La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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Las Islas de las Mujeres Bellas

LAS ISLAS DE LAS MUJERES BELLAS

Ischia, Italia 1999

Las primeras vacaciones que pasamos en Europa, mi hija y yo decidimos ir a Italia y mi esposo y sus hijas a la Dulce Francia, a Provenza donde iban todos los años.

Por eso estábamos solas en la isla de Ischia, en el mar Tirreno (parte sur del Mediterráneo) a tan solo 30 km de Nápoles, pintoresca capital del Sur que suele tener inmerecida mala prensa. Estábamos fascinadas con la variedad de playas que teníamos para escoger: algunas más íntimas, con piedritas en la playa y en el mar, otras muy amplias con arenas blancas y sin olas, también había una situada frente a fuentes termales. Incluso se dan el lujo de tener una playa en un lago que, cuando sube la marea, coquetea con el mar y produce el espejismo polícromo de un abanico de verdes: desde el jade al esmeralda, a veces orlados de topacio y ámbar por el fango del fondo, que los peces marinos remueven en busca de exóticos y apetecibles insectos. En ese encuentro amoroso de aguas dulces y saladas se barajan los verdes lacustres con el azul aturquesado del mar que el ocaso decora con una metálica capa dorada.

Le estaba leyendo a mi hija esta descripción destinada a mis padres, «Y por si tan insólita variedad no bastara, poseen una casi-isla llamada Santangelo que es como una miniatura del Monte Saint Michel en el Canal de la Mancha…

que los ingleses llaman el Canal Inglés me interrumpió Yoli con ironía y ambas soltamos la carcajada.

Bueno, de tanto repetirlo se lo creen ─le dije seriamente ─es un principio de marketing, “miente y miente que algo queda”, o “la mentira es lo que más le gusta a la gente”.

Yoli se levantó de la tumbona, dijo que no soportaba el calor ardiente del mediodía, y se fue a dar un chapuzón. La miré avanzar como si flotara sobre la candente arena, con sus rulos tiesos y contestatarios, esas rastas que hasta ahora no logro aceptar, pero que respeto porque cada generación tiene sus propias excentricidades. Aunque andaba con cierta rapidez para no quemarse las plantas de sus pies, su espalda estaba erguida, su cuello altivo, su cuerpo se ondeaba con un ritmo interior que anunciaba, como un orgulloso cartel: ¡YO TENGO SANGRE NEGRA! Sí. Así, con signos de admiración y en mayúsculas.

***

Viendo a mi hija entrar en el mar, pensé en mis primas y recordé que desde muy chicas tenían ese porte y esa altivez que nadie les inculcó. Mi abuelita Julia, mi abuela materna, era baja de estatura, morena de tez, y andaba derecha como una regla, pero no tenía esa cadencia íntimamente musical. En cambio todas sus hijas sí la tenían.

Lamentablemente fueron pocas las nietas que la heredaron y son ahora las biznietas quienes atraen miradas de envidia, de celos, de deseo, sin proponérselo.

***

Lima, 1967

Recordé aquel verano limeño cuando había terminado la secundaria y fui a visitar a mi tía Clara. Nos sentamos en el jardín, protegidas del sol por una sombrilla floreada y alegre, como mi tía, y conversamos sobre esa coquetería innata que tenían mi madre, sus hermanas y ella, y que se expresaba sobre todo en su manera de caminar.

―Yo no lo heredé, supongo que más bien lo asimilé porque andaba todo el tiempo con tu tía Eda, eramos inseparables y tienes mucha razón cuando dices que tenían un porte majestuoso. ─

Bebió un sorbito de su aperitivo y se secó con delicadeza los labios con una servilleta bordada.

―¿Lo habrán heredado de Corinne, la bisabuela francesa?―le pregunté.

―No la conocimos, ella murió en el exilio en México y sus hijos vinieron al Perú solos. Aquí tenían parientes, la madre de tu abuelo se llamaba Corinne Dupont Dreyfus. Pero si lo que dicen es cierto y su hija María, la tía de tu abuelo Emilio, era muy parecida a su madre Corinne, no creo que tuviera esa forma de moverse. María, a quien Emilio y sus hijas llamaban Tante Marie o sea Tía María en castellano, caminaba recta, como un soldado, hacía todo muy erguida, y además lo hacía rápido y muy bien. Era lo que hoy dicen los jóvenes: eficiente.

―Entonces ese andar les viene por el lado del tatarabuelo Buenaventura, el que fue dictador …

―Presidente, ―me corrigió delicadamente mi tía Clara, apoyándose en una falsa tosecita.

―Bueno ―concedí sonriente ―presidente de Santo Domingo.

―Y lo fue varias veces, cinco o seis. Eran épocas muy inestables. Subía un caudillo, otro le daba golpe de estado, llamaban a elecciones, y se repetía el asunto. Así también fue aquí, en el Perú, y creo que en toda América Latina. Era el complicado nacimiento de una nueva era.

―Que parió mucha corrupción, en vez de parir un corazón, como dicen los bellos versos de la canción de Silvio Rodríguez.

Mi tía tomó un sorbo de su whisky con cola bien helado, se abanicó, sin admitir que no conocía ni la canción ni a Silvio Rodríguez, y retomó la historia. Pero antes, con un gesto de brindis, me invitó a tomar mi aperitivo.

―La corrupción no empezó con la independencia hija, los 300 y pico de años de saqueo español ¿acaso no estuvieron plagados de delitos de corrupción? Pero volviendo a tus preguntas, lo poco que yo sé sobre este señor Báez que fue presidente de Santo Domingo, es que su madre era una negra esclava bellísima y que él era un mulato. Más, no sé. A lo mejor tu tía Alina te puede dar más detalles, ella era muy allegada a la tía María, conversaban mucho y Alina siempre fue muy curiosa.

***

Lima, 1968

Un sábado en la tarde, en pleno invierno limeño, estábamos jugando a las cartas en casa de mi tía Alina cuando mi primo Roger se acercó a la mesa de juego para despedirse porque se iba a ver a su enamorada.

Mi tía y sus hijas le derramaron piropos:

―Tú estás como para ser protagonista de una telenovela brasilera― afirmó Edith, su hermana mayor.

―¡Qué telenovela ni telenovela! ―dijo Elizabeth, melliza de mi primo ―Roger tiene muy buen porte, puede trabajar en el cine o en lo que quiera.

Mi primo sonrió bonachón, nos deseó suerte en el juego y se marchó.

―La Tante Marie lo ha visto hace poco y me dijo que mi hijo es el vivo retrato de mi ilustre bisabuelo, Buenaventura Báez.

―¡El dictador dominicano! ―exclamé recordando la conversación que había tenido con mi tía Clara.

―Demórate un poquito hijita y dí las cosas como deben decirse, él fue Presidente…

―¡Uy perdón! No pretendía ofender.

Mi prima Edith, la mayor de los tres hijos de mi tía Alina, alzó la ceja, con un gesto típico de mi mamá y de mi tía Blanca.

―¿Él es el que era hijo de una princesa africana? ― preguntó con interés.

―Bueno, Tante Marie nunca me ha dicho que Teresa Méndez, la madre de Buenaventura, fuera una princesa, pero sí parece que nació en la Isla de las Mujeres Bellas.

―Toma nota de eso, prima, ahí tienes el título para tu novela, ―me dijo sonriente Elizabeth, al ver que yo sacaba el block que siempre llevaba conmigo para apuntar datos familiares, que salían a relucir en las frecuentes reuniones del clan Báez. Era un ejercicio que venía haciendo desde que entré a la secundaria.

―Y si hubiera sido una princesa dudo que Tante Marie te lo diría. Buenaventura trató pésimo a Corinne, que era la madre de Tante Marie y del abuelito Manuel― afirmó rotundamente Edith.

―Sí, es que hubo de por medio el asunto de las joyas que Corinne le dio a Buenaventura …

―¿Le dio? ―preguntó con ironía Elizabeth.

―Bueno, se las dio en calidad de préstamo ―aclaró Alina ―para financiar una de sus tantas intentonas de tomar el gobierno. Eran joyas muy valiosas, herencia familiar, y constaba de muchas piezas: tiara, collares, aretes, pulseras, prendedor, sortijas y hasta un reloj de leontina. Todo era de oro con diamantes y esmeraldas finísimas, finamente talladas y de muchos quilates. Los Dupont eran multimillonarios, hasta ahora lo son, y había muchos joyeros en esa familia.

―¿Y a cambio de qué le dio Corinne ese tesoro? ―pregunté curiosa.

―Seguramente le ofreció casarse con ella, y hacerla su Primera Dama ―sugirió Elizabeth.

―Sí, creo que fue por eso ― dijo sin mucha convicción mi tía Alina.

―Pero entonces fue un robo deliberado, porque él sabía muy bien que no se iba a casar ni con Corinne ni con ninguna otra mujer ―intervino Edith molesta.

―¡Claro, era un tremendo mujeriego, no lo llamaban “padre de la patria” por gusto, él ha poblado gran parte de su isla ….― reímos todas cuando Elizabeth lo dijo.

―Además Buenaventura era un típico caso de “Hijito de mamá” él adoraba a Camateta.

―¿Quién es Camateta? ―intervine sorprendida.

―Así le decían a Teresa Méndez, la madre de Buenaventura, era un apodo cariñoso, ―explicó Alina.

―¿Te imaginas? Un país tan racista ¡tuvo cinco o seis veces de presidente a un mulato y de primera dama a una negra mestiza! ―dijo Elizabeth.

―La Tante Marie me contó que el pueblo odiaba a Camateta como no tienes idea, los pobres porque – habiendo sido esclava – ahora era rica y altanera, demasiado orgullosa, hacía que su hijo dictara leyes que la beneficiaban y después, cuando le convenía, las quebrantaba sin el menor rubor, era prepotente, soberbia, y nunca pedía disculpas ―comentó mi tía Alina mientras acomodaba sus cartas. ―Y los ricos la detestaban porque Buenaventura les imponía su presencia en los Te Deums, en las embajadas, en los actos oficiales más importantes, y hacía que los embajadores y hasta los representantes del Vaticano, se inclinaran ante ella y le besaran la mano, rindiéndole honores ―completó mi tía Alina y luego nos lanzó, feliz, el grito de:

―¡Golpeo! Me vino de mano, ¡miren este juego!

Mientras todas sumábamos nuestros puntajes mi tía completó la historia y nos dijo que cuando murió Camateta, Buenaventura quedó desolado y se encerró en su hacienda varias semanas… ―No quería que lo vieran en pleno padecimiento. Adoraba a su madre que lo crió sin ponerle límites ni atajos. Ella decía que su hijo mayor era un hombre predestinado a grandes logros, que nadie debía contradecirlo, que no había nadie en el mundo que se le igualara y que la suya era una cabeza sagrada, ¡nacida para ser coronada! Como era tan hermosa y le había dado un hijo a Pablo Altagracia, que se creía infértil, la Camateta lo tenía completamente dominado. El padre de Buenaventura jamás se atrevió a corregirlo o a disciplinarlo, le tenía miedo a Camateta.

―O sea que había entre madre e hijo lo que hoy se llama “dependencia neurótica” y la Camateta crió un monstruo ―dije espantada.

―No necesariamente, el hijo llegó a ser presidente, y lo fue no una, sino varias veces, así que el pueblo debe haberlo apreciado, si no no lo hubiera elegido.

