros difuntos. Era 1983, el movimiento maoísta Sendero Luminoso acababa de asesinar a 69 miembros de las rondas campesinas en un pueblo de Ayacucho e  intensificaba sus atentados con apagones y crímenes selectivos en las ciudades. En 25 años esta guerra civil produjo alrededor de 70 mil muertos, el 80% de los cuales eran indígenas de comunidades campesinas situadas en áreas de gran riqueza mineral.  En Lima y otras ciudades cundía el pánico pues los primeros en protegerse contra los atentados eran los policías y los civiles quedábamos a oscuras, a merced de los terroristas y preguntándonos dónde estallaría la próxima torre de transmisión eléctrica o el próximo banco. El gobierno impuso el toque de queda.

        Por ese motivo, el día que velamos a mi tío Raúl nos permitieron permanecer en el velatorio, pero encerrados con un pestillo que únicamente se abría por fuera y no pudimos salir hasta las  nueve de la mañana del día siguiente. Quedamos aislados del miedo y de la violencia para despedir a nuestro querido tío.

Estábamos solo los familiares más cercanos y como mi tío no tuvo hijos los sobrinos acompañamos a mi tía Eda, su viuda.

Cuando uno ama a una persona y la ve sufrir postrada más de dos años con una enfermedad insidiosa e incurable, descubre que la muerte puede ser un descanso que aplaca la pena.  Los males tan largos solo tienen un lado positivo: nos ayudan a prepararnos para el desenlace.

Mi tía Eda y sus hermanas eran muy unidas y solíamos reunirnos en su casa todos los sábados. A mi tío Raúl le encantaba la música y nosotros tenemos pasión por el baile, posiblemente debido en parte a los ancestros dominicanos. Así se explica que prácticamente todas nuestras reuniones terminaran en bailes familiares.

De manera que en el velatorio olvidamos los atentados y recordamos esas tardes felices, las anécdotas de nuestro tío fumador que iba poniendo disimuladamente platitos, vasos, servilletas, y saleros delante suyo para ocultar las quemaduras que provocaba su cigarro sin filtro en el mantel. Evocamos los bellos fines de semana que nos organizaba, en invierno con picnics en la sierra de Lima o en primavera con paseos a la costa norte, a almorzar comida china en Huacho para celebrar sus cumpleaños.

Esa noche todas las cuñadas y las sobrinas nos acercamos al ataúd,  acariciamos el cabello, la frente y las manos de nuestro tío, lo recordamos con admiración y mi tía Eda pudo despedirse del amor de su vida, con ternura y dulces palabras, como debe ser.

Nadie durmió. Toda la noche hablamos, comimos unos bocadillos, hasta cantamos las canciones favoritas de mi tío y lo imitamos cuando bailaba su cumbia predilecta: La Burrita y un par de zambas argentinas.

Mi tío fue un hombre muy bueno y un día nos confesó que su niñez fue dura y triste, pero mi tía y su familia le habían dado a conocer la alegría. Mi tío Raúl tenía siete años de edad cuando murió su padre  en la selva de Madre de Dios y él vino con su madre a Lima donde trabajó como peón de construcción. A los 14 se enroló de soldado voluntario en el ejército. Así obtuvo documentos de identidad, aprendió a leer y a escribir y se hizo de un oficio. Cuando se creó la escuela de oficiales de aviación dio el examen de admisión e ingresó  a la Fuerza Aérea.

Se casó con mi tía Eda cuando terminó de costearles los estudios a todos sus hermanos; para entonces ya era capitán. Raúl y Eda formaron la pareja más feliz que he conocido, jamás discutieron y, aunque la vida no les dio hijos, repartieron su terneza con generosidad entre todos nosotros. Los años más gratos de mi infancia los viví con ellos. La imagen más nítida que conservo es la de mis tíos bailando una zamba argentina y el velatorio de mi tío Raúl perdura en mi corazón.

        Unos quince años después la vida me llevó a Europa, a una pequeña ciudad de Flandes donde habitaba mi nuevo esposo. Fue un cambio total: en esa cultura aprendimos que hablar muy alto podía ser de mal gusto y sonreír en la calle podía resultar ofensivo. Cuando mi hija y yo conversábamos en el tren en nuestro idioma despertábamos recelo y si nos reíamos la hostilidad cundía patente.

A pocos meses de nuestra llegada falleció el padrino de mi esposo (sin que hubiera vinculación entre nuestra llegada y su deceso). Él y su esposa habían hecho fortuna transformando  su pequeño taller familiar de chocolates en una fábrica moderna. Según mis cuñados, el padrino enfermó de diabetes cuando la fábrica entró en crisis. Según mis cuñadas, la fábrica lo enfermó de diabetes y su quiebra le ocasionó la crisis mortal.

La muerte del padrino hizo que mi hija de 14 años y yo descubriéramos las diferencias que había en los velatorios entre nuestra cultura y la de mi esposo.

