La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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Las Islas de las Mujeres Bellas

LAS ISLAS DE LAS MUJERES BELLAS

Ischia, Italia 1999

Las primeras vacaciones que pasamos en Europa, mi hija y yo decidimos ir a Italia y mi esposo y sus hijas a la Dulce Francia, a Provenza donde iban todos los años.

Por eso estábamos solas en la isla de Ischia, en el mar Tirreno (parte sur del Mediterráneo) a tan solo 30 km de Nápoles, pintoresca capital del Sur que suele tener inmerecida mala prensa. Estábamos fascinadas con la variedad de playas que teníamos para escoger: algunas más íntimas, con piedritas en la playa y en el mar, otras muy amplias con arenas blancas y sin olas, también había una situada frente a fuentes termales. Incluso se dan el lujo de tener una playa en un lago que, cuando sube la marea, coquetea con el mar y produce el espejismo polícromo de un abanico de verdes: desde el jade al esmeralda, a veces orlados de topacio y ámbar por el fango del fondo, que los peces marinos remueven en busca de exóticos y apetecibles insectos. En ese encuentro amoroso de aguas dulces y saladas se barajan los verdes lacustres con el azul aturquesado del mar que el ocaso decora con una metálica capa dorada.

Le estaba leyendo a mi hija esta descripción destinada a mis padres, «Y por si tan insólita variedad no bastara, poseen una casi-isla llamada Santangelo que es como una miniatura del Monte Saint Michel en el Canal de la Mancha…

que los ingleses llaman el Canal Inglés me interrumpió Yoli con ironía y ambas soltamos la carcajada.

Bueno, de tanto repetirlo se lo creen ─le dije seriamente ─es un principio de marketing, “miente y miente que algo queda”, o “la mentira es lo que más le gusta a la gente”.

Yoli se levantó de la tumbona, dijo que no soportaba el calor ardiente del mediodía, y se fue a dar un chapuzón. La miré avanzar como si flotara sobre la candente arena, con sus rulos tiesos y contestatarios, esas rastas que hasta ahora no logro aceptar, pero que respeto porque cada generación tiene sus propias excentricidades. Aunque andaba con cierta rapidez para no quemarse las plantas de sus pies, su espalda estaba erguida, su cuello altivo, su cuerpo se ondeaba con un ritmo interior que anunciaba, como un orgulloso cartel: ¡YO TENGO SANGRE NEGRA! Sí. Así, con signos de admiración y en mayúsculas.

***

Viendo a mi hija entrar en el mar, pensé en mis primas y recordé que desde muy chicas tenían ese porte y esa altivez que nadie les inculcó. Mi abuelita Julia, mi abuela materna, era baja de estatura, morena de tez, y andaba derecha como una regla, pero no tenía esa cadencia íntimamente musical. En cambio todas sus hijas sí la tenían.

Lamentablemente fueron pocas las nietas que la heredaron y son ahora las biznietas quienes atraen miradas de envidia, de celos, de deseo, sin proponérselo.

***

Lima, 1967

Recordé aquel verano limeño cuando había terminado la secundaria y fui a visitar a mi tía Clara. Nos sentamos en el jardín, protegidas del sol por una sombrilla floreada y alegre, como mi tía, y conversamos sobre esa coquetería innata que tenían mi madre, sus hermanas y ella, y que se expresaba sobre todo en su manera de caminar.

―Yo no lo heredé, supongo que más bien lo asimilé porque andaba todo el tiempo con tu tía Eda, eramos inseparables y tienes mucha razón cuando dices que tenían un porte majestuoso. ─

Bebió un sorbito de su aperitivo y se secó con delicadeza los labios con una servilleta bordada.

―¿Lo habrán heredado de Corinne, la bisabuela francesa?―le pregunté.

―No la conocimos, ella murió en el exilio en México y sus hijos vinieron al Perú solos. Aquí tenían parientes, la madre de tu abuelo se llamaba Corinne Dupont Dreyfus. Pero si lo que dicen es cierto y su hija María, la tía de tu abuelo Emilio, era muy parecida a su madre Corinne, no creo que tuviera esa forma de moverse. María, a quien Emilio y sus hijas llamaban Tante Marie o sea Tía María en castellano, caminaba recta, como un soldado, hacía todo muy erguida, y además lo hacía rápido y muy bien. Era lo que hoy dicen los jóvenes: eficiente.