―En esos primeros años de la independencia, ―dijo Elizabeth que estudiaba historia en La Católica ―el pueblo no votaba. Los que votaban tenían que tener un mínimo de propiedades, dinero, tierras y esclavos, ese fue el legado de los caudillos que nos “liberaron” del coloniaje.

―Eso no lo sabía, ―dijo sorprendida Edith.

―Y eran varias las potencias que respaldaban a los distintos caudillos para que, en vez de convertirse en repúblicas independientes, fueran “Protectorados”, los más interesados en esto eran los franceses y propiciaron muchas guerras civiles y luchas internas para debilitar al pueblo―añadió Elizabeth.

―Claro, Santo Domingo ocupa la mitad de la isla, la otra mitad era colonia francesa: Haití. ―recordé lo que había leído en las fotocopias que me prestó mi tío Juan Nolberto, primo de mi madre y muy interesado en la historia familiar.

―Bueno, las guerras internas se debieron a que algunos líderes políticos eran paladines de España, otros querían ser una estrella más de la bandera norteamericana … así es la política ―explicó filosóficamente mi tía Alina.

―¡Menuda sarta de entreguistas! ―dije con asco ―¿Y cuál fue el papel que jugaron las joyas de Corinne en todo esto?

―Lo que sucedió fue que Corinne tampoco era una mansa paloma. Ella no había aceptado a ninguno de sus pretendientes, escogidos meticulosamente por la familia, porque no “daban la talla” según ella ―comentó mi tía Alina mientras barajaba las cartas. ―El padre de Corinne, Eugenio Dupont, era el agente francés encargado de captar a un caudillo que tuviera el carisma, la fortuna y el valor de enarbolar la propuesta del protectorado francés en Santo Domingo. Eugenio cumplió muy bien con su tarea, indagó, averiguó, consiguió los contactos útiles para sus fines, y así conoció al rico hacendado Pablo Altagracia Báez cuando llevaba del brazo a la majestuosa Camateta, a dar la vuelta dominical en el parque de la municipalidad. Vio que iba con ellos el joven Buenaventura y como era un buen sicólogo, Dupont supo de inmediato que apostar por Buenaventura era apostar a ganador. Se hizo amigo de la familia, soltando una lluvia de elegantes alabanzas a Camateta porque intuyó, acertadamente, que en esa familia la que mandaba era ella. Cultivó esa amistad con sumo cuidado y finalmente invitó al joven Buenaventura para que fuera a Francia a completar su educación, quedándose en casa de Dupont como huésped y allí le presentó a su única hija: Corinne…―

―y Corinne se prendó del mulato― completó Edith.

―¡Claro! Era un joven guapo, de buen porte, no era negro, era mulato claro, porque Camateta venía de la Isla de las Mujeres Bellas donde todas eran negras jóvencitas, seleccionadas por su belleza y los portugueses, que fueron pioneros en el tráfico de esclavos, les traían marineros nórdicos para engendrar proles mestizas. El resultado eran criaturas preciosas, con una mezcla que fusionaba lo mejor de las dos razas: negras extraordinariamente bellas, con cuerpos esculturales, grandes ojos verdes o azules, y cabellera lacia o de tonos rojizos o castaños. Dicen que los emisarios de los sultanes y jeques que iban a comprarlas, no regateaban ni un centavo por ellas.

―y por los mestizos hombres igual, porque eran unos depravados esos jeques … ―añadió Edith.

―Según Tante Marie, por una beldad de la Isla de las Mujeres Bellas pagaban lo que en América cobraban los traficantes por el cargamento de dos barcos llenos de esclavos destinados a las plantaciones. ―Elizabeth acotó.

―Perdón, pero no entiendo, si Camateta era una de esas mujeres bellas que valían tanto, ¿qué hacía en Santo Domingo? ¿No debería haber estado en un harén? ―pregunté.

―Ella viajaba en un barco en el Mediterráneo, rumbo al palacio del sultán que la había comprado, pero el barco fue asaltado por piratas moros y luego de las transacciones del caso, en una de las islas del Caribe, la vendieron a un barco holandés que después remató su carga y Camateta terminó siendo subastada, como una esclava más, a un español que tenía una hacienda en la parte sur de la isla en Santo Domingo.

―¡Qué tal historia tía! O sea que mi tatarabisabuela fue una de las bellas mujeres de la Isla de las Mujeres Bellas!

***

Ischia 1999

Cuando mi hija volvió del mar se llevó una sorpresa pues la playa que habíamos encontrado casi desierta se había poblado densamente con numerosas familias.

Los bañistas venían a la playa vestidos con singular elegancia y con sus anteojos de sol. Las señoras iban maquilladas, protegidas del sol con preciosos sombreros decorados con pañuelos que hacían juego con sus salidas de baño. En grandes carteras de lona llevaban sus toallas y se hacían conducir por el argentino que nos alquiló la sombrilla y las sillas tumbonas.

El “playero” (no le gustaba que le dijeran “acomodador”) era rubio, su piel estaba tan quemada por el sol que parecía cobriza, y estaba durmiendo cuando llegamos nosotras, a eso de las diez y media. Lo despertamos y cuando nos oyó hablar en español nos preguntó si éramos mexicanas. Le respondimos que éramos peruanas y nos comentó que Ischia era bonito, no tan caro como otros sitios, pero que el laburo era muy fuerte. El pasaba seis meses laburando duro en Ischia y después, en Argentina, vivía del dinero italiano que había ganado y se dedicaba a descansar y a recuperar fuerzas para el siguiente verano europeo.

Ambas contuvimos la risa para no ofenderlo. Tenía el “laburo” ideal, estar todos los días de verano en la playa más linda de la isla y por solo plantar una sombrilla entre tumbonas recibía sueldo, alojamiento y propinas, nadie lo supervisaba ¡y encima se quejaba!

El calor se acentuó y nos fuimos al mar. En el camino, sorteando tumbonas, oíamos a los italianos saludarse efusivamente de una sombrilla a otra:

―¡Ciao bella, bellissssssima!

―¡Lei siete belle! Bellissssime care!

―las bellas son ustedes) ― me traducía Yoli y yo estaba encantada con esa cultura de afecto y de belleza. Porque la estética es uno de los pendones culturales de ese cálido país. Los quioscos del mercado parecen boutiques o joyerías, el licor típico del sur, el Limoncello, viene envasado en unos singulares frascos que tienen forma de un racimo de uvas, de una luna con una estrella por sombrero, de tubo formado por varios ochos encadenados, en fin, todo es bello y está combinado con muy buen gusto.

―Por eso son felices mami, se refuerzan mutuamente la autoestima todo el tiempo.

―En cambio nosotros rara vez alabamos a las personas pero sí que somos rápidos para desenvainar las críticas y lo hacemos con tanta facilidad…―dije con tristeza.

―Es verdad mamá, aceptamos lo de “la humillada cerviz y la indolencia de esclavo” desde niños, lo digerimos para siempre, junto con el himno nacional y lógicamente, el racismo nos parece natural.

―Si las miras bien, esas señoras no son lo que una describiría como una “belleza” pero se adornan y se visten con tanto gusto …

―son “Stilosas”, (elegantes, con estilo propio) no sólo en la forma como se visten, sino cómo caminan, el porte que tienen.

―Claro, todo el mundo les dice que son hermosas, y ellas se sienten hermosas, son hermosas, y caminan como mujeres hermosas.

―Bueno, aunque tampoco hay que exagerar, yo creo que ese énfasis en la estética también las ayuda a tener dignidad. No se dejan pisotear sus derechos por los políticos, protestan, exigen, todo eso viene de una sana autoestima ―reflexionó Yolita.

―Y también del orgullo que tienen por su historia, ellos descienden del que, en su día fue, el gran imperio romano.

―Y nosotros del gran Imperio de los Incas pero de auto-estima nacional: ¡Cero!

Sonreí, mi hija tenía razón.

―Mami, la estética puede ser importante pero hay otras cosas que lo son mucho más, como la ética y eso no se difunde, no se promueve, no se inculca ni se educa a la gente para que la exija.

―Sin embargo la estética, que es lo formal, lo externo, es lo que atrae a la gente, las artes, especialmente las artes plásticas están orientadas a satisfacer el anhelo estético. Pero tengo un dato curioso e interesante. Lo leí en el libro Azteca, de Gary Jennings. El Escriba, que es el personaje principal narra, para beneficio de la corte española, sus experiencias y viajes por todo el territorio azteca, describiendo cómo era antes que llegaran los europeos y cuando él era funcionario de la corte de Moctezuma. Dicho sea de paso, es una obra cuya primera lectura me cautivó, tiene capítulos tremendamente dramáticos, hay otros que te hacen cómplice de graciosas travesuras, otras que te sobrecogen por lo terrible y dantesco de los sacrificios humanos, pero hay un capítulo que me impresionó mucho y se relaciona con el tema que hoy nos ocupa: la belleza. El funcionario viaja a la provincia de Tecuantépec donde todos los pobladores son hermosos, en especial las mujeres. Son de una belleza exquisita y no existen personas con defectos físicos de ningún tipo, es más, ―al igual que los espartanos― arrojaban a un abismo a los recién nacidos que no fueran perfectos. Tal era su obsesión con la belleza que el día que les aparecía la primera arruga o la primera cana, ¡se suicidaban!

―¡No! no puede ser ―dijo espantada mi hija.

―Bueno, eso lo describe Jennings y a mí me vino a la mente un cortometraje que, espero no equivocarme, fue descrito en el libro Un Oficio del Siglo XX por el autor cubano Guillermo Cabrera Infante1 y que se refería a María Félix. En el film comentado, relataban que en su pueblo todas las mujeres eran preciosas, todas eran tan bellas como María Félix pero, y esto el reportero lo soltó como al descuido, no había visto ningún anciano, hombre ni mujer. ¿Será que han mantenido ese ideal?

―¡Un pueblo únicamente habitado por mujeres bellas! Mami a mí me parece una locura.

―Pero si pensamos en Hitler y su raza aria y perfecta también se trata de un fenómeno rayano con la locura.

―Que muchos aceptaron con fanatismo…

―Porque la estética no hay que reflexionarla y nos produce placer, no nos impone obligaciones. En cambio la ética …

Nos hizo callar el magnífico sol de Ischia, la isla de la gente bella, con sus dulces besos al mar, llenando el cielo de tonos pastel que en Lima rara vez vemos. Sin darnos cuenta, lanzamos un suspiro al unísono pero el rugido de nuestros estómagos rompió la magia del momento.

El hambre nos obligó a volver al departamento que habíamos alquilado, y tomamos el bus. La isla tiene también un volcán dormido, dormido como nuestras conciencias éticas, cavilé.

Para ir de nuestro barrio con rumbo a varias playas, el bus serpenteaba por una carretera angosta y, aunque el paisaje era cada vez más impresionante, las curvas no eran muy amplias y eso nos ponía algo nerviosas.

Afortunadamente en la isla, los italianos no tienen Cherokees. Sus Fiat y sus motos son los vehículos más adecuados para estos caminos y también para encontrar estacionamiento en las ciudades.

Nuestro programa para las vacaciones era: dormir sin despertador, desayunar frutas y fiambres en abundancia, bañarnos y prepararnos sin prisas, para ir a la playa, elegida la noche anterior entre el surtido menú descrito en nuestra guía de viajes; leer, dormir, nadar, tomar sol, comer rico, pasear, leer y dormir. Algunas noches asistíamos a los eventos culturales gratuitos: conciertos de música clásica y de música contemporánea, exhibición de pinturas, mimos. Otras veces paseábamos por el malecón para aprovechar la brisa y dormir frescas y felices.