Llegó a casa un sobre enmarcado en negro y en su interior una carta muy formal con todo un programa de actividades;  en Lima, en cambio, apenas teníamos tiempo para comunicar el deceso por teléfono a los más íntimos y ellos corrían la voz. Dependiendo de la hora del fallecimiento, en el Perú se publicaba un aviso en el diario y el velatorio duraba máximo un día y medio, después se celebraba la misa y de ahí salía la comitiva al cementerio. El velatorio siempre era muy concurrido, la sala se llenaba de flores y las conversaciones eran muy animadas pues, por la vida agitada que llevábamos, muchos familiares sólo nos veíamos en bodas o funerales. Los visitantes formaban grupos, departían y se quedaban muchas horas con los deudos.

En la participación al velatorio de Flandes había varias alternativas para presentar las condolencias y acompañar a la viuda. Podíamos ir una tarde a una sala de velatorios entre las 18.30 y las 20.00 horas o podíamos ir a la misa de cuerpo presente al día siguiente de 12.30 a 13.15 y/o podíamos acompañar a los familiares a un refrigerio de 13.30 a 15.00 y/o podíamos ir al cementerio a las 16.00 horas.

Le pregunté a mi esposo cómo se habían dado el tiempo de armar el programa con tanto detalle, elaborado elegantemente en una imprenta con poemas y fotos. Me explicó que el padrino había fallecido 15 días antes y habían coordinado las agendas de los familiares para que todos estuvieran presentes. Extrañada le pregunté:

-¿Y dónde estuvo esos 15 días tu padrino?

– En el freezer, lógicamente.

          Al recuperarme de mi sorpresa cotejamos nuestras agendas y acordamos que mi esposo asistiría a la misa y yo iría con mi hija al velatorio de las 18.30. Fuimos después de nuestras clases pero olvidé llevar la tarjeta con los detalles y, aunque sabía que el finado se llamaba Robert, del apellido sólo recordaba que exigía sonidos guturales e impronunciables.

        El velatorio se celebraba silenciosamente en un fino local dedicado a este propósito y convenientemente situado frente a la iglesia. Preguntamos al empleado del edificio por la sala donde velaban al señor Robert.

        Nunca imaginamos que el nombre fuera tan común.  Como en la ciudad hay muchos ancianos, también hay muchas defunciones. De los diez velatorios que se celebraban ese día en ese edificio entre las 18:30 y las 20:00 horas (hora exacta), seis eran de caballeros flamencos llamados Robert.

        Agravaba esta situación el hecho de que la viuda, que sí conocíamos, no se hallaría presente por órdenes del doctor. Sin embargo sabíamos que a Robert lo acompañarían su nuera y sus nietos a quienes nunca habíamos visto.

        Nos armamos de valor y entramos a la primera sala ordenándonos disciplinadamente en la fila formada por unas seis personas. Al entrar firmamos un cuaderno. Compungidas y ceremoniosas, abrigadas con nuestros ponchos, saludamos en inglés a los deudos belgas que nos miraron extrañados. Nos acercamos al féretro donde yacía un caballero calvo, narigón y azulado. Por encima del ataúd mi hija y yo intercambiamos miradas sorprendidas; en español dijimos: “No, éste no es”, y nos retiramos lo más discreta y educadamente posible.

        El empleado del local nos condujo por el pasillo a otra sala donde dos viejitas solemnes se hallaban sentadas a ambos lados de una camilla donde reposaba un gordito incoloro parecido a Papa Noel. No había otras personas aguardando así que firmamos el cuaderno, expresamos nuevamente nuestras condolencias sacudimos la cabeza apesadumbradas y dijimos: “No, éste tampoco es” y salimos lentamente, dejando estupefactas a las canosas flamencas.

        Obstinadas continuamos el recorrido. Encontramos un Robert cuyo nieto más joven, de unos nueve años, lloraba y lo abrazamos con cariño. Para nuestra sorpresa todos sus otros familiares nos abrazaron con tanta fuerza que fue difícil retirarnos. Dos veces más hicimos cola, firmamos el cuaderno, estrechamos formalmente la mano de desconocidos, nos acercamos cautelosas al cadáver del Robert de turno, afligidas admitimos “No, éste tampoco es” y nos alejamos, sumiendo a los deudos en un mar de interrogantes:

        – Pero ¿¡quiénes son estas mujeres!? ¿Qué relación puede haber habido entre nuestro pariente y estas latinas? ¿Y la jovencita? ¿Será fruto de una relación clandestina de nuestro Robert?

        Ajenas al terremoto de sospechas que íbamos provocando con nuestras breves visitas, proseguimos tenaces la pesquisa hasta que dimos con el padrino Robert. Lamentablemente, como sus nietos tampoco nos conocían, los dejamos igualmente perplejos y les sembramos la misma incertidumbre.

Nosotras, en cambio,  volvimos a casa satisfechas de haber visto cómo eran los velatorios en Flandes y de haber cumplido correctamente con los deberes sociales en nuestro nuevo hogar.

 

Mayo 2014-05-15                                Yolanda Sala Báez