―Entonces ese andar les viene por el lado del tatarabuelo Buenaventura, el que fue dictador …

―Presidente, ―me corrigió delicadamente mi tía Clara, apoyándose en una falsa tosecita.

―Bueno ―concedí sonriente ―presidente de Santo Domingo.

―Y lo fue varias veces, cinco o seis. Eran épocas muy inestables. Subía un caudillo, otro le daba golpe de estado, llamaban a elecciones, y se repetía el asunto. Así también fue aquí, en el Perú, y creo que en toda América Latina. Era el complicado nacimiento de una nueva era.

―Que parió mucha corrupción, en vez de parir un corazón, como dicen los bellos versos de la canción de Silvio Rodríguez.

Mi tía tomó un sorbo de su whisky con cola bien helado, se abanicó, sin admitir que no conocía ni la canción ni a Silvio Rodríguez, y retomó la historia. Pero antes, con un gesto de brindis, me invitó a tomar mi aperitivo.

―La corrupción no empezó con la independencia hija, los 300 y pico de años de saqueo español ¿acaso no estuvieron plagados de delitos de corrupción? Pero volviendo a tus preguntas, lo poco que yo sé sobre este señor Báez que fue presidente de Santo Domingo, es que su madre era una negra esclava bellísima y que él era un mulato. Más, no sé. A lo mejor tu tía Alina te puede dar más detalles, ella era muy allegada a la tía María, conversaban mucho y Alina siempre fue muy curiosa.

***

Lima, 1968

Un sábado en la tarde, en pleno invierno limeño, estábamos jugando a las cartas en casa de mi tía Alina cuando mi primo Roger se acercó a la mesa de juego para despedirse porque se iba a ver a su enamorada.

Mi tía y sus hijas le derramaron piropos:

―Tú estás como para ser protagonista de una telenovela brasilera― afirmó Edith, su hermana mayor.

―¡Qué telenovela ni telenovela! ―dijo Elizabeth, melliza de mi primo ―Roger tiene muy buen porte, puede trabajar en el cine o en lo que quiera.

Mi primo sonrió bonachón, nos deseó suerte en el juego y se marchó.

―La Tante Marie lo ha visto hace poco y me dijo que mi hijo es el vivo retrato de mi ilustre bisabuelo, Buenaventura Báez.

―¡El dictador dominicano! ―exclamé recordando la conversación que había tenido con mi tía Clara.

―Demórate un poquito hijita y dí las cosas como deben decirse, él fue Presidente…

―¡Uy perdón! No pretendía ofender.

Mi prima Edith, la mayor de los tres hijos de mi tía Alina, alzó la ceja, con un gesto típico de mi mamá y de mi tía Blanca.

―¿Él es el que era hijo de una princesa africana? ― preguntó con interés.

―Bueno, Tante Marie nunca me ha dicho que Teresa Méndez, la madre de Buenaventura, fuera una princesa, pero sí parece que nació en la Isla de las Mujeres Bellas.

―Toma nota de eso, prima, ahí tienes el título para tu novela, ―me dijo sonriente Elizabeth, al ver que yo sacaba el block que siempre llevaba conmigo para apuntar datos familiares, que salían a relucir en las frecuentes reuniones del clan Báez. Era un ejercicio que venía haciendo desde que entré a la secundaria.

―Y si hubiera sido una princesa dudo que Tante Marie te lo diría. Buenaventura trató pésimo a Corinne, que era la madre de Tante Marie y del abuelito Manuel― afirmó rotundamente Edith.

―Sí, es que hubo de por medio el asunto de las joyas que Corinne le dio a Buenaventura …

―¿Le dio? ―preguntó con ironía Elizabeth.