Una tarde, mientras esperábamos el bus para ir a la casi-isla de Santangelo, la vimos.

Iba por el malecón con el paso firme y soberbio de un acorazado que surca los mares, seguro de su omnipotencia. Era una mujer mayor, le calculamos unos 70 años, su cabellera era rubia y abundante, vestía un traje escotado cuya falda acampanada no llegaba a cubrirle las rodillas. Tenía un busto exagerado que se ofrecía a los mirones con indiferencia. Sus piernas eran delgadas, pero bien contorneadas y calzaba unos inverosímiles zapatos de taco como los que usa la muñeca Barbie, de tacón muy alto y sin talón, con una delgada tirita entre el empeine y los dedos del pie, pero los manejaba con una soltura admirable. Iba maquillada, con los labios rosados que combinaban a la perfección con las flores del traje y con su calzado. Tenía una cartera tipo sobre, sin asas y no miraba a nadie. Surcaba el malecón, que era el marco perfecto para esa mujer, como si efectivamente le perteneciera.

Inesperadamente una motocicleta pasó veloz a su lado, frenó y luego retrocedió. El conductor era un joven que no llegaba a los 30 años de edad, muy alto, guapo, con bermudas color caqui y una camiseta blanca. Llevaba el obligatorio casco y lentes de sol.

Se quitó el casco y saludándola con una reverencia medieval, le lanzó un:

―¡Ma quanto sei bella! ¡Bellissssima! (¡Pero qué hermosa estás! ¡Estás bellísima en italiano)

Y la rubia giró apenas su imponente busto, lo miró de arriba a abajo con detenimiento y se dignó responderle:

	―¡E tu non sei niente brutto! (y tú no estás nada mal)― y recuperó su paso marcial, 
marcando su paso por su malecón con el ratificado convencimiento de que ella era una de 
las mujeres más bellas de la isla de Ischia.

***

Santo Domingo, marzo de 2004

En 2004 hice realidad un sueño largamente acariciado por mi madre: Conocer la tierra de su célebre bisabuelo, Buenaventura Báez. Mi padre sufría agudos dolores en la columna y no nos pudo acompañar, de manera que las tres Yolandas fuimos en busca de nuestro pasado.

Puse un aviso en El LISTÍN DIARIO, el más leído en ese país indicando que, como antropóloga, iba en pos de mi raíces, que era descendiente de Buenaventura Báez, y que viajaba con mi madre y mi hija porque nos encantaría conocer a nuestros familiares.

Recibimos la respuesta a través de un médico muy gentil y conocimos a LAS BÁEZ de Santo Domingo quienes nos atendieron maravillosamente y nos mostraron la casa de nuestro antepasado, que hoy es un museo, así como los lugares más bellos de la capital.

Mientras las otras dos Yolandas paseaban en tan buena compañía, yo sitié a la encargada de orientar a los lectores en la Biblioteca Nacional de Santo Domingo, y entablé una casual conversación con un investigador español. Al hablar del objetivo de nuestros respectivos estudios, le comenté el tema de las esclavas africanas y su llegada a las Américas. Curiosamente también era uno de sus temas favoritos. él estaba convencido de que sí existió la Isla de las Mujeres Bellas y me aseguró que se trata de Goreé, un isla de Senegal, que se hizo conocida cuando la UNESCO la declaró Patrimonio de la Humanidad.

  Yolanda Sala Báez

1Un oficio del siglo XX Editorial Alfaguara publicación: 1973


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Cumpleaños de una Mariposa

Haciendo un arqueo de textos para mi novela, encontré esta nota que escribí para mi hija, cuando yo vivía en Bélgica y ella en Argentina.

Ojalá les guste porque mis sentimientos no han variado. Y dice así:

Una señora peruana que vive en Bélgica, quiere comunicarse con una señorita peruana residente en Buenos Aires, porque esa jovencita, dentro de muy pocas horas, se convertirá en una mariposa tornasolada de 24 años.

Si cada año fuera una hora, esa hora tendría los  minutos más fulgurantes del mundo

y cada segundo traería envuelta, en una gasa  de nácar de perlas, una gota de rocío

de aquéllas que parecen lanzar un adiós primero y un hola después,

una promesa de vida para las plantas, un momento de solaz para las aves,

una garantía de fuerza para otras mariposas.

Y hoy miraba en la piscina amarilla del jardín flamenco a las dos palomas que retozaban juntas, mojando sus alas y luego acercando sus picos, mirándose con la profundidad del amor a la velocidad que la supervivencia les dicta y pensaba que así nos queremos tú y yo.

A veces el tiempo nos gana, corremos, nos enredan la vida y sus quehaceres, pero basta un segundo en línea, un minuto en chat para que lleguemos de inmediato a lo más profundo de nuestra preocupación: tu felicidad para mí, mi salud para ti.

Y eso es amor gatita: el amor de una madre y una hija

de una amiga que envejece en la vieja Europa y de una amiga que florece en la joven América Latina

que ambas esperamos sea realmente joven, llena de oportunidades iguales para todos,

donde florezcan muchas otras mariposas multicolores y solidarias

bellas por fuera y sobre todo por dentro

como tú, mi amor

que cumplas estos 24 años rodeada de amor, del respeto y de la admiración que mereces.

tu viejita,

Yolanda (mom)

 

Bélgica setiembre 2008


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THREE WIDOWS

THREE WIDOWS

«Dicen acá que

loque se lleva de esta vida

es la vida que se lleva«

 

(«We say here that when you die

the only thing that you take with you from the life you had,

is the kind of life you had»)

 

 

 

Lutgarde

They couldn’t have been more different: she was blonde, overwhelmingly talkative and expressive, hyperactive and nervous, always a bit angry (or so I thought because her language: Flemish sounds abrupt to Latin ears). He was dark, upright, calm, invariably silent although his curious eyes recorded and collected everything he saw; cautious and shy he replied to his wife’s long speeches with a laconic ‘yes’ or, worse, an ‘uhum’.

It was their first big trip abroad, to Peru from their distant Flanders, and although he seldom smiled -to his hosts’ concern- his agile mind carefully translated all the explanations and he videotaped the images of such an alien, exotic and incomprehensible world.

And so what had to happen happened, in Iquitos riding on a moto-taxi (a trip that probably seemed more surreal to them than the extravagant modern paintings in Belgian museums) the blonde nurse and the dark haired mechanics teacher got separated from the rest of their group. As always happened with this couple of extremes, she wanted to look for her group in Belen market walking towards the river, while he stubbornly tried to take his chances by walking in the opposite direction.

This drama had a happy ending and today we can laugh about it, but I shall never forget the face of their hostess, my 14 year old daughter, who sensibly suggested they take a taxi and go back to the hotel while both characters insisted ongoing their own ways.

At that time I did not know that Herman had cancer, that he had undergone terrible treatment and that his doctors thought he only had five more years to live. Only a challenge as definitive as this could take him away from his safe routine, his narrow limits and well-known territory to go on such a long trip.

Although in public his rigid silence made him look like his talkative wife’s subordinate, he was really a very hard working man, who worked like a devoted ant, quietly organising, planning, regulating and implementing a series of routines and rituals at home that had his house functioning perfectly. But in that efficient network of solutions, that seemed to appear effortlessly and unprompted, was his wife, taking it all for granted and enjoying life and love with him.

I was near them when cancer struck again, its predictable pain was so great that his doctor, with brutal frankness, told him his real chances: they could process him again, isolate him and bomb him with chemotherapy or leave him alone. With great strength she uttered the only sentence capable of shaking him out of giving up: he had to fight for his family. And that is what he did.

In the subsequent months we saw him bloat and lose weight, lose his hair and suffer greatly, but he took some breaks during the non-treatment periods and enjoying a Pisco Sour he remembered Machu Picchu while his wife talked to him.  We went out together, for dinner and for walks, he never left his job, his routine, his jogging or his students. As his brother rightly said, Herman fought death in the same way he always lived, with an agenda in his hand.

I could not possibly identify the voice that phoned one night. The husky whisper of an exhausted animal could not have seemed more alien, and yet it was Lutgarde. There had been some very severe unforeseen complications in the treatment, and her husband would die at any moment.

It is not easy to describe how couples in Flanders live, I have lived here for 12 years and am still surprised by it. It is charming to see couples, of all ages, always hand in hand, white-haired accomplices, absolutely egalitarian in their relationships, sharing their money -so hard earned- on small luxuries and pleasant outings together, on carefully planned trips, on bike tours, in theatres and parks, giving themselves completely in this exclusive type of love; always together.

There is no place for widows in Flanders, their solitude knows no bounds, and they do not have the extended family network that we Latin-Americans do. They bring up their children to be strong and self-sufficient and when they fly the nest their independence is total, with their parents and their parent’s parents before them.

The funeral proceedings really surprised me. All the detailed decisions of the ceremony were made serenely, in front of an undertaker armed with a modern laptop and an elegant catalogue. The widow and her daughters carefully and imperturbably chose the type of coffin, the text that would be on the cards and letters, the flowers, the crematorium, the location and date the funeral would be held.

I remembered a warm afternoon many months earlier when my cheerful husband had explained to me that because of the busy lives led by people in Flanders, funerals usually take place long after a person has passed. When I asked him what happened then, if the widow or the children wanted to accompany the dearly departed, he raised his enquiring eyebrow in astonishment and asked me: «why?! Why would they do that?!” – “To be with him!”–“… … well” (not very convinced that such a thing should happen) “then I guess they would go to the mortuary, take him out of the freezer, look at him and put him back in the freezer.” I mentally compared this with the Latin-American wake where the whole family accompanies the dearly departed, we touch him, we caress him, we pray for him, we look at him while in the background the gathering gets underway and becomes worldlier as the night draws on.

Until the day of the funeral Lutgarde went by train every day to the mortuary of the hospital to be with her husband, to ask him why he had gone like that, why he had left her so alone, why hadn’t he told her how much he loved her before he died, why had he not left her instructions to follow for this eventuality, why, why, why, why? ………

In the mass my husband paid his brother of 55 years old a precious, just and sincere homage. She was there, shrunken in her tragedy, with her blonde hair shining over the sorrow of black, she stood there, straight and solemn, emitting few but precise words of greeting and thanks, ethereally calm and wrapped up in that veil of the brewing storm that you perceive around a woman being strong in the face of fatality. Because Flemish women pride themselves on their strength, they despise the shame of crying in public, they appreciate the moral value of hiding their sorrow, and they scorn self-pitying tears. They are brought up to be stoic; they withstand great blows with the strength of a man.

After the funeral, sorrow was unleashed at home and she became ever more shrunken, while the husky whisper settled in her throat. She dragged her feet around her empty house, trying to find Herman’s voice, his footsteps, smelling his clothes, invading his side of their bed with relentless hope during the sleepless nights. At night her ice-cold house remained dark, during the day the curtains remained drawn and the living room was black, her plants wilted, dust began to settle and the kitchen was almost never lit.

Soon enough problems started arriving and he was not there. Then she understood the depth of her solitude. She could not regulate the heating while the temperature reached 10 degrees below zero; she had no idea where the bills were, where the cheque book was, how much she should pay for the funeral nor where that money would come from. She could not even change the recorded message on the answer phone where Herman’s voice astonished the callers with his short, precise message. The refrigerator began to stop working, bills kept coming, she began to panic.

