La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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Cumpleaños de una Mariposa

Haciendo un arqueo de textos para mi novela, encontré esta nota que escribí para mi hija, cuando yo vivía en Bélgica y ella en Argentina.

Ojalá les guste porque mis sentimientos no han variado. Y dice así:

Una señora peruana que vive en Bélgica, quiere comunicarse con una señorita peruana residente en Buenos Aires, porque esa jovencita, dentro de muy pocas horas, se convertirá en una mariposa tornasolada de 24 años.

Si cada año fuera una hora, esa hora tendría los  minutos más fulgurantes del mundo

y cada segundo traería envuelta, en una gasa  de nácar de perlas, una gota de rocío

de aquéllas que parecen lanzar un adiós primero y un hola después,

una promesa de vida para las plantas, un momento de solaz para las aves,

una garantía de fuerza para otras mariposas.

Y hoy miraba en la piscina amarilla del jardín flamenco a las dos palomas que retozaban juntas, mojando sus alas y luego acercando sus picos, mirándose con la profundidad del amor a la velocidad que la supervivencia les dicta y pensaba que así nos queremos tú y yo.

A veces el tiempo nos gana, corremos, nos enredan la vida y sus quehaceres, pero basta un segundo en línea, un minuto en chat para que lleguemos de inmediato a lo más profundo de nuestra preocupación: tu felicidad para mí, mi salud para ti.

Y eso es amor gatita: el amor de una madre y una hija

de una amiga que envejece en la vieja Europa y de una amiga que florece en la joven América Latina

que ambas esperamos sea realmente joven, llena de oportunidades iguales para todos,

donde florezcan muchas otras mariposas multicolores y solidarias

bellas por fuera y sobre todo por dentro

como tú, mi amor

que cumplas estos 24 años rodeada de amor, del respeto y de la admiración que mereces.

tu viejita,

Yolanda (mom)

 

Bélgica setiembre 2008


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EL FUERTE Y LAS ELECCIONES

EL FUERTE BREENDONK

—¿Te sientes bien mamita? —me tomó preocupada las manos —tienes las manos muy frías …

—Estoy conmocionada, hijita, hoy fuimos con Bert al Fuerte Breendonk. ¿Ubicas ese lugar donde hay una estatua de un hombre casi en cuclillas, en la carretera que viene de Bruselas a Flandes? —le detallé ante su gesto interrogante.

—¡Ah, sí! ése que está con una rodilla apoyada en el piso y la otra no, sí, lo veo cuando vamos en el bus al colegio y me gusta su expresión altiva, ¿qué hay en ese lugar?

—Estuvimos dentro. Es aleccionador visitar un verdadero campo de concentración, especialmente al día siguiente de las elecciones que hubo aquí en Bélgica.

— ¿Un campo de concentración, en esos prados? ¿Rodeado de campos floridos, preciosas lagunitas y pintorescos bosquecitos? ¡No lo puedo creer!

—Te asombrarás mucho más cuando lo visites. Con sólo cruzar el foso todo cambia, sientes que te impregna una congoja tremenda. Todo el perímetro está cercado con anillos de alambre de púas. Ese fuerte lo construyeron los propios prisioneros, hambreados y torturados por el nazismo.

— ¿Era un campo de exterminio de judíos?

—Muy pocos eran judíos, ahí estuvieron 5000 hombres detenidos por militar en la resistencia, la mayoría eran flamencos, casi todos comunistas, pero también había anarquistas y antifascistas. Más de 1500 murieron de hambre y por malos tratos, su crimen fue luchar por la libertad de pensamiento.

—¿La visita era guiada? ¿Tuviste guía en inglés?

—Al ingresar te dan una grabadora portátil con explicaciones en varios idiomas y además, en los calabozos y salas de tortura, hay vídeos subtitulados en varios idiomas. En uno de esos videos un sobreviviente narra las atrocidades que les hacían los guardias flamencos fascistas. Cuenta que los alemanes de la SS los tenían que frenar porque eran más crueles con sus compatriotas que los propios germanos. Pero eso no fue lo peor hijita.

—¿Qué puede ser peor que eso?

—Que cuando estábamos en la sala de torturas entró una familia joven: el padre, la madre, un bebe en coche y tres chicos, como de unos 7, 9 y 14 años. Los muchachitos, todos varones, corrían, saltaban, se perseguían por los cuartos en que durmieron los detenidos, inmunes por completo a esa sensación angustiosa que han dejado ahí los prisioneros que vivieron llenos de piojos, respirando una humedad fétida y oyendo los gritos de padecimiento de sus compañeros torturados.

—¡Qué falta de respeto! ¿Y los empleados no les llamaron la atención?

—No había ninguno, aunque había cámaras de vídeo en todas partes.