―Bueno, se las dio en calidad de préstamo ―aclaró Alina ―para financiar una de sus tantas intentonas de tomar el gobierno. Eran joyas muy valiosas, herencia familiar, y constaba de muchas piezas: tiara, collares, aretes, pulseras, prendedor, sortijas y hasta un reloj de leontina. Todo era de oro con diamantes y esmeraldas finísimas, finamente talladas y de muchos quilates. Los Dupont eran multimillonarios, hasta ahora lo son, y había muchos joyeros en esa familia.

―¿Y a cambio de qué le dio Corinne ese tesoro? ―pregunté curiosa.

―Seguramente le ofreció casarse con ella, y hacerla su Primera Dama ―sugirió Elizabeth.

―Sí, creo que fue por eso ― dijo sin mucha convicción mi tía Alina.

―Pero entonces fue un robo deliberado, porque él sabía muy bien que no se iba a casar ni con Corinne ni con ninguna otra mujer ―intervino Edith molesta.

―¡Claro, era un tremendo mujeriego, no lo llamaban “padre de la patria” por gusto, él ha poblado gran parte de su isla ….― reímos todas cuando Elizabeth lo dijo.

―Además Buenaventura era un típico caso de “Hijito de mamá” él adoraba a Camateta.

―¿Quién es Camateta? ―intervine sorprendida.

―Así le decían a Teresa Méndez, la madre de Buenaventura, era un apodo cariñoso, ―explicó Alina.

―¿Te imaginas? Un país tan racista ¡tuvo cinco o seis veces de presidente a un mulato y de primera dama a una negra mestiza! ―dijo Elizabeth.

―La Tante Marie me contó que el pueblo odiaba a Camateta como no tienes idea, los pobres porque – habiendo sido esclava – ahora era rica y altanera, demasiado orgullosa, hacía que su hijo dictara leyes que la beneficiaban y después, cuando le convenía, las quebrantaba sin el menor rubor, era prepotente, soberbia, y nunca pedía disculpas ―comentó mi tía Alina mientras acomodaba sus cartas. ―Y los ricos la detestaban porque Buenaventura les imponía su presencia en los Te Deums, en las embajadas, en los actos oficiales más importantes, y hacía que los embajadores y hasta los representantes del Vaticano, se inclinaran ante ella y le besaran la mano, rindiéndole honores ―completó mi tía Alina y luego nos lanzó, feliz, el grito de:

―¡Golpeo! Me vino de mano, ¡miren este juego!

Mientras todas sumábamos nuestros puntajes mi tía completó la historia y nos dijo que cuando murió Camateta, Buenaventura quedó desolado y se encerró en su hacienda varias semanas… ―No quería que lo vieran en pleno padecimiento. Adoraba a su madre que lo crió sin ponerle límites ni atajos. Ella decía que su hijo mayor era un hombre predestinado a grandes logros, que nadie debía contradecirlo, que no había nadie en el mundo que se le igualara y que la suya era una cabeza sagrada, ¡nacida para ser coronada! Como era tan hermosa y le había dado un hijo a Pablo Altagracia, que se creía infértil, la Camateta lo tenía completamente dominado. El padre de Buenaventura jamás se atrevió a corregirlo o a disciplinarlo, le tenía miedo a Camateta.

―O sea que había entre madre e hijo lo que hoy se llama “dependencia neurótica” y la Camateta crió un monstruo ―dije espantada.

―No necesariamente, el hijo llegó a ser presidente, y lo fue no una, sino varias veces, así que el pueblo debe haberlo apreciado, si no no lo hubiera elegido.

―En esos primeros años de la independencia, ―dijo Elizabeth que estudiaba historia en La Católica ―el pueblo no votaba. Los que votaban tenían que tener un mínimo de propiedades, dinero, tierras y esclavos, ese fue el legado de los caudillos que nos “liberaron” del coloniaje.

―Eso no lo sabía, ―dijo sorprendida Edith.

―Y eran varias las potencias que respaldaban a los distintos caudillos para que, en vez de convertirse en repúblicas independientes, fueran “Protectorados”, los más interesados en esto eran los franceses y propiciaron muchas guerras civiles y luchas internas para debilitar al pueblo―añadió Elizabeth.

―Claro, Santo Domingo ocupa la mitad de la isla, la otra mitad era colonia francesa: Haití. ―recordé lo que había leído en las fotocopias que me prestó mi tío Juan Nolberto, primo de mi madre y muy interesado en la historia familiar.