Until the day she decided to light the fire in the fireplace. A titanic task that she had seen the efficient Herman undertake each winter. Xmas was getting closer and, almost lost behind the wheel of his car (a car she never drove before because Herman was her driver); she went to search for firewood.

We went to see her at Xmas. Her house was shining, so clean and cosy, with cushions decorated with Xmas drawings, the phone message had been changed, all the bills had been paid. She had beautiful Xmas decorations and she proudly invited us to sit near her fire where huge blocks of wood were burning.

All evening she combined nice, friendly chat with spirited trips for more firewood and she tended to the fire with professional style and a huge asbestos glove. Her golden hair fell over a fuller face, back was her assertive and lively voice, and she calmly showed us her duly paid and filed bills. Whenever she asked for an opinion it was always to confirm her own judgment over possible savings and bank transactions.

Sometimes sadness returns in all her strength and I know it from her exhausted whisper which conveys her sorrow to me. In the intermediate language in which we communicate she encourages me to travel more with my husband: dear friend, life is too short, I know -she says and her voice breaks down. But Lutgarde is a wonderful Flemish woman, she is a fighter and has taken the reins of her own life in her hands; besides, she now has a grandchild.

IONARA

When we travelled to Rio we were asked to visit my sister’s brother in law who was about to marry a Brazilian girl, and it was a pleasure to see them together. She was lively, talkative, with an internal beauty that escapes through her eyes and greets life with a big smile. He looked at her adoringly and, although smiling and calm, sometimes he said something ironic about her or women in general. She was always the engine that moved him to study; she set him goals and encouraged him to meet them, always with a cheeky smile and always offering him the shelter of her great love.

When they visited Lima together with their little children the looks they gave each other were magnetic, the slightest touch of their hands when near each other sent vibrations that everybody could feel. In front of others she adopted a secondary place, saying ‘yes’ to everything he said, proposing topics that showed him in a good light. Very rarely did she crack a joke but when she did it was in a spirit of tenderness and love. When she chatted with other women his eyes followed her with passion and with the shining love that in more than 20 years together never lost its lustre.

We admired her so much! A full time gymnastics teacher, she also travelled to buy handicrafts in Peru and always found admiring buyers for them in Rio de Janeiro; she bought a little wagon to take tourists to the main sites in Rio too. She was always active with at least two jobs but she never left her children unattended and she was always there for her husband. She was ever happy and unaffected.

“Carlos has cancer and we have come to look for any medicine”, she told us. Having exhausted chemotherapy, the expert doctors, the hospital corridors of formal nightmare, they were searching for anything that could give them hope. In Peru they found Cat’s Claw and others suggested homeopathy, Carlos took everything and did everything he was told to do; thus he lived for many years.

Last year at a luncheon in Lima he looked so well! He was even a touch overweight and he spoke to us of their plans: their children were grown up and had their futures clearly mapped out. He and Ionara were building their house and they wanted many guests, that was their life dream. In the midst of her ever-active life she was planning the decoration of their nest with things bought on all her trips, while he did the drawings for the layout of the house, decided on the spaces he needed to do his hobbies late in life.

Some months later my niece phoned me to say that she was travelling to Rio, her uncle Carlos was dying in hospital. Thanks to her I learnt the details. I wrote to Ionara, I phoned her, but nothing could replace the sisterly hug that I needed to give her.

I learnt that when Carlos was in the hospice/hospital for the terminally ill, Ionara had enrolled as a volunteer to be closer to him and take as much care of him as possible. In spite of her active and restless personality, she managed to organize her jobs of director, instructor and trainer very well in order to be able to devote all her time to him. She put herself in the hands of her faith and felt peace because Carlos never complained of pain.

Carlos’s whole Peruvian family was there. With their strong northern male voices and their eternal jokes they all tried to alleviate his departure, as men do, as should be done.  Carlos was 55 years old. When he passed away, back came his childish features and they all had photos taken with him. They tried to help with the paper work while Ionara decided where the immediate funeral should take place and took care of her many guests, stealing a few minutes, here and there, to be alone with her husband, hold his hand, touch his hair, and bathe him in the tenderness of a happy life together.

Worried for her children and her guests and praying to San Expedito to give her resignation she stumbled through those hours, somehow through the mist of all the tiny tasks that had to be done. Ionara answered my letter with a beautiful letter in Portuñol (half Portuguese, half Spanish) and I share it here with you: «We say here that the only thing you have from life when you die is the kind of life you had» ……… «Carlos is no longer with us and this is something that you feel all the time. I think of him many times a day, things remind me of him, of all the things we did together and now things are different, it is no longer the way it was before. I still cry a lot, at home, at work, when am driving or walking in the street, it is not easy, it is not easy. Now I take care of the paper work at home and am taking over the construction of our house. I have to do what Carlos used to do: buy the building materials, talk with the construction workers, study what is best to do at home, that is, everything that is needed to complete our house … … … I think … … … I am going to work a lot, I am going to finish our house, I am going to do this, I am going to do that and everybody thinks I am very strong, that I am a strong woman that can bear it all. But it is not so, my friend, inside my body I am broken up into tiny pieces. Some days I wake up and wonder, why? What is the reason? Why can’t I enjoy the grace of life anymore? Why don’t I have the will to do anything? Why? Why? Why? And why?

If I did not have the company of my family, the family of Carlos and my friends, all of them so marvellous, I would be like an idiot right now, because it is a feeling that is stronger than me. I could not control myself ……………… I was lucky to have so many members of our families near me, they gave me strength, and I hope that all the Peruvians that were here also felt that we wanted to take care of them with love, friendship and hospitality. We had dreamt so often of the inauguration of our home with all our family and friends and see! See! How it was that we could get them all here together!

Thus, my friend -she said to me- enjoy yourself as much as you can with your husband. Don’t waste time on silly fights, a minute lost in life is a minute lost forever. Life is too short, now I know it well.

Ionara’s children left to start their adult lives and I know that Ionara has visited my country looking for formal trade contacts to export handicrafts. I long to see this strong woman, who is so tender, who is so vital, that can cry in public because she knows that tears help wash sorrow from your heart.

CRISTINA

I grew to know her year by year and each time I admired her more. Full of dreams and armed with the strong will to reach them, she spent her days painting life and drawing passions. She seemed so unreachable; when boys flirted with her she baffled them with her replies, in a language so personal that nobody could understand her. Her body was so fragile but her spirit was so strong and we all knew that she was destined to have a future that would break all moulds. If anyone could make her dreams come true, it certainly was Cristina.

When she introduced me to her husband I felt a dense cloud around him, he was not a good man, and I could feel it. But he was a very bright man who understood her language and guided her through dark mazes in life.

It was painful to see this evolve, my friend was vanishing, losing her light, her mediaeval armour of fairy and knight became rotten and sour, she lost confidence in herself, she rejected her old dreams.

From his almighty height he started to build fences all around her and at the beginning she fought them back but at some point in time during their life together she stopped fighting. I don’t know how he did it but our plastic Cristina started to abandon herself, like a beautifully decorated purple candle with golden angels and curls that burns and gets gradually flat, melting in wrinkled grotesque mouths, that expand until they are plain and dead, it was so sad.

She gave in to all his whims, he alone was always right, she avoided accepting the truth, she isolated herself. She put metal plates on the fences that he built around her. She lived only for him and she discarded her inner self.

She would follow no advice, she would accept no encouragement to leave him, and her sense of duty was as hard as oak, That man was her husband and she would never leave him. She would not understand that love is about making each other happy, nothing more, and nothing less.

Maybe our culture celebrates uncritical and blind obedience, and we are unaware that it can castrate; a machista upbringing that emphasises sacrifice -almost always in only one direction- and promotes serfdom; a sadistic education that blackmails a child ‘who probably does not eat because he does not love his mother’ or feeds children in excess because ‘there are so many children who suffer hunger’ and in that way we bring them up among the slimy sense of guilt, red shame caused by others and grey endeavours to be punished. But forever, depending on our supreme maternal power to solve their problems, curtailing their free choice day after day and we continue this chain with our daughters, generation after generation, one after the other and the next, until the infinite shout of anger.

And then we wonder awake: why are we like sheep? Why don’t we rebel? Why do we take all this humiliation? Why? Why? Why? Why?

The roles of Cristina and her husband followed a well trodden path. He ruled, she pleased him; he shouted, she begged; he ordered, she prayed. When, on very few occasions she seemed to wake up, their personalities crashed with the same intensity but it was always she who gave up.

When I urged her to leave him, to fight for her own happiness she repeated, with a monotone voice, the wise sentence of a general: We are trained for everything in life, my friend, except for the most important things: to be happy, to be parents, to get old, to become pensioners, and to die.

One day, as had happened so often before, her husband did not come home, but this time the voice of a woman called her from a hospital to announce that after a serious accident he was in the emergency ward.

Tormented by doubt and sorrow she arrived just in time to see him die and then she locked herself up in silence and blackness. She refuses to see any friend, she does not answer the phone, she does not reply to any letter. It has been more than a year now and nobody has seen her, not even once.

I was not close to her then and am sorry for that, a woman with such sensitivity needed her real friends around her at that time. I wonder if at 55 she still has the time and strength to break down the metal fences around her and to recover her mediaeval dreams and I hope she does ………… because life is very short as Ionara knows; as Lutgarde knows.

I hope that she will embrace what Marti once said: «we are all born to be happy».

Being happy is not a sin.

Friend


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Tres Viudas

TRES VIUDAS

 

«Dicen acá que

 lo que se lleva de esta vida

es la vida que se lleva«

 

 

 

LUTGARDE

 

No podían ser más disparejos: ella rubia, un poquito patichueca, abrumadoramente hablantina y expresiva, hiperactiva y nerviosa, siempre ofuscada (o quizás me lo parecía porque su idioma flamenco tiene tonos exabruptos). él moreno, erguido, pausado, muy sereno, impenetrablemente callado aunque sus ojos curiosos todo lo registraran y acopiaran; cauto, tímido, respondía a las arengas de su mujer con un lacónico sí, o peor, con un ujum.

 

Era el primer viaje grande que hacían -nada menos que al Perú desde su lejana Flandes- y aunque él esbozaba escasas sonrisas, para zozobra de sus anfitriones, su ágil cerebro traducía con cuidado las explicaciones y con un video registraba las imágenes de un mundo tan ajeno, tan exótico, tan incomprensible.

 

Y ocurrió lo que tenía que pasar, en Iquitos subidos en una taxi-moto (cuyo viaje les parecería más surrealista que las extravagantes pinturas abstractas de los museos de su país) la rubia enfermera y el moreno profesor de mecánica se separaron de su grupo y se perdieron. Como siempre sucedía con esta pareja de extremos ella quiso ir en busca de su grupo por el mercado de Belén, rumbo al río, mientras que él se empecinaba en probar suerte tomando el camino contrario.  El drama tuvo un final feliz y hoy nos evoca una carcajada, pero nunca olvidaré la angustiada cara de su cicerone, mi hija de 14 años, que les proponía sensatamente tomarse un taxi y regresar al hotel mientras ambos personajes pugnaban por escapársele en direcciones opuestas.

 

Entonces yo no sabía que Herman tenía cáncer; que había pasado por un terrible tratamiento y que tan sólo le daban cinco años más de vida. Sólo algo tan definitivo pudo sacarlo de su rutina segura, de sus confines estrechos y terrenos conocidos para hacer este largo viaje.