Big Brother of course

—Sí, y la algarabía de esa familia no nos dejaba escuchar el espantoso relato. Recorrimos alelados este fuerte en el cual profesores, albañiles, campesinos, jovencitos, mujeres, ancianos padecieron lo indecible porque no se sometían a la locura masiva del fascismo y en cambio querían una sociedad justa y solidaria. Las paredes retransmitían su dolor y su agonía, te juro que a mí los poros se me erizaron. ¡La carga de padecimiento era tangible! Ha sido una experiencia traumática pero creo que era necesaria.

—Pobre mamita, qué experiencia tan atroz, con razón te bajó la presión. Pero ¿cómo puedes decir que era necesaria?

—Porque la gente olvida que estas atrocidades ocurrieron, y andan todos pensando en frivolidades, sin darse cuenta de que se pueden repetir. ¡Estamos con una espada de Damocles sobre nuestras amnésicas cabezas! ¡Estamos insensibilizados, hoy mismo las guerras, los refugiados, las invasiones por el petróleo no nos dicen nada, no nos conmueven! Pero no fue sólo esa experiencia lo que me hizo tanto daño. Al salir fuimos a tomar algo en un café vecino al Fuerte. El dueño nos comentó que hace un par de años la televisión hizo un reportaje sobre el Fuerte y entrevistó a los clientes habituales de su café. Casi todos ellos “cabecitas blancas” que durante la ocupación alemana vivían a pocos kilómetros del fuerte. Todos los viejitos entrevistados aseguraron que nunca supieron lo que ahí pasaba, que creían que los presos eran ladrones o asesinos y que nunca oyeron gritos ni nada que les hiciera pensar que los torturaban…

—No hay mejor sordo que el que no quiere oír.

—Pero no todos son así hijita, en la última sala de ese recinto terrible hay un memorial con los nombres de las víctimas que padecieron en el Fuerte Breendonk.

—¿Qué tipo de memorial?

—Una pared de mármol gris con letras doradas donde hay miles de nombres. En ese lugar, con un gesto de amor y de pesar, una mujer recorría con la mano un apellido repetido varias veces.

—Fue a rendirles homenaje a sus familiares seguramente … ¡cuánto sufrimiento!

—Sí, y esa mujer me recordó a mi mamima Justina, la mamá de mi papi. Ella tuvo idéntico gesto, con la misma actitud de reverencia y tristeza cuando fuimos al Reducto de San Juan de Miraflores en Lima.

— ¿Qué cosa es? Nunca lo oí nombrar.

—Tú has salido muy chica del Perú, por eso no fuimos a visitarlo. Sucede que durante la guerra del Salitre que enfrentó a Bolivia, Chile y Perú para beneficiar a los ingleses, el entonces presidente Mariano Ignacio Prado, hizo una colecta nacional para ‘comprar armamento en Europa’ y huyó con el botín. El héroe que sacó la cara y defendió a la patria fue Avelino Cáceres quien creó un ejército de guerrilleros y se enfrentó a los chilenos que llegaron hasta Lima. A pedido de Cáceres, el papá de mi abuelita organizó una montonera en Santa Eulalia y se fue a combatir en el Reducto de San Juan de Miraflores con sus hombres, en 1881.

—¿Ella te contó eso?

—Sí, mi mamima era un hada enciclopédica, sabía miles de historias y temía que al morirse se perdieran para siempre. Por eso yo las anotaba cuando la visitaba durante la semana y la sacaba en mi auto los sábados porque ya casi no podía caminar. Generalmente íbamos a ver el mar, le gustaba ir al Callao, o a algún parque bonito, pero ese día me pidió que fuéramos al Reducto donde luchó su padre. No fue fácil dar con el monumento, yo francamente nunca había estado por ahí, pero preguntando llegamos.

¿Y se emocionó la mamima?

—Sí, estaba muy dolida, porque, igual que esa señora belga, mi abuelita recorrió con su manita dorada, parecida al delicado tronco apergaminado del quechuar, todos los nombres de ese monumento que estaban en orden alfabético.

— ¿Y, lo encontró?

— No encontró el nombre de mi bisabuelo. Pobrecita, sus ojos estaban húmedos. Le expliqué que ese monumento era en honor a los caídos en el combate contra los chilenos, y su papá no murió ahí.

— ¿Ella lo entendió?

—No de muy buena gana, me dijo que no le parecía justo, porque su padre luchó ahí con gran valor, además de haber dedicado muchísimo tiempo, esfuerzo y dinero en organizar la montonera, equipar a los indios de las comunidades que acudieron a su convocatoria, entrenándolos, armándolos y alimentándolos. Y además les pagaba una indemnización con su propio dinero, a los deudos de sus montoneros que fallecieron en la batalla.

—Ella tenía toda la razón mami, su papá fue un héroe, merecía un reconocimiento.