―Bueno, las guerras internas se debieron a que algunos líderes políticos eran paladines de España, otros querían ser una estrella más de la bandera norteamericana … así es la política ―explicó filosóficamente mi tía Alina.

―¡Menuda sarta de entreguistas! ―dije con asco ―¿Y cuál fue el papel que jugaron las joyas de Corinne en todo esto?

―Lo que sucedió fue que Corinne tampoco era una mansa paloma. Ella no había aceptado a ninguno de sus pretendientes, escogidos meticulosamente por la familia, porque no “daban la talla” según ella ―comentó mi tía Alina mientras barajaba las cartas. ―El padre de Corinne, Eugenio Dupont, era el agente francés encargado de captar a un caudillo que tuviera el carisma, la fortuna y el valor de enarbolar la propuesta del protectorado francés en Santo Domingo. Eugenio cumplió muy bien con su tarea, indagó, averiguó, consiguió los contactos útiles para sus fines, y así conoció al rico hacendado Pablo Altagracia Báez cuando llevaba del brazo a la majestuosa Camateta, a dar la vuelta dominical en el parque de la municipalidad. Vio que iba con ellos el joven Buenaventura y como era un buen sicólogo, Dupont supo de inmediato que apostar por Buenaventura era apostar a ganador. Se hizo amigo de la familia, soltando una lluvia de elegantes alabanzas a Camateta porque intuyó, acertadamente, que en esa familia la que mandaba era ella. Cultivó esa amistad con sumo cuidado y finalmente invitó al joven Buenaventura para que fuera a Francia a completar su educación, quedándose en casa de Dupont como huésped y allí le presentó a su única hija: Corinne…―

―y Corinne se prendó del mulato― completó Edith.

―¡Claro! Era un joven guapo, de buen porte, no era negro, era mulato claro, porque Camateta venía de la Isla de las Mujeres Bellas donde todas eran negras jóvencitas, seleccionadas por su belleza y los portugueses, que fueron pioneros en el tráfico de esclavos, les traían marineros nórdicos para engendrar proles mestizas. El resultado eran criaturas preciosas, con una mezcla que fusionaba lo mejor de las dos razas: negras extraordinariamente bellas, con cuerpos esculturales, grandes ojos verdes o azules, y cabellera lacia o de tonos rojizos o castaños. Dicen que los emisarios de los sultanes y jeques que iban a comprarlas, no regateaban ni un centavo por ellas.

―y por los mestizos hombres igual, porque eran unos depravados esos jeques … ―añadió Edith.

―Según Tante Marie, por una beldad de la Isla de las Mujeres Bellas pagaban lo que en América cobraban los traficantes por el cargamento de dos barcos llenos de esclavos destinados a las plantaciones. ―Elizabeth acotó.

―Perdón, pero no entiendo, si Camateta era una de esas mujeres bellas que valían tanto, ¿qué hacía en Santo Domingo? ¿No debería haber estado en un harén? ―pregunté.

―Ella viajaba en un barco en el Mediterráneo, rumbo al palacio del sultán que la había comprado, pero el barco fue asaltado por piratas moros y luego de las transacciones del caso, en una de las islas del Caribe, la vendieron a un barco holandés que después remató su carga y Camateta terminó siendo subastada, como una esclava más, a un español que tenía una hacienda en la parte sur de la isla en Santo Domingo.

―¡Qué tal historia tía! O sea que mi tatarabisabuela fue una de las bellas mujeres de la Isla de las Mujeres Bellas!

***

Ischia 1999

Cuando mi hija volvió del mar se llevó una sorpresa pues la playa que habíamos encontrado casi desierta se había poblado densamente con numerosas familias.

Los bañistas venían a la playa vestidos con singular elegancia y con sus anteojos de sol. Las señoras iban maquilladas, protegidas del sol con preciosos sombreros decorados con pañuelos que hacían juego con sus salidas de baño. En grandes carteras de lona llevaban sus toallas y se hacían conducir por el argentino que nos alquiló la sombrilla y las sillas tumbonas.

