La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


Deja un comentario

Aprendiendo a Caminar

Aprendiendo a caminar

Y compartiendo una experiencia

 

Les escribo esta  nota con todo mi cariño para comentarles que estoy en manos  de ángeles que me han devuelto la  esperanza y algo de mi independencia. Todxs y cada unx de ustedes me ha demostrado siempre su solidaridad cuando les he contado mis problemas. Ahora quiero compartir con ustedes una hermosa y positiva experiencia.

Sinceramente les confieso que, hasta  hace un par de meses, me iba convenciendo de que los años  que aún me quedan por delante, serían tenebrosos y los pasaría en una silla de ruedas. Perspectiva muy deprimente…

La inactividad me permitió pensar y filosofar:

Aprendemos a caminar en el primer año de vida  y nos cuesta un enorme esfuerzo, que solemos olvidar porque nuestra memoria, en un cerebro que se desarrolla velozmente (recordemos que al cumplir los 5 años de edad ya nuestra inteligencia ha evolucionado en un 75%) y está más concentrada en las sorpresas que nos regala la vida. Abundan los primeros resbalones, caídas, temores a las alturas y a la oscuridad. Guardamos como recuerdo cicatrices, moretones y momentos cargados de vergüenza por el ridículo que hacemos al darnos un sentón en público.

Una vez que superamos ese difícil entrenamiento penetramos en el mundo de los juegos, los deportes, el baile, los paseos y excursiones, dando por sentado de que movilizarnos es un derecho que nos hemos ganado y  que siempre tendremos a nuestra disposición.

Algunxs exploran nuevos hobbies, como escalar montañas, o juegan pelota, practican ciclismo, otros se aficionan al jogging y llegan a participar en maratones internacionales, como mi versátil prima Rossana Sala. Otros, como mis parientes maternos, los Báez, nos prendamos del baile con pasión, mientras que algunos estresados descubren el yoga y las artes marciales, combinando ritmo, movimiento y filosofía. Corremos angustiados en los pasillos de los aeropuertos, nos arrodillamos o sentamos con las piernas cruzadas, nadamos en mares y piscinas, trepamos montañas y cruzamos ríos, saltando inmensas piedras o montamos bicicletas, motos y, los  más afortunados, cabalgan hermosos caballos.

 

Los coleccionistas de plantas e insectos aprenden a subirse a los árboles y hay fotógrafos excepcionales, como mi primo Carlos Sala, que graban para la eternidad paisajes fantásticos, verdaderas obras de arte  que solo se obtienen desplegando fuerza, agilidad y constancia y teniendo el don de ver lo que los demás no vemos… pues tienen la inocencia del alma en los perspicaces ojos.

Los surfistas corren olas gigantescas en esbeltas tablas que desafían el equilibrio natural, otros esquían jalados por veloces lanchas, con tanta pericia que crean cortinas espumosas o surcan  obstáculos como si bailaran un ballet veloz y elegante.

Las amas de casa barren, sacuden y se suben en frágiles banquitos para asear y ordenar las habitaciones, Se empinan cuando cuelgan las sábanas en las azoteas o colocan cortinas, paradas en muebles poco estables.

Hasta que un día, inesperadamente y a traición, nuestras piernas nos fallan. Algunos accidentes ameritan complejas intervenciones. O un imprudente vehículo te atropella y te rompe la cadera, una operación no es bien hecha o una intervención médica es muy tardía y esa desgracia te trae de vuelta a los esfuerzos infantiles de los primeros pasos. Pero si ya pasaste los 50 años la artritis y la artrosis transforman tu vida por completo y lo hacen con dolorosa crueldad…

Descubres el significado de la palabra «limitación», la frustración de no poder obtener con facilidad lo que necesitas a pesar de que se encuentra a escasos centímetros de distancia. En tu casa todo lo que era simple rutina se vuelve un reto, Llegas al teléfono cuando éste ya se hartó de sonar. Algo tan simple como amarrarte los zapatos puede causarte dolores agudos y tratar de alcanzar  un libro te puede hacer transpirar y bufar de dolor.

Pero lo peor es que pierdes tu privacidad: el aseo es una proeza que ya no puedes ejercer solx. Vaciar tu vejiga se vuelve una tarea que implica una serie de movimientos  y esfuerzos  tuyos y de otras personas. Vestirte te toma horas y acostarte es un descanso al comienzo pero como ya no puedes dormir libremente, boca abajo o de costado, despiertas con agudos hincones en la espalda, las manos acalambradas y la nuca entumecida. Para mí, lo peor de todo es que tienes que interrumpir el sueño de la persona que te cuida y atiende amorosamente todo el día, para pedirle que te alcance la «Chata» violando su derecho a dormir corrido y darle a su cuerpo y a su mente el merecido descanso.   Salir a la calle te causa temor, aprendes a sentir la agorafobia, sobre todo si una calle irregular y angosta súbitamente se puebla con grupos de escolares que corren con pesadas mochilas o en peligrosos skateboards sin tenerte en cuenta porque no te ven. Te angustian las rampas, mal diseñadas, tan empinadas que irritan los músculos de la persona que empuja tu silla de ruedas. La insensibilidad de los autos que hacen rugir sus motores cuando aún te quedan unos segundos para cruzar con luz verde.