 

Si bien en público su tieso silencio ante el aluvión parlante de su mujer le daba la imagen de subordinado, él era un hombre-hormiga que en silencio laboraba, organizaba, disponía, regulaba una serie de rutinas y de ritos caseros que permitían que ese hogar funcionara sin falla alguna. Pero en esa red eficiente de soluciones, que parecían brotar sin esfuerzo y por sí solas, quedaba su mujer prendida, dándolo todo por sentado, limitándose a disfrutarlas y a compartir su vida.

 

Me tocó estar cerca de ellos cuando el cáncer volvió a atacar, sus estragos eran tan temibles que el médico con brutal franqueza le planteó la alternativa: volver a procesarlo, aislarlo y bombardearlo con la quimio o dejarlo en paz.  Ella con fuerza propuso el único argumento que podía sacudirlo: tenía que luchar por su familia. Y eso hizo.

 

En los meses que siguieron lo vimos hincharse y adelgazarse, perder todo su cabello y sufrir enormemente, pero se tomaba pausas en los períodos de paz y paladeaba un pisco sour y pensaba en Machu Picchu mientras su mujer hablaba. Salimos juntos a cenar y a caminar, él jamás dejó el trabajo, su rutina, su jogging ni a sus alumnos. Como bien dijo su hermano, Herman enfrentó a la muerte tal como había vivido: con una agenda en la mano.

 

No me fue posible identificar la voz que nos llamó por teléfono, el ronco murmullo de un animal exangüe no podía serle más ajeno y sin embargo era ella. El tratamiento se había complicado y su marido moriría en cualquier momento.

 

Es difícil describir lo que representa la vida de pareja en Flandes, viví en ella 12 años y hasta ahora me sorprende. Es agradable ver andar a las parejas de toda edad siempre unidas de la mano, compañeros de cabezas blancas, sumamente equitativos que comparten el dinero -tan duramente ganado- en pequeños lujos y plácidas salidas, en viajes rigurosamente programados, en giras con bicicleta, en teatros y en jardines, dándose enteros a su exclusivo amor, siempre juntos.

 

No hay lugar para los viudos en Flandes, su soledad es ilimitada, no tienen familia extensa como nosotros los latinos. Crían a sus hijos fuertes y autosuficientes y ellos al independizarse lo hacen del todo, como hicieron sus padres de los suyos.

 

Los preparativos del funeral me dejaron cavilando. Con total serenidad se tomaron las minuciosas decisiones del entierro, ante un empleado de pompas fúnebres armado de una moderna laptop y un elegante catálogo. La viuda y sus hijas eligieron, juiciosamente e imperturbables, el féretro, los textos de las cartas y tarjetas, el color de las flores, el lugar del crematorio, la fecha y el lugar de la ceremonia.

 

Recordé la cálida tarde cuando mi alegre marido me explicó que por la vida agitada de los deudos los funerales se programan para llevarse a cabo varias semanas después del deceso. Y cuando le pregunté qué ocurría si los hijos o la viuda querían acompañar a su muertito, alzó la ceja asombrado – ¡¿para qué?!  – ¡para estar con él!- …bueno entonces supongo que irán al mortuorio lo sacarán del freezer, lo mirarán y lo volverán a meter al freezer. Comparé mentalmente los velatorios latinos donde toda la familia vela a su ser querido, lo mira, lo toca, reza por él y en el fondo también hace tertulia (que se va haciendo profana cuanto más tarde se vuelve).

 

Hasta el día del funeral ella viajó por tren todos los días al mortuorio del hospital para estar con su marido, para preguntarle por qué se fue así, por qué permitió que la enfermedad venciera, por qué la dejó tan sola, por qué no le habló de todo lo que sentía por ella antes de morir, por qué no le dejó las instrucciones a seguir en este predicamento, por qué, por qué, por qué, por qué……

 

Durante la misa mi esposo dedicó a su hermano de 55 años un homenaje justo y sincero. Ella, disminuida por su tragedia, con su rubio cabello brillando sobre la pena del negro, se mantuvo erguida y solemne, con pocas pero precisas frases de saludo y agradecimiento, con esa etérea serenidad envuelta en un velo de tormenta en ciernes que rodea a una mujer en fatales circunstancias. Porque las flamencas se precian de fuertes, desprecian la ignominia de verter públicas lágrimas, aprecian el valor moral de ocultar la pena, menosprecian el autocompasivo gimoteo. Se crían estoicas, resisten embates con fuerza de hombres.

 

Pasado el entierro se desató la pena y ella se iba menguando y menguando, instalando en su garganta aquel ronco murmullo. Arrastraba los pies por su casa vacía tratando de encontrar la voz de Herman, sus huellas, sus pasos, oliendo su ropa, invadiendo con inquieta esperanza en la noche insomne el lado de la cama que él ocupara. Por las noches su casa helada quedaba a oscuras, en el día las persianas seguían cerradas y oscurecían la sala, las plantas languidecían, el polvo se acumulaba y la cocina casi nunca se encendía.

 

Pronto comenzaron los problemas y él no estaba, comprendió entonces el abismo de su soledad. No sabía regular la calefacción y la temperatura llegaba a 10 grados bajo cero; no tenía idea de dónde estaban los recibos, la chequera, no sabía cuánto tendría que pagar por el entierro ni de dónde saldría ese dinero, ni siquiera podía borrar de la grabadora telefónica el mensaje escueto y serio de Herman que sacudía de sorpresa a quien llamaba. La refrigeradora empezó a fallar, los recibos se apilaban, el pánico la sacudió.

 

Hasta que decidió encender la chimenea. Hercúlea tarea que siempre vio realizar al eficiente Herman. Se acercaba Navidad y casi perdida tras el volante del auto de su marido (auto que nunca había manejado porque él era su chofer) partió en busca de leña.

 

En navidad la fuimos a saludar. La casa brillaba de limpia, los cojines de la sala tenían motivos navideños, el teléfono había sido cambiado, los pagos estaban al día, adornaba el ambiente un nórdico nacimiento y, orgullosa, nos invitó a sentarnos cerca de Su chimenea donde ardían grandes troncos.

 

Toda la noche se matizó con sus activos viajes a traer leña y a alimentar el fuego, con aire profesional y un guante de asbestos. Su rubio cabello caía sobre un rostro más rosado, su voz era otra vez fuerte y segura, mostraba con aplomo los recibos debidamente pagados y archivados y se limitaba a solicitar opiniones que confirmaran sus juicios sobre posibles ahorros y movimientos de cuentas.

 

A veces recae en la pena atroz y lo noto porque el exangüe murmullo me transmite su tristeza. En ese idioma intermedio en que nos comunicamos me alienta a viajar más con mi esposo: amiga, la vida es corta, yo lo sé – me dice y su voz se quiebra. Pero Lutgarde es una flamenca; ella es una luchadora y ha tomado su vida en sus manos; además ahora tiene un nieto.

 

 

 

IONARA

 

 

Cuando viajamos a Río nos pidieron que visitáramos al cuñado de mi hermana, a punto de casarse con una brasileña y fue un placer verlos juntos. Ella alegre, hablantina, con esa belleza interna que se escapa por los ojos y le sonríe a la vida. él la miraba con adoración y, aunque sonriente y sereno, de vez en cuando soltaba una cálida ironía sobre ella y sobre las mujeres en general. Ionara fue siempre el motor que lo impulsó en sus estudios; le fijó metas y lo acicateó sin dejar de iluminarlo con su pícara sonrisa y de ofrecerle siempre el refugio de su amor.

 

Cuando visitaban Lima con sus hijos pequeños, las miradas que se dirigían nos magnetizaban, el ligero toque de sus manos al cruzarse lanzaba vibraciones. En presencia de otros ella adoptaba un segundo plano, asintiendo a todo lo que él decía, proponiendo temas que lo realzaran; muy de vez en cuando se permitía una leve broma, con cariño y con ternura. Cuando ella charlaba con otras mujeres los ojos de Carlos la seguían a la distancia, eran miradas de pasión y de ternura que en más de 20 años juntos nunca se opacaron.

 

La admirábamos mucho, profesora de gimnasia a tiempo completo, además viajaba para comprar artesanías peruanas que encontraban siempre entusiastas compradores en su país; también se hizo de una camioneta para trasladar turistas. Siempre activa en dos o más trabajos, nunca descuidó a sus hijos ni mucho menos a su marido adorado y jamás la abandonaron su alegría y sencillez.

 

– Carlos tiene cáncer y hemos venido a buscar algún remedio, nos dijo. Agotados la quimioterapia, los doctores, los pasillos de la formal pesadilla, buscaban cualquier cosa que les diera una esperanza. En el Perú encontraron la uña de gato, otros propusieron homeopatía, Carlos tomó todo e hizo todo lo que le dijeron y así vivió varios años más.

 

El año pasado en un almuerzo en Lima ¡se le veía tan bien! Incluso con sobrepeso, nos habló contento de sus planes, los hijos ya estaban grandes, tenían claro su futuro;   Ionara y él se estaban haciendo una casa para ellos y querían muchas visitas, era el sueño de sus vidas. Ella, como siempre, en medio de su activa vida iba planeando la decoración del nido con adornos acopiados en sus viajes y él trazaba planos y decidía espacios para dedicarse en su vejez a sus hobbies.

 

Pocos meses después mi sobrina llamó para decirme que viajaba a Río, su tío Carlos moría en el hospital. Por ella supe los detalles. Le escribí a Ionara, la llamé por teléfono, pero nada podría remplazar el abrazo fraterno que necesitaba darle.

 

Supe que cuando Carlos pasó al hospital para enfermos terminales Ionara se hizo voluntaria para estar más cerca de él y atenderlo mejor. Pese a su carácter dinámico e inquieto, organizó muy bien sus trabajos de directora, instructora y profesora para darse el tiempo necesario. Se puso en manos de su fe y sintió mucha paz porque nunca oyó a Carlitos quejarse de dolor.

 

Toda la familia peruana de Carlos estuvo con él. Con sus vozarrones norteños y sus chistes eternos intentaron aliviarle la partida, como machos, como debe ser. Carlos tenía 55 años. Cuando falleció y recuperó su carita de niño todos se tomaron fotos con él y pasaron a ocuparse de los trámites mientras Ionara decidía el lugar del entierro y se ocupaba de sus numerosos huéspedes, robando uno que otro minuto a solas con su marido para tomarle la mano, acariciarle el cabello, bañarlo en la ternura de una vida feliz juntos.

 

Preocupada por sus hijos y rogando a San Expedito que le diera resignación pasó por aquellas horas un poco en vilo, un poco esfumada en los pequeños quehaceres. Ionara respondió a mi carta con una carta muy bella en portuñol y la comparto:

 

«Dicen acá que lo que se lleva de esta vida es la vida que se lleva»…… «Carlos no más está con nosotros y esto tú (lo) sientes en todo momento. Pienso en él muchas veces en el día, las cosas traen recordaciones sobre todo lo que hacíamos juntos y ahora ya es diferente, ya no es más como antes. Lloro mucho todavía, en la casa, en el trabajo, manejando o caminando en la calle, en fin, no es fácil, no es fácil. Ahora me ocupo de los papeles y estoy con la construcción de la casa. Tengo que hacer lo que Carlos hacía: comprar material para la construcción, hablar con los albañiles, estudiar lo mejor para hacer en la casa, en fin, todo lo necesario para terminar nuestra casa…… Yo pienso …. Voy a trabajar mucho, voy a terminar nuestra casa, voy a hacer esto, voy a hacer esto otro, y todos creen que soy muy fuerte, una mujer fuerte que todo aguanta. No amiga, estoy en pedacitos por dentro de mi cuerpo. Hay días que me pregunto ¿por qué? ¿cuál es la explicación? ¿por qué tengo que perder la graciosidad de las cosas? ¿por qué no tengo  voluntad para nada? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? y ¿Por qué?