El “playero” (no le gustaba que le dijeran “acomodador”) era rubio, su piel estaba tan quemada por el sol que parecía cobriza, y estaba durmiendo cuando llegamos nosotras, a eso de las diez y media. Lo despertamos y cuando nos oyó hablar en español nos preguntó si éramos mexicanas. Le respondimos que éramos peruanas y nos comentó que Ischia era bonito, no tan caro como otros sitios, pero que el laburo era muy fuerte. El pasaba seis meses laburando duro en Ischia y después, en Argentina, vivía del dinero italiano que había ganado y se dedicaba a descansar y a recuperar fuerzas para el siguiente verano europeo.

Ambas contuvimos la risa para no ofenderlo. Tenía el “laburo” ideal, estar todos los días de verano en la playa más linda de la isla y por solo plantar una sombrilla entre tumbonas recibía sueldo, alojamiento y propinas, nadie lo supervisaba ¡y encima se quejaba!

El calor se acentuó y nos fuimos al mar. En el camino, sorteando tumbonas, oíamos a los italianos saludarse efusivamente de una sombrilla a otra:

―¡Ciao bella, bellissssssima!

―¡Lei siete belle! Bellissssime care!

―las bellas son ustedes) ― me traducía Yoli y yo estaba encantada con esa cultura de afecto y de belleza. Porque la estética es uno de los pendones culturales de ese cálido país. Los quioscos del mercado parecen boutiques o joyerías, el licor típico del sur, el Limoncello, viene envasado en unos singulares frascos que tienen forma de un racimo de uvas, de una luna con una estrella por sombrero, de tubo formado por varios ochos encadenados, en fin, todo es bello y está combinado con muy buen gusto.

―Por eso son felices mami, se refuerzan mutuamente la autoestima todo el tiempo.

―En cambio nosotros rara vez alabamos a las personas pero sí que somos rápidos para desenvainar las críticas y lo hacemos con tanta facilidad…―dije con tristeza.

―Es verdad mamá, aceptamos lo de “la humillada cerviz y la indolencia de esclavo” desde niños, lo digerimos para siempre, junto con el himno nacional y lógicamente, el racismo nos parece natural.

―Si las miras bien, esas señoras no son lo que una describiría como una “belleza” pero se adornan y se visten con tanto gusto …

―son “Stilosas”, (elegantes, con estilo propio) no sólo en la forma como se visten, sino cómo caminan, el porte que tienen.

―Claro, todo el mundo les dice que son hermosas, y ellas se sienten hermosas, son hermosas, y caminan como mujeres hermosas.

―Bueno, aunque tampoco hay que exagerar, yo creo que ese énfasis en la estética también las ayuda a tener dignidad. No se dejan pisotear sus derechos por los políticos, protestan, exigen, todo eso viene de una sana autoestima ―reflexionó Yolita.

―Y también del orgullo que tienen por su historia, ellos descienden del que, en su día fue, el gran imperio romano.

―Y nosotros del gran Imperio de los Incas pero de auto-estima nacional: ¡Cero!

Sonreí, mi hija tenía razón.

―Mami, la estética puede ser importante pero hay otras cosas que lo son mucho más, como la ética y eso no se difunde, no se promueve, no se inculca ni se educa a la gente para que la exija.

―Sin embargo la estética, que es lo formal, lo externo, es lo que atrae a la gente, las artes, especialmente las artes plásticas están orientadas a satisfacer el anhelo estético. Pero tengo un dato curioso e interesante. Lo leí en el libro Azteca, de Gary Jennings. El Escriba, que es el personaje principal narra, para beneficio de la corte española, sus experiencias y viajes por todo el territorio azteca, describiendo cómo era antes que llegaran los europeos y cuando él era funcionario de la corte de Moctezuma. Dicho sea de paso, es una obra cuya primera lectura me cautivó, tiene capítulos tremendamente dramáticos, hay otros que te hacen cómplice de graciosas travesuras, otras que te sobrecogen por lo terrible y dantesco de los sacrificios humanos, pero hay un capítulo que me impresionó mucho y se relaciona con el tema que hoy nos ocupa: la belleza. El funcionario viaja a la provincia de Tecuantépec donde todos los pobladores son hermosos, en especial las mujeres. Son de una belleza exquisita y no existen personas con defectos físicos de ningún tipo, es más, ―al igual que los espartanos― arrojaban a un abismo a los recién nacidos que no fueran perfectos. Tal era su obsesión con la belleza que el día que les aparecía la primera arruga o la primera cana, ¡se suicidaban!