Por eso ahora agradezco de todo corazón la  llegada de Stephanie López, una joven fisioterapeuta que mide 1.50, tiene 25 años y hace su trabajo con amor y con la sabiduría de un milenario chamán. Ella entra a mi cuarto y mi rodilla tiesa y rebelde se flexiona sin esfuerzo. Me hace masajes mientras me explica qué papel desempeña el músculo que está reentrenando. Ella me enseñó que el cuerpo tiene memoria y que las posturas, que inconscientemente adoptamos desde la infancia, se graban en la memoria de la columna o en el hueso de tu dedo pulgar. Por eso nuestras abuelas siempre tenían razón  cuando nos corregían: «mete la barriga, levanta la cabeza, no te saques «conejos» en los dedos, no te eches sobre el brazo al escribir…

Lo que más me gusta de  Stephanie es que cada logro mío es un premio que ella aprecia y aplaude con alegría. Sus grandes y hermosos ojos lanzan destellos de felicidad y sus pestañas se humedecen cuando me ve vencer mis temores e inseguridades.

Antes que mis ángeles familiares le dieran a mi querida Valentina Huamán el contacto con este ángel terapéutico, yo no podía pararme sola. A pesar de contar con el valioso apoyo de dos enfermeras venezolanas, una mayor, con mucha experiencia, y otra enérgica, dinámica, cantarina y de carácter muy fuerte, cada mañana era una tortura. Resbalar me dejaba estresada  y temblorosa toda la jornada, No confiaba plenamente en el apoyo que me ofrecían. Prefería pasar más horas en mi cama aunque eso me causara molestias musculares.

Con Stephanie aprendí a tenerme confianza, cuando intuyo que puede haber un riesgo repito su frase mántrica; «yo puedo hacerlo y me prometo que lo haré bien».

El pie izquierdo (en la pierna que tiene la rodilla implantada traumáticamente en Bélgica y donde me han puesto la prótesis por la rotura de la cadera) se me había empezado a atrofiar. Yo cuidaba mucho la pierna dañada y recargaba el trabajo de la pierna derecha… hasta que Stephanie, con su experta sabiduría me dijo: -tu pierna izquierda tiene una rodilla nueva, fuerte y sin lesiones, tiene ahora, además una cadera fortalecida con un metal que la protege. En cambio tu pierna derecha está usando hace más de 60 años la misma rodilla y la misma cadera. Por lo tanto a la que debes engreír y cuidar es a tu pierna derecha. Y fue un consejo grandioso.

Gracias a Stephanie ya puedo asearme sola, pasar de la silla de ruedas al sillón y a la cama sin temores, y ahora solo uso la silla rodante en las noches, cuando se me agota el equilibrio y me empiezan los calambres y la desagradable salivación propios del Parkinson. Aprendí a usar el andador, lo que no fue fácil, pues tiene todo un método. Primero debo mantener los pies paralelos y separados, luego debo pisar posando primero el talón. El brazo izquierdo le da la señal para moverse a la pierna derecha y viceversa. Luego debo levantar el andador y ponerlo a una distancia razonable y avanzar un paso. Enderezo el tronco y levanto la cabeza Y NO DEBO DISTRAERME. Para mí que siempre fui todo terreno y mujer pulpo, esta ha sido la etapa más difícil.

Debo aclarar que tengo un problema físico concreto, Una pierna tiene casi dos centímetros menos que la otra (¡Adivinaron, es la pierna izquierda!) y eso me hace caminar apoyándome en la punta de los dedos del pie izquierdo y no asentarlo firme y completamente en el suelo. Para nivelarlos necesito mandarme hacer zapatos ortopédicos.

La  semana pasada empezamos a usar el bastón para remplazar al andador y a pesar de mis agudos temores, logramos llegar desde mi cuarto hasta el comedor. ¡Este hito generó brincos y abrazos de alegría de todas las mujeres y la curiosidad de la  gata de la casa!

Stephanie lee mucho y es una excelente alumna, ella  completó la carrera de auxiliar de enfermería y ahora trabaja como fisioterapeuta de día y por las noches estudia, está por graduarse con una Licenciatura en medicina física. Su nota promedio es 18 y si yo fuera su profesora no podría calificarla con menos de 25/20 por su alegría, su sintonía con el paciente, el respeto que tiene hacia todo ser viviente (su mascota es un precioso conejo), el amor filial que le brindó a  su madre muchos años, hasta su deceso y el cariño maternal que tiene con su hermana adolescente. Tiene una mentalidad abierta y es sumamente observadora. Sus críticas son precisas y su sincera alegría es el mejor estímulo para cualquier paciente.

Gracias a Stephanie ahora sé que no me esperan unos pocos, tristes y amargados años atada a una silla de ruedas y mi meta es bailarme un potpurrí de polcas, valses y salsas con la grandiosa Stephanie.

 

Lima, 28 de setiembre de 2018