 

Si yo no tuviera la compañía de mi familia, de la familia de Carlos, de mis amigos, todos tan maravillosos, yo me quedaría tonta hasta ahora, porque es más fuerte que tú. Yo no podía controlarme …… felizmente estuvieron tantos familiares conmigo (que me dieron fuerza) pero espero que todos los peruanos que aquí estuvieron sientan que todos también querían darles atención. Nosotros que tanto imaginamos  una inauguración de esta casa con toda la familia y ¡mira!, ¡mira cómo fue que conseguimos reunirlos a todos!»

 

Por eso amiga –me dice- disfruta todo lo que puedas con tu esposo. No pierdas el tiempo en pleitos, porque un minuto perdido es un minuto perdido para siempre. La vida es corta, yo ahora lo sé.

 

Los hijos de Ionara ya partieron para empezar sus propias vidas adultas y supe que Ionara visitó otra vez nuestro país buscando esta vez contactos comerciales en artesanía. Quisiera ver pronto a esta mujer tan fuerte, tan tierna, tan alegre que puede llorar en público porque sabe que las lágrimas sirven mucho para limpiar el corazón.

 

 

 

 

CRISTINA

 

La fui conociendo año por año y cada vez la admiraba más. Llena de sueños y con la voluntad para alcanzarlos iba por el mundo pintando la vida, dibujando las pasiones. Parecía inalcanzable, respondía a los requiebros con un lenguaje tan propio que nadie la comprendía. Era tan frágil de cuerpo como robusta de espíritu y todas sus amigas estábamos seguras de que estaba destinada a un futuro ajeno a todo molde. Que si alguien podía lograr sus sueños ciertamente era Cristina.

 

Cuando me presentó a su marido sentí una nube muy densa, no era bueno. Pero era un hombre brillante que entendía su lenguaje y con ardides mundanos la guiaba por oscuros laberintos.

 

Fue penoso entonces verla, mi amiga se fue apagando, su armadura medieval de hada y caballero andante se fue desvaneciendo, se fue volviendo insegura, ya no creía en sí misma, renegaba de sus sueños.

 

Desde su soberana altura él le construía cercos que ella al principio rebatía, pero en algún momento de su historia ella dejó de pelear. No sé cómo lo logró pero nuestra plástica Cristina fue cayendo en abandono, como una hermosa vela morada llena de estampitas y dorados rizos que al arder se va aplanando, derritiéndose en arrugadas jetas, que se explaya hasta ser chata.

 

Asentía a sus caprichos, sólo él tenía razón, esquivaba las verdades y escogió el aislamiento. El levantaba crueles cercos y ella los blindaba. Vivía para él y por él. Se deshizo de su yo.

 

No había consejo que valiera,  ni incitación que la urgiera, su sentido del deber era de roble, el hombre era su marido y jamás lo dejaría.

 

Tal vez es la forma en que criamos a nuestras hijas. Entre resbaladizas culpas, rojas vergüenzas ajenas y plomos afanes penitentes, pero siempre dependientes de nuestro maternal poder supremo para resolverles los problemas, cercenándoles día a día su libre albedrío y repitiendo la cadena con nuestras hijas, una tras otra, tras otra, tras otra hasta el quejido infinito.

 

Para luego preguntarnos, ¿por qué seremos un pueblo de borregos? ¿por qué no nos rebelamos? ¿Por qué? ¿Por qué?

 

Entre Cristina y su esposo los roles se ciñeron a un remanido guión. él mandaba, y ella lo complacía; él gritaba, ella rogaba; él tronaba, ella rezaba. Cuando en muy contadas veces parecía despertar,  las personalidades colisionaban con igual intensidad pero siempre era ella quien cedía.

 

Cuando le di el consejo de apartarse, cuando la exhorté a ser feliz, mansamente indiferente repitió la sabia sentencia de un general: Para todo nos preparamos en la vida, amiga, menos para lo principal: para ser felices, para ser padres, para envejecer, para jubilarnos y para morir.

 

Un día como tantos otros el marido no volvió, pero esta vez una voz de mujer llamó por teléfono para anunciar que tras un grave accidente estaba en el hospital.

 

Ella llegó atormentada entre la duda y la pena para verlo expirar y se encerró en duelo y silencio.  Se niega a recibir amigas, no quiere contestarle a nadie. De ella nada sabemos hace más de un año.

 

No estuve cerca de ella entonces y me pesa, una mujer de su sensibilidad necesitaba a sus verdaderos amigos en ese trance.  Me pregunto si a los 55 años aún le quedan tiempo y fuerzas para romper esos cercos que blindara, para recuperar sus sueños medioevales y sinceramente deseo tanto que lo haga …… porque la vida es muy corta como lo sabe Ionara, como lo sabe Lutgarde.

 

Ojalá que ella haga suyo lo que decía Martí: Todos Nacemos para ser Felices.

 

Ser felices no es pecado.

 

 

Flandes 2001, Lima 2014 Yolanda Sala Báez

 


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Qué Bárbara

Qué Bárbara

Alegre, llenita, piel canela, curvas suaves, voz ronquita; ojos con antojos: a veces celestes como el cielo de un verano envejecido. Otras veces violeta como el mar que abraza al sol cansado.

El padre era un guitarrista de Chincha y la madre una voluntaria de Illinois. Gracias a su madre pudo entrar legalmente a Estados Unidos cuando terminó sus estudios.

Bárbara era tenaz – como su madre – y llegó a Nueva York, su meca. Amigos de amigos de otros amigos le consiguieron empleo limpiando oficinas en un banco y Bárbara trabajó de día y estudió de noche con el mismo entusiasmo con que bailaba landó.

En sus primeras fotos vestía, como siempre, de alegría y su melena enrulada resaltaba entre las cabezas oscuras de sus sonrientes colegas.

Al graduarse postuló a un cargo en el mismo local donde había barrido. “Al toro por las astas” era su lema; y la contrataron.

Bárbara, de rulos rebeldes, caderas musicales y sonrisa fácil, compartía entonces un departamento con una brasilera, dos canadienses y su mejor amigo: Ben, un vietnamita que hacía delivery con su camioneta.

Un cliente del banco dio un vuelco a su cartera de inversiones sólo para tenerla de asesora. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería y puso a la Latina en su mira. Le hizo la corte hasta que Bárbara cedió.

De ahí en adelante las fotos de Bárbara nunca más fueron en grupo, siempre sola, con poses y ropas que se notaban ajenas. Ternos grises, anteojos de carey. En su última foto estaba irreconocible: adiós curvas, falda austera, polo negro, pelo lacio y tristón, y además ¡estaba rubia! La sonrisa se le había escapado, parecía irritada con el mundo.

El novio la conminó a irse con él a Nebraska. Barbie (era ya su nuevo nombre) no estaba muy convencida pero había perdido su independencia y accedió.

Ben se comprometió a llevarle sus pocos muebles en la camioneta y llegó un martes por la noche a la nueva dirección postal de Barbie.

Era una residencia enorme y aislada, llena de luces de neón, en una colina donde moría una trocha angosta y mal iluminada.

Un estruendoso concierto de violines histéricos con piano marcial, impedía que se oyera el timbre. Ben
inútilmente tocó el claxon, gritó, golpeó la puerta.

El teléfono de Barbie no respondía, acudió a la estación de policía más próxima y expuso el problema.

El sheriff lo escoltó en el patrullero y con un megáfono se hizo escuchar. Se apagaron las luces, se silenció el concierto, sonaron metales y puertas.

El sheriff insistió en que abrieran.

Abrió la puerta el novio de Barbie, con un delantal de plástico salpicado de sangre y una mirada helada, impregnada de resignación y fastidio.

El cuerpo cimbreante, suave, rítmico de Bárbara yacía en trozos, ordenadamente dispuestos en el jardín, listo para ser sepultado.

Agosto 2014-08-19 Yolanda Sala Báez


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LA SEGUNDA HIJA

La segunda hija

 

El primer parto duró tres días. Era 1950, la cesárea estaba a nivel de primer borrador y, pocos se atrevían a practicarla. Además en esa época se esperaba que las madres padecieran, sólo así podrían ser buenas mamás, criarían bien a sus hijos, aprenderían a soportar el dolor porque las mujeres hemos venido a este mundo a sufrir, así era la creencia.

El médico habló con el angustiado padre primerizo que venía directamente de la base aérea de Las Palmas, donde había sido jefe de  guardia. Papá era capitán y aún estaba con su uniforme caqui, casaca de cuero, pistola y botas.

Interiormente vestía una pesada preocupación por el sufrimiento de su joven esposa y un prolongado cansancio.

El doctor, sudoroso, lo miró a los ojos y le dijo:

—Me temo que este parto presenta graves complicaciones. El bebe está en mala posición, es muy grande y su esposa es muy estrecha y primeriza. Contamos con un excelente plantel pero con poco optimismo. Así que debo preguntarle, Capitán: si tenemos que elegir ¿a quién salvamos, a la madre o al niño?

Papá atravesó al obstetra con esa mirada tan suya, que atemorizaba. Sus ojos color granadilla con destellos dorados perforaban el alma y doblegaban la voluntad de sus interlocutores.

Desenfundó su pistola y contestó sin alzar la voz:

—Salve a los dos o lo mato.

Así nací yo. Mi madre tardó en recuperarse y quedó traumada con mi nacimiento.

Mi padre quería un hijo hombre, tal vez porque había terminado recientemente la segunda guerra mundial que causó alrededor de 35 millones de muertes y había una urgencia primitiva, instintiva de repoblar el mundo. Además en una sociedad machista como la nuestra lo importante era tener hijos hombres.

Cuando mamá salió nuevamente encinta habían pasado cuatro años, yo reinaba incontestable en nuestro hogar. Mi padre me adoraba, mis tías, tíos, primos y primas me engreían; yo era la muñeca de mi madre y de mi abuela materna.

El segundo parto fue igualmente complicado pero esta vez el doctor Gordillo ya tenía más dominio de la cesárea y papá no tuvo que sacar a relucir la pistola.

Cuando llegó al hospital y vio a la criatura recién nacida sonrió feliz.

— ¡Mi hijo! ¡Es igualito a mí!

No, Mayor, es una niña —lo corrigió la enfermera.

Al salir de la sala de recuperación mi madre recibió como saludo una mirada acerada:

— ¡Otra hija mujer! ¡Otra chancleta! Como no me des un hijo hombre me divorcio.

Mi hermanita nació con una hernia insidiosa y durante sus primeros meses no hacía sino llorar.

La llamaron Marina por la hermana de mi abuelita paterna, que también era del 3 de marzo, y Armida por el personaje de Torquato Tasso en Jerusalén Libertada. Enviada por el rey de Damasco, la maga Armida había empleado sus hechiceros poderes para hacer prisioneros a importantes caballeros cruzados

El mayor de los poderes de mi hermanita fue su genio, emblema de su personalidad. Éramos opuestas: yo era tranquila, obediente, sumisa, dócil, cariñosa. Criatura moldeada por una madre perfeccionista y un padre militar.

Armida era hiperactiva, curiosa, firme, llorona y tenía el “¡No Quiero!” en la punta de la lengua. No dudaba en tomar las cosas por la fuerza y era propensa a las rabietas.