―¡No! no puede ser ―dijo espantada mi hija.

―Bueno, eso lo describe Jennings y a mí me vino a la mente un cortometraje que, espero no equivocarme, fue descrito en el libro Un Oficio del Siglo XX por el autor cubano Guillermo Cabrera Infante1 y que se refería a María Félix. En el film comentado, relataban que en su pueblo todas las mujeres eran preciosas, todas eran tan bellas como María Félix pero, y esto el reportero lo soltó como al descuido, no había visto ningún anciano, hombre ni mujer. ¿Será que han mantenido ese ideal?

―¡Un pueblo únicamente habitado por mujeres bellas! Mami a mí me parece una locura.

―Pero si pensamos en Hitler y su raza aria y perfecta también se trata de un fenómeno rayano con la locura.

―Que muchos aceptaron con fanatismo…

―Porque la estética no hay que reflexionarla y nos produce placer, no nos impone obligaciones. En cambio la ética …

Nos hizo callar el magnífico sol de Ischia, la isla de la gente bella, con sus dulces besos al mar, llenando el cielo de tonos pastel que en Lima rara vez vemos. Sin darnos cuenta, lanzamos un suspiro al unísono pero el rugido de nuestros estómagos rompió la magia del momento.

El hambre nos obligó a volver al departamento que habíamos alquilado, y tomamos el bus. La isla tiene también un volcán dormido, dormido como nuestras conciencias éticas, cavilé.

Para ir de nuestro barrio con rumbo a varias playas, el bus serpenteaba por una carretera angosta y, aunque el paisaje era cada vez más impresionante, las curvas no eran muy amplias y eso nos ponía algo nerviosas.

Afortunadamente en la isla, los italianos no tienen Cherokees. Sus Fiat y sus motos son los vehículos más adecuados para estos caminos y también para encontrar estacionamiento en las ciudades.

Nuestro programa para las vacaciones era: dormir sin despertador, desayunar frutas y fiambres en abundancia, bañarnos y prepararnos sin prisas, para ir a la playa, elegida la noche anterior entre el surtido menú descrito en nuestra guía de viajes; leer, dormir, nadar, tomar sol, comer rico, pasear, leer y dormir. Algunas noches asistíamos a los eventos culturales gratuitos: conciertos de música clásica y de música contemporánea, exhibición de pinturas, mimos. Otras veces paseábamos por el malecón para aprovechar la brisa y dormir frescas y felices.

Una tarde, mientras esperábamos el bus para ir a la casi-isla de Santangelo, la vimos.

Iba por el malecón con el paso firme y soberbio de un acorazado que surca los mares, seguro de su omnipotencia. Era una mujer mayor, le calculamos unos 70 años, su cabellera era rubia y abundante, vestía un traje escotado cuya falda acampanada no llegaba a cubrirle las rodillas. Tenía un busto exagerado que se ofrecía a los mirones con indiferencia. Sus piernas eran delgadas, pero bien contorneadas y calzaba unos inverosímiles zapatos de taco como los que usa la muñeca Barbie, de tacón muy alto y sin talón, con una delgada tirita entre el empeine y los dedos del pie, pero los manejaba con una soltura admirable. Iba maquillada, con los labios rosados que combinaban a la perfección con las flores del traje y con su calzado. Tenía una cartera tipo sobre, sin asas y no miraba a nadie. Surcaba el malecón, que era el marco perfecto para esa mujer, como si efectivamente le perteneciera.

Inesperadamente una motocicleta pasó veloz a su lado, frenó y luego retrocedió. El conductor era un joven que no llegaba a los 30 años de edad, muy alto, guapo, con bermudas color caqui y una camiseta blanca. Llevaba el obligatorio casco y lentes de sol.