—Sí, pero así es nuestro país, a mi bisabuelo sólo lo recuerda su familia. En cambio el traidor de Prado aparece en todos los libros de historia y ninguno de ellos menciona su crimen. Vivió 21 años en París como un rey y nunca hizo el menor intento de comprar armas para nuestras tropas que peleaban con piedras, hondas, lanzas y ¡hasta con arcabuces! Es más, no sólo nunca castigaron a Prado sino que los peruanos eligieron dos veces presidente a su hijo, que venía de París donde vivió como un príncipe con la plata de la gran colecta nacional …

— ¡Mami, eso no lo sabía! O sea que Alan García, que ha sido un asesino, un mega ladrón, un irresponsable y corrupto que quebró al país y se fugó descaradamente para luego regresar y ser reelegido presidente no es una excepción …

—No hija, parece que será más bien una regla que seguirá Fujimori, no te quepa duda alguna …

—Pero no somos los únicos amnésicos mami ¡los belgas han votado por el nazismo, en pleno siglo XXI!

—Sí hijita, y lo triste es que nadie reacciona, esa familia que permitía que los chicos jugaran en un sitio tan luctuoso es un ejemplo de ello, ¿no crees? Cuando estábamos en ese campo de concentración y llegamos al patio en que fusilaban a los prisioneros, el muchacho de 14 años miró fijamente a su padre y a sus hermanos menores, retrocedió unos pasos, sacó un revólver de juguete y apuntó fríamente a sus cabezas, uno por uno, sonriendo primero y carcajeándose luego.

—¡Es como para que te dé escalofríos mami! No me sorprende que uno de cada tres flamencos haya votado por el fascismo.

Flandes, noviembre 2005                                             Yolanda Sala Báez


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MUDANZA

MUDANZA

A mamá la bautizamos Yesenia cuando se hizo popular, en los años 70, una telenovela sobre una gitana. Y merecido era el nombre porque mi familia se ha mudado 20 veces, que yo recuerde, y parece que el asunto es contagioso.

Yo dejé la casa de mis padres a los 27, y me fui a Pueblo Libre cuando trabajaba de día en Corpac, en el Ministerio de Industria y Turismo, y estudiaba de noche en la ciudad universitaria de San Marcos.

Cuando me casé vivimos en el umbroso y húmedo Barranco y cuando nació mi hijita nos mudamos a lo que había sido la hacienda Higuereta, un barrio grato, soleado y seco.

En 1996, ya divorciada, mi hija y yo nos mudamos a casa de mis padres en San Isidro y dos años después me casé con un belga y vivimos en Flandes 12 años.

El viaje de regreso a las raíces fue la primera mudanza que hice sin ayuda de mi familia.

Si mudar es variar de aspecto, así como los animales mudan su pelaje,  y los adolescentes cambian de voz ¿mudamos acaso nuestros corazones? ¿O sólo transferimos nuestras pertenencias a otro sitio?

En todo caso la mudanza es un motivo para irnos desprendiendo de lo superfluo, de lo innecesario, de lo que ya no nos resulta útil.

Pero  también se presta para darle un repaso a nuestra historia y para volver a abonar nuestra memoria, cada día más frágil y veleidosa.

Releemos cartas, tarjetas, apuntes, poemas. Desempolvamos sonrisas, suspiros, lágrimas. Desenterramos fotografías que probablemente volverán a dormitar en un baúl o en un cajón hasta que alguien tenga el valor o el desamor de botarlas cuando nos entierren.

Los discos, adornos y libros tienen otro trato, rara vez se descartan. Viajan al nuevo hogar para actuar como cortinas que nos escuden o como el capullo que nos protege y nos da identidad en un nuevo territorio. Nos mudamos con bulla y todo.

En Bélgica los ancianos dejan su hogar porque se mueren o porque los internan en institutos geriátricos a esperar la muerte. Sus familiares apenas conservan uno que otro objeto valioso. El resto se lo lleva un camión de la Beneficencia que cobra 100 euros por vaciar la casa. Todos los enseres acopiados y cuidados a lo largo de vidas muy largas van a las tiendas estatales de segunda mano, donde son vendidos a  precios irrisorios.

En esos grandes almacenes, frecuentados por inmigrantes y por belgas pobres, encontramos monturas de anteojos, sombreros, bastones, pequeños trofeos de pesca o petanque, figuritas de biscuit, delicadas latas de chocolates, juegos incompletos de copas, enciclopedias antiguas.

También vemos, arrumados, grandes retratos enmarcados, con rostros solemnes en sepia, que tal vez el día que posaron soñaban perennizarse en los salones de sus biznietos. ¡Si supieran que hoy  compran sus fotografías artísticas sólo por el marco!

Y me pregunto qué hará mi hija con los retratos de mis bisabuelos, con los pecosos recortes que me legó mi abuelita paterna, con las cartas testimoniales y filosóficas de mi papá.

¿Qué hará con sus dientecitos canjeados con el ratón? ¿y con los dientes de leche de mis cachorros que tantos grititos provocaron? ¿y con los mechones sedosos de mis mascotas, que secaron mis lágrimas y que hoy pueblan mi velador para espantar a la soledad?

 

Junio 2014 Yolanda Sala Báez