Yo recibía cariño y ella reprensiones, yo premios y ella castigos.

Armida aprendió a caminar y a hablar muy pronto. Como era inquieta al cumplir un año se lanzó a la poza más honda de la playa del club Regatas, mamá estaba en el sétimo mes de su tercer embarazo. Felizmente la bebe tenía pañales y calzón de plástico y pudo mantenerse a flote justo el tiempo necesario para que un bañista la rescatara antes que mi madre se lanzara al mar.

Vivíamos entonces en un departamento alquilado, en el segundo piso de una quinta en la calle Merino. Por un terrible error, alguien olvidó cerrar con pestillo la rejilla que impedía el acceso directo a las escaleras. Armidita que estaba en el andador empujó la reja, se rodó las escaleras y sus ojos quedaron desviados.

En setiembre del 55 nació el anhelado hijo hombre y mamá fue quien se lo apropió con vehemencia. Esta vez el parto fue rapidísimo, sin complicación alguna.

Eran años tranquilos y felices, vivíamos en un simpático chalet alquilado que no tenía escaleras. Éramos una familia extensa y almorzábamos diariamente con mi abuelita materna, mi tía Eda y su esposo Raúl, que también era aviador y a veces nos visitaban amigos de la familia y otros parientes. Mi madre era muy unida a mi tía Eda, su hermana mayor, que fue prácticamente quien crió a mi mami que era 14 años menor. Siempre andaban juntas.

Armi era veloz y solucionaba obstáculos con mucho ingenio. No podía estar quieta. Mamá y mi abuelita nos cosían vestidos iguales. Cuando íbamos a asistir a alguna invitación mamá nos vestía, nos peinaba y empezaba a alistarse en una ceremonia que hasta hoy, que tiene 90 años, dura tres horas.

Yo me sentaba en una silla con mi libro y no me movía de mi asiento. Armida en tres minutos estaba despeinada, con los zapatos sucios y el vestido rasgado. Mi madre perdía fácilmente la paciencia y vivir con ellas era ser testigo permanente de un duelo de voluntades.

Mi tía Eda y mi tío Raúl formaban una bella pareja. Se palpaba el amor y la admiración que se tenían. Ella tenía rasgos delicados, parecía una artista, con algo de Greta Garbo y de Audrey Hepburn. Mi tío era apuesto y elegante. Empezó a trabajar a los siete años para ayudar a su madre viuda y tenía un temperamento dulce pero tenaz. No tenían hijos. Mi tía tuvo cáncer de mama a los 17 años y no pudo ser madre.

Mi tía Eda y mi tío Raúl se prendaron de mi hermana y ella de ellos. Mis tíos propusieron a mis padres adoptar a Armidita, pero papá se negó.

A veces la vida se repite por fragmentos, como queriendo saldar antiguas deudas ajenas. De niño mi papi había sido el engreído de su tío materno Manuel. Mi papá era el único que tenía ascendiente sobre el tío que no podía tener descendencia. El tío Manuel le pidió a mi Mamima que le permitiera adoptar a mi padre y ella le respondió que no lo haría porque ella tenía tres hijos y los tres debían tener las mismas oportunidades.

Esa misma respuesta recibieron mis queridos tíos y hasta hoy pienso que fue un error.

Yo seguí siendo la reina de papá, mi madre endiosó a mi hermano y mi hermanita, cuando mis tíos no estaban en nuestra casa, quedó en la tierra de nadie.

Armida era muy perspicaz, yo era lenta y crédula. Apabullada por mi rol de hija mayor, ‘que debe dar el ejemplo y cuidar a sus hermanitos’ sufría la tortura de los pleitos de fin de mes. Desde que tuve uso de razón mis padres discutían acremente el día de pago porque el dinero no alcanzaba. A veces se encerraban en su cuarto y los gritos los oíamos en el jardín donde yo intentaba distraer a mis hermanos.

El ritual culminaba cuando mi padre me llamaba y me explicaba que él y mamá habían resuelto divorciarse y como yo era la hija mayor tenía que decidir quién se iría con él y quién se iría con mi madre.

Yo salía llorando y trataba de explicarlo sin causarles dolor a mis hermanitos. La primera vez los dos lloraron y fue angustioso. Evoco el jardín, las rosas, el árbol y dos niños muy pequeños, Armidita de cuatro años, Pedro de tres, rostros rojos, medio morados, muchas lágrimas, angustias, hipo, gritos, no recuerdo más.

La segunda vez fue después de unas vacaciones de verano: el gatillo era el pago de las matrículas. Se repitió la escena sin cambios en el guión. Pero esta vez Armi me miró, soltó una lisura y se trepó al árbol que reinaba en el jardín.

La tercera vez Armidita tenía ocho años y yo 13. Llorando expliqué el problema y ella me miró muy seria.

— ¿Yoli, no te das cuenta de que nunca se van a divorciar? esa es su forma de quererse. No les hagas caso.

Y regresó a jugar con sus muñecas. Yo me seguí creyendo el drama y sufriéndolo hasta que cumplí 20 años.

Mi hermana tenía espíritu luchador y era de una lealtad a toda prueba. Odiaba el colegio, supongo que por su férrea disciplina inglesa, tal vez también porque no era fácil ser una niña bizca y usar anteojos. Hasta que ingresó al tercero de primaria yo pasaba todos los recreos consolándola porque quería regresarse a casa. Felizmente se integró a un grupo de chicas de su clase que mantuvieron la amistad y siguen siendo las entrañables Mosqueteras hasta hoy, que son hermosas abuelas.

Mi padre trabajaba mucho e incluso hubo una época en que estudió economía en la universidad por las noches, pero la programación de los vuelos le impidió continuar esa carrera. Fue un padre formador, paciente y amoroso. Cuando volvía a casa y mamá le recitaba la retahíla de maldades que habíamos cometido, mi papá con una mirada y un rictus de pena hacía que nos arrepintiéramos sinceramente de nuestras fechorías. Nunca emitía una sentencia sin oír ambas partes, con su sonrisa constante nos sentíamos seguras y cuando aparecían nubes preocupantes nos cantaba o recitaba una pieza de su colección de rimas y coplas.

Nos repasaba las tareas, nos explicaba lo que no entendíamos y nos contaba anécdotas de personas cuya conducta le parecía admirable y digna de emular.

Conmigo la relación era especial, yo era su copiloto o su navegante, para mí no había límites de horario, podía interrumpir su comida o su descanso con mis preguntas, todo lo hacíamos juntos y con alegría.

Con Armida tenía que ejercer más disciplina, si ella no entendía lo cuestionaba, le decía que él era un torpe que no sabía nada, lo insultaba y partía a refugiarse en nuestro cuarto mientras yo me ponía entre ellos para evitarle el castigo a mi hermanita.

Armida sabía lo que quería y eso era precisamente lo que hacía. A pesar de tener un cociente intelectual muy alto se negó a estudiar una carrera universitaria. Ella quería ser secretaria, como sus amigas del colegio. Mi padre insistió y ambas postulamos a la Universidad Católica. Yo solo aprobé la parte de letras pero Armi sí obtuvo un buen puntaje  en todo y podría matricularse. No lo hizo. Ella quería ser secretaria.

Y fue una excelente secretaria, cuando dejaba un empleo tenían que remplazarla con tres personas, tomaba decisiones aplicando las pautas que nos inculcó papá. Franca, leal, responsable, solidaria, efectiva, honesta, valiente, generosa, pragmática, infatigable, incorruptible. No vacilaba en soltar una buena lisura cuando era necesario y no soportaba intrigas ni  hipocresías.

Aunque nos adorábamos la diferencia de edad entre nosotras no nos permitió compartirlo todo, abrir juntas las ventanas de la vida, descorrer sus misterios, ser cómplices de travesuras.

Le encantaban las bodas y cuando vivíamos con mis tíos Eda y Raúl, todos los domingos íbamos a misa en tranvía y Armida nos obligaba a escuchar al menos tres misas seguidas, solo para que ella pudiera ver a las novias. Cuando soñábamos con nuestra casa propia Armi escogía para su futuro dormitorio fotos de camas de bronce dorado con dosel medieval y mosquitero, para pegarlas en el álbum familiar de nuestros sueños.

Su vida sentimental no fue el cuento de hadas que merecía mi maga pero, como se fue a vivir fuera de Lima y jamás se quejó ni pidió ayuda, nunca supimos los detalles ni cuánto sufrió.

Ambas seguimos caminos diferentes, nuestras filosofías a veces eran antagónicas, pero nunca afectaron nuestro cariño. Admiré siempre su capacidad de comprender los errores de las personas que le hacían daño y su hidalguía para perdonarlas. Yo no puedo hacerlo.

La vida nos dio la oportunidad de zurcir algunos desencuentros y compartir alegrías, incertidumbres, confidencias y diabluras. Armida siempre supo que contaba conmigo y yo con ella. Ambas echamos mucho de menos a papá con sus sabios consejos, su capacidad de leer entre líneas, sus sólidos principios morales. Armida es quien más se le pareció.

Afortunadamente, antes de dejarnos, Armi conoció a Mateo, su primer nieto y me gustaría pensar que tal vez no conoció a Nara, su primera nieta, porque la vida trata de disculparse por llevarse a mi hermanita tan pronto y nos la envía de vuelta convertida en otra sabia maga para que esta vez sea muy feliz.

En marzo mi maga habría cumplido 60 años de edad y este 31 de julio cumple un año de fallecida. Repasando recuerdos, viendo viejas fotografías descubro una nube triste en sus ojos color granadilla, un velo de orfandad en su gesto desafiante. En su enorme dignidad noto una fisura, que debió haber sido llenada con más amor, para que la felicidad fuera la pátina de su sonrisa franca.

Y hoy, con mi habitual lentitud, recién me percato de la odisea que vivió esa niña por haber sido la segunda hija y por haber sido una ‘chancleta’.

 

18 de julio 2014 Yolanda Sala Báez

 


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LECTURA RECOMENDADA

Fernández Ana


Ver obras del autor
Fragmentos de una memoria
Blanca Luz en Sombras
Nació en Buenos Aires. Desde muy joven se expresa por la poesía y publica en varias revistas en la Argentina y en el extranjero. Fue integrante del Consejo de redacción de la revista “Barrilete” (1964-1966), de la revista “Cero” (1966-1968) y colaboradora de la revista “Vigilia” hasta 1975.En 1965 obtiene en Buenos Aires el Premio del Fondo Nacional de las Artes y publica su libro de poemas “La vida de golpe”, con el seudónimo de Ana Vásquez. Figura en la “Antología poética de la generación del 60”, Buenos Aires, Argentina.En 1978, se ve obligada al exilio en Bélgica, país en el que reside desde entonces. En Bruselas se incorpora al Consejo de redacción de la revista “Franja” (1980-1982). En 1980 gana dos concursos de narración en español, uno en Bélgica y otro en Berlín, con su cuento “Recuerdos de mañana”. En 1981 publica juntamente con otros autores un libro de poemas: “Sur”, Ediciones Mataró (Barcelona, España). En 1983 integra el grupo de poetas belgas “Identité” y compagina una “Antología de poetas y pintores latinoamericanos en exilio”. Ediciones de L’ Arbre a Paroles (Bélgica, 1984). En el 2002 gana el segundo Premio de Poesía de las Ediciones Nuevo Ser (Argentina). En 2006 publica su primera novela “Fragmentos de una memoria” ediciones Dunken (Buenos Aires, Argentina). Esta novela fue traducida al francés y publicada por la editorial Luc Pire (Bélgica) en el 2007. Ahora presentamos al público su reciente novela: “Blanca luz en sombras”.