Se quitó el casco y saludándola con una reverencia medieval, le lanzó un:

―¡Ma quanto sei bella! ¡Bellissssima! (¡Pero qué hermosa estás! ¡Estás bellísima en italiano)

Y la rubia giró apenas su imponente busto, lo miró de arriba a abajo con detenimiento y se dignó responderle:

	―¡E tu non sei niente brutto! (y tú no estás nada mal)― y recuperó su paso marcial, 
marcando su paso por su malecón con el ratificado convencimiento de que ella era una de 
las mujeres más bellas de la isla de Ischia.

***

Santo Domingo, marzo de 2004

En 2004 hice realidad un sueño largamente acariciado por mi madre: Conocer la tierra de su célebre bisabuelo, Buenaventura Báez. Mi padre sufría agudos dolores en la columna y no nos pudo acompañar, de manera que las tres Yolandas fuimos en busca de nuestro pasado.

Puse un aviso en El LISTÍN DIARIO, el más leído en ese país indicando que, como antropóloga, iba en pos de mi raíces, que era descendiente de Buenaventura Báez, y que viajaba con mi madre y mi hija porque nos encantaría conocer a nuestros familiares.

Recibimos la respuesta a través de un médico muy gentil y conocimos a LAS BÁEZ de Santo Domingo quienes nos atendieron maravillosamente y nos mostraron la casa de nuestro antepasado, que hoy es un museo, así como los lugares más bellos de la capital.

Mientras las otras dos Yolandas paseaban en tan buena compañía, yo sitié a la encargada de orientar a los lectores en la Biblioteca Nacional de Santo Domingo, y entablé una casual conversación con un investigador español. Al hablar del objetivo de nuestros respectivos estudios, le comenté el tema de las esclavas africanas y su llegada a las Américas. Curiosamente también era uno de sus temas favoritos. él estaba convencido de que sí existió la Isla de las Mujeres Bellas y me aseguró que se trata de Goreé, un isla de Senegal, que se hizo conocida cuando la UNESCO la declaró Patrimonio de la Humanidad.

  Yolanda Sala Báez

1Un oficio del siglo XX Editorial Alfaguara publicación: 1973


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LA CAZA DEL CÓNDOR

LA CAZA DEL CÓNDOR

En el Yawar Fiesta el cóndor, atado al lomo del toro y abierto de alas como un gran señor, le picoteaba las carnes ensangrentadas. El mundo al revés se corregía en el encuentro del toro español y el cóndor andino.

—¿Y cómo fue que usted dio caza a este cóndor para el Yawar fiesta, compadre Remigio? —preguntó Julián, que sería el mayordomo de esa fiesta el año siguiente y quería quedar bien.

Don Remigio, enjuto y arrugado, pero ágil de mente y movimientos, alzó la mirada como buscando recuerdos en las nubes.

Le simpatizaba Julián que lo había hecho padrino de su primer hijo y trabajaba a conciencia en su chacra. Tenía buenas ideas, era generoso, cuidaba bien a sus animalitos y no zafaba cuerpo cuando había que pasar cargos y cumplir tareas en la comunidad.

—Es todo un arte compadre. Te lo voy a contar: En primer lugar lo que hay que hacer es ir buscando con paciencia un burro o un caballo viejo, mejor si está enfermo. Para eso hay que estar bien atento, hay que oír las conversaciones a la salida de la misa, en el mercado, en la plaza, y sobre todo, en la cantina. Lo importante es que todavía el animal pueda andar, y ¡no poco! Tiene que trepar una gran montaña, recuérdalo bien.

En segundo lugar hay que hacerse de un pisco bueno, fuerte, pero ha de ser pisco. Nada de ron, ni cañazo ¡nones! Pisco ha de ser. El cóndor es un dios y es un dios peruano. Así que pisco ha de ser.

En tercer lugar necesitamos una manta o un poncho de bayeta. Ha de ser muy gruesa, dura la lana, tupida, bien tupida. No me mires así compadre, que no es para abrigar al cóndor; es para protegernos el brazo. Si el pico del cóndor llega a atravesar la bayeta el veneno te agarra de todas maneras. Y es una agonía lenta, eterna. Lo he visto con estos ojitos.

—¿Un dios venenoso? —se extrañó Julián.

—Es un ave rapaz que come carroña nomás, compadre. No es un ave cazadora. Se alimenta de carne podrida. Su pico está envenenado. ¿A ver, qué más? ¡Pucha, ya me olvidé! …A mis años la memoria ya comienza a coquetear con el olvido, así que trata de no interrumpirme mucho. A ver… ¿de qué estaba yo hablando cuando me distraje? ¡Ah, sí! De lo que hay que llevar al cerro para cazar al cóndor: se precisa harto pienso, comida, coquita y agua para varios días. Nada de trago para nosotros, porque hay que estar bien sobrios, esto es algo muy serio.

Y bueno pues, se reza y subimos al Apu, el nevado más grande y majestuoso que tenemos. Bien alto hay que subir, no es un cerro cualquiera, pero no hay mucho apuro, así que se puede hacer a paso tranquilo. Al llegar arriba se le da harto pienso al burro enfermo.

—¿Pero cómo, no que estaba muy enfermo?

—Por eso mismo, para que reviente y se pudra rápido. El olor que despide es tan fuerte que el zorro, socio del cóndor, lo huele al toque y le avisa al ave. El cóndor es desconfiado, espera que el zorro le hinque el diente al burro para estar seguro de que está bien muerto y se lo deje despanzurrado, listo para el banquete.

—¿Y entonces?

—Lo dejamos al cóndor que coma, que trague hasta que se harte. Silenciosos hemos de estar, sin movernos.

—¿Y la cacería toma mucho tiempo en total?

—En total son varios días. Pero paciencia nomás hay que tener.

Cuando el cóndor se aleja del burro, ahí es donde entramos todos a tallar. Lo rodeamos y gritamos, agitamos los brazos y hacemos mucha bulla.El cóndor es muy zamarro. Tratará de meterse la pata en el pico.

—¿Y eso para qué compadre?

—Para vomitar pues, ¿no ves que está tan lleno y pesado que no puede alzar vuelo? Si vomita se aligera y lo perdemos; tanto trabajo habrá sido por las puras. Así que hay que rodearlo rapidito y cubrirlo con un poncho grueso.

—¿El de bayeta?

——No, con ese llevas envuelto tu brazo derecho. Usas otro, pero también ha de ser grueso y tupido. ¡Protege bien tu brazo Julián! Entonces le hablas. Bonito le hablas. ¡Es un dios! Y cuando abra el pico yo lo sujeto cuidando mi brazo mientras que tú, como mayordomo, le metes el pisco en el pico. Has de hacerlo con cuidado, con valor y con respeto.

—¡Ah carajo, compadre! Eso yo no lo sabía. ¡Ni idea tenía de que yo debo emborrachar al cóndor! ¡Si no, no hubiera aceptado ser mayordomo!

—Pero ya aceptaste compadre. Caballero nomás…

Después ya todo lo demás es fácil, de bajada nomás es. El cóndor va tranquilo, bien comido y bien borracho. Hace su siesta como un cristiano.

El resto lo hacen otros. Lo atan con tiras de seda, lo ponen en el trono para que reciba los honores, para que la gente lo adore, le cante. Otros son los encargados de amarrarlo en el lomo del toro … Ahí tú disfrutas con todos los demás y como mayordomo atiendes bien a tus invitados.

Cuando termina el Yawar Fiesta hay que llevar al cóndor de vuelta al cerro. También tienes que estar en la despedida.

Se le lleva al mismo sitio donde lo capturamos. Ahí se le da las gracias y se le deja ir.

—¡Vaya tarea don Remigio!

—Sí pues, no es tan fácil. Pero solo a ti te diré un secreto compadre: ¡Ya van tres fiestas que atrapamos al mismo cóndor!

—¿Y cómo sabe que es el mismo?

—Por los restos de seda en sus patas

—¡Ah caray! ¡Entonces no es un dios tan zamarro que digamos!

—Claro que sí lo es, compadre. Lo que pasa es que le gusta el pisco.

Agosto 2014 Yolanda Sala Báez