Blanca Luz en Sombras

 

Fernández Ana
Novela
Colofón:2014-01-24 00:00:00
Editorial:
ISBN:978-9870270409
80 páginas
castellano
Sinopsis:
Una joven profesora de literatura lee en un diario de Argentina que el mural pintando en 1933 por David Alfaro Siqueiros, en la finca “Los Granados”, olvidado durante años en el sótano donde fue realizada la obra, exhumando fraccionado en bloques en 1991 y nuevamente abandonado en unos contenedores en la provincia de Buenos Aires, va a ser rescatado, puesto en condiciones y exhibido al público por el nuevo Gobierno de la Nación. La noticia la retrotrae a la época en que siendo una adolescente presenció la recuperación de la obra en la famosa finca de don Torcuato. La joven, en aquella ocasión, se sintió extrañamente atraída por los ojos de la mujer prisionera del mural, ahora, al descubrir nuevamente esa mirada en la foto que acompaña el artículo, se siente interpelada y descubre que la imagen vivía desde entonces en su subconsciente. No pudiendo resistirse a ese llamado, emprende una búsqueda apasionada sobre la vida y el destino de la modelo. Sólo encuentra datos sucintos y contradictorios y llega a sospechar una cierta misoginia con respecto a aquella mujer. Ante tanta ambigüedad, se propone descubrir la verdadera personalidad de Blanca Luz. Dicha investigación llevará, finalmente, a la protagonista a la isla Robinson Crusoe, en Chile. Allí vivirá sorprendentes experiencias sensoriales que cambiarán su vida.
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El Terremoto de 1940 en Lima

El terremoto del 40

 

—¡Maruja, regresa a tu asiento! —ordenó furiosa la monja. Maruja era lo que hoy denominamos una niña hiperactiva, pero en 1940 Maruja era una pesadilla que alteraba la sacrosanta disciplina del colegio.

La tercera vez que Maruja se alejó de su carpeta, mère Sophie la sentó de un empellón en la silla de castigo que había en un rincón y ató las tiras del mandil rosado de la niña al respaldar del incómodo asiento.

La monja reanudó la clase obligando a las alumnas a repetir varias veces la tabla del ocho. Cuando estaban en 8 x 5 = 40 un murmullo invadió el aula, se transformó en un dilatado rugido y el piso empezó a sacudirse. Ruido y movimiento se combinaron ampliando su intensidad y duración y remeciendo el salón en oleadas.

Estaban en el tercer piso de un vetusto edificio en el centro de Lima y la monja francesa nunca había vivido un temblor. Salió despavorida y tras ella corrieron las alumnas pegando de alaridos y llorando.

En el rincón se quedó Maruja, con los ojos desorbitados e intentando frenéticamente zafarse de sus ataduras.

La única que se acordó de Maruja fue Eda, la mejor alumna del salón y – afortunadamente para Maruja – también la más serena.

Eda intentó desatar a Maruja pero tuvo que actuar con energía porque Maruja estaba enloquecida: se sacudía, maldecía y pateaba como una fiera.

Cuando por fin la liberó, Maruja arrancó a correr hacia las angostas escaleras y vio horrorizada la interminable multitud de cabezas morenas y mandiles rosados que, entremezclados con los hábitos y tocas de las monjas evocaban bandadas de gaviotas revoloteando entre rosas.

Eda notó el brillo en los ojos desquiciados de Maruja y agradeció haber crecido entre primos y hermanos hombres con quienes resolvía desacuerdos a brazo partido. Logró controlarla aplicando toda su fuerza y su don de mando.

Al ver las escaleras saturadas Maruja intentó lanzarse desde el muro del corredor del tercer piso pero Eda la detuvo, le aplicó una llave, la tumbó en el suelo y se sentó encima de la aterrorizada niña. Cuando notó que ya respiraba casi con normalidad, le permitió ponerse de pie y bajaron juntas los escalones.

No era tarea fácil, el edificio se mecía como un velero en plena tormenta, las ventanas estallaban, las claraboyas crujían y los muros se iban surcando de cicatrices, rasgados por un sísmico león que no dejaba de rugir.

En el patio principal algunas monjas intentaban poner orden entre las alumnas y cuatro religiosas, como abejas obreras, atendían a la abeja reina: mère Sophie, que había sufrido un desfallecimiento.

Al volver en sí la francesa se encontró con la mirada iracunda de Eda que le encajó una pregunta:

Mére Sophie, ¿dónde está Maruja?

La monja levantó los ojos y vio que ya no había aulas en el tercer piso, solo escombros. Se puso lívida, carraspeó y repuso:

—¡Pobre niña! ¡Era la voluntad de Dios! ¡El Señor tiene oscuros designios!

Oscuros quedaron los ojos de Mére Sophie cuando Eda terminó de descargarle sendos puñetazos.

 

Mayo 2014 Yolanda Sala Báez

 


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Las Orozco

Las Orozco

 

A las mujeres de la familia Orozco las hacen con un material especial. Son magras en carnes, en estatura y en palabras. Son sumamente hacendosas y multifacéticas, pero como todo lo hacen con silenciosa eficiencia nadie les reconoce la autoría del ambiente grato, cordial, saludable y confortable que ellas tejen, como un edredón de estrellas, día a día en sus hogares.

Una de esas mujeres es mi prima Sarita. Trabajadora, enérgica, solidaria y positiva. Es la arañita laboriosa que enlaza con su sonrisa, su generosa compañía y su inagotable curiosidad histórica a todos los Orozco. Sigue las huellas del tío Patuto que hurgó hasta encontrar el pueblo vasco de Orozko, y pacientemente ha armado el árbol genealógico de la familia.

Sara ha indagado los orígenes del valle de Santa Eulalia, donde se asentaron nuestros antepasados y ha tendido un puente intergeneracional que cada día surca más países y une a más parientes.

Devota de la Virgen del Carmen prosigue la tradición que iniciara mi Mamima Justina y que continuaran mis tías Manuela, Raquel e Irma, promoviendo el ritual de revisar el  ajuar de la Virgen del Carmen. Esa imagen la hizo traer de España, en el siglo XIX, nuestro bisabuelo don Pedro Orozco y todos los años, en Julio, una alegre bandada de primas constata el estado en que se encuentran las prendas, las limpian y las reparan amorosamente. Sacan de su fina envoltura y airean vestidos, pelucas donadas por devotas, las joyas, los milagros de plata  y demás parafernalia de la Virgen y su niño. Enternecen las pequeñas ojotas de plata del niño y las delicadas enaguas bordadas de la madre.

Meticulosa, Sarita hace las anotaciones del caso y las asistentes a ese femenino cónclave firman el acta.

Y es que de raza le viene al galgo:

Hace unos meses Sarita llamó a Chosica a su mamá de 90 años, a la hora del almuerzo como acostumbra. Pero en vez de oír la voz de su madre, le contestó el teléfono una prima suya:

—¿Quién es?

—Soy Sara, Chavela ¿eres tú?

—Sí, estoy acá, pero no te preocupes, ya llegó la policía.

—¿La policía? ¿Qué ha pasado? ¿Y mi mamá?

—Unos  delincuentes se han metido en la quinta, están armados, tengo que irme. Chau —apurada Chavela  colgó el teléfono.

Alarmadísima, Sarita llamó a su hermano que también vive en Chosica, quien salió en auto de inmediato y llegó al barrio de la tía Martita. Sorteó con dificultad a la muchedumbre. La calle estaba saturada de periodistas, patrulleros, curiosos y policías con perros.

Y ahí estaba su anciana madre: frágil, recientemente operada de la vista, apoyada en su bastón, vestida de negro,  y diciéndole al oficial de policía:

—Para salir del corral donde se han escondido esos ladrones tienen que saltar un muro. Haga que sus hombres se dividan en dos grupos para que los rodeen, y el resto, los que están con los perros, que los esperen en la calle del Puente. ¡Ah! —agregó la dulce anciana —que les disparen pero solo a las piernas para que no se escapen, ¿Me entendió?

—¡Claro que sí, señora! —se cuadró el oficial. —Ya escucharon, muchachos, ¡marchen!

 

25 de mayo 2014 Yolanda Sala Báez

 


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La abuela escritora

La abuela escritora

 Harta de tantas intromisiones, bien intencionadas algunas: “Mamá ¿todavía no te has hecho tus análisis?”  “¡Pero Madre, si te han prohibido los chocolates!” Mal intencionadas otras: “Pero suegrita, ¡por favor! ¿Cómo se le ocurre ponerse ese pantalón, a su edad?”

Cansada de que sus hijos le encarguen el cuidado de los nietos para irse a jaranear y de que los nietos adolescentes dispongan de sus cosas: “¡’ta vieja no te amargues, si ese collar nunca lo usas y a Jezenia le gustó!” Teresa organizó una escapada.

Les comunicó a sus hijos que se iba a una cura de descanso con su prima Haydee. Sol, baños termales, comida sana…

— ¿Y cuándo regresas?

—Cuando regrese. Serán unas saludables vacaciones para todos. — Lanzó un beso colectivo al aire y se marchó.

En realidad se fue con Félix, un guapo profesor jubilado, a quien conoció en las tertulias bailables del club Alegría Otoñal. Se hospedaron en una simpática pensión sin grandes pretensiones, en una pequeña caleta solo frecuentada por viejos pescadores, surfistas serios y caminantes disciplinados.

Mientras Félix hacía su siesta reglamentaria, Teresa ocupó sus tardes en la laptop de tercera mano desechada por sus nietos. Volcó en una novela sus cóleras silenciadas y sus quejas pendientes. El resultado fue una catarsis biliosa impublicable, pero el ejercicio le sirvió para limpiarse el alma.

Una vez liberada de sus demonios Teresa se abrió plenamente a la vida. Iba con Félix al mercado, nadaban, se tomaban una cervecita y dormitaban en la playa, reían, caminaban por la orilla del mar al atardecer, bailaban, leían y comentaban sus lecturas, se amaban.

Félix y Teresa acordaron explorarse, descubrir sus fantasías más ocultas y ponerlas en práctica sin tapujos. Pero decirlo era más fácil que hacerlo.

—No tenemos 50 años por delante —animaba Félix.

—Sí, tienes razón, o lo hacemos ahora o no lo haremos nunca —replicaba Teresa para darse valor.

Y dio resultado… Desarrollaron una relación tan intensa y tan hermosa que Félix, ruborizándose, admitió una noche como, al comienzo de esa nueva etapa de su vida como pareja, se había sentido cohibido porque temía que su cuerpo, despojado de elasticidad por los años, le resultara ofensivo a Teresa.

—Comprendo muy bien lo que sentías  —respondió Teresa —A mí me cuelgan pliegues flácidos y tengo el cuerpo vestido con arrugas, como los elefantes. Pero en vez de avergonzarme pienso que los africanos, que son tan grandes estetas, les rinden culto a esos sabios animales y me digo: “¡Por algo será!”.

Superadas las últimas barreras, Teresa fabuló su amor con Félix y el resultado fue una novela de 480 páginas que ganó el Concurso de Novela Casa de Las Américas.

“La gran elefanta” fue llevada un año después al cine, protagonizada por Sean Connery y Merryll Streep.

Teresa le envió a su nuera una foto, tomada durante el estreno del film, en la cual Sean Connery le susurraba algo travieso a la gran escritora.

 

Febrero 2014 Yolanda Sala Báez