La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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Charles Louis y la fortuna

En mayo de 1890, mientras América del Sur acogía a su primer millón de europeos pobres, en Flandes un próspero comerciante de carnes proveniente de Malinas visitaba a una pequeña familia de Sint Niklaas que tenía un modesto establo atendido por una hija apetecible y trabajadora. La compra de unas reses no fue la única operación que el mercante consumó.

Charles Louis, fruto de otro tipo de relación, nació el día de San Valentín en el año de 1891. Pelirrojo y rotundo a pesar de su corta estatura, fue acogido con alegría por los pragmáticos abuelos que dieron la bienvenida al futuro vaquero. Los encantos de su joven madre atrajeron a un caballero de la región, el señor Van Waesberghe quien al desposarla adoptó a Charles Louis y le dio su nombre, que no fue poca cosa.

El pedigree de la noble familia Van Waesberghe se remontaba hasta 1156 y tras haber sido señores feudales desde 1600 y haber aportado numerosos médicos, abogados y amanuenses a las más altas esferas sociales, la familia perdió varias cabezas en la Revolución Francesa de 1789 y fue declinando hasta producir fabricantes de barriles en la era napoleónica, en tanto que una de sus ramas se hizo protestante y emprendió la publicación de biblias en Gante.

El león del escudo de armas, que comparte con un grifo el honor de flanquear a un león coronado, no alude al león de Flandes sino al de Chablís, en Saboya y aunque los heráldicos felinos captaron su fantasía, fue su lema lo que se grabó en el alma y el cerebro de pequeño Charles Louis.

En góticas letras reza en latín una frase de Virgilio: Spero Fortunae Regress que significa Espera que regrese la fortuna. Durante siglos la familia lo interpretó y perpetuó como: ‘Trabaja porque la fortuna sonríe sólo una vez’.

Y ésa fue la divisa de nuestro Charles Louis: desde la infancia se esmeró por ser útil, serio y trabajador; en la adolescencia se destacó por buscar grandes responsabilidades y asumirlas. Su familia estaba orgullosa de él.

A los 20 años se enlistó en el ejército y sirvió durante un año regresando al pueblo con un pintoresco bigote que trazaba una ‘w’ de patilla a patilla. Había adquirido fuerte tono muscular pero no estiró su metro sesenta y seis y estaba resuelto a abandonar los establos e incursionar en la modernidad.

Enamorado de Valentina, una joven de ojos color granadilla, nariz respingona, pestañas rizadas, risa fácil y busto generoso Charles Louis buscó trabajo y lo encontró como obrero no calificado en el ferrocarril. Fiel a su consigna, Charles trabajó y aprendió cuanto pudo en ese mundo de humos de carbón y vagones de madera y logró llegar a maquinista.

En su modesta casita nació su hija y cuando la niña cumplió cinco años la joven esposa de Charles empezó a trabajar de tejedora en un taller. Charles sentía que la laboriosa diosa fortuna estaba pronta a sonreírles y premiar sus sacrificios.

Pero la fortuna es femenina y por ende: impredecible. La guerra estalló en Europa y durante esos fragosos años la risa de Valentina se fue apagando y sus generosos contornos se atenuaron. Charles Louis se afeitó los bigotes para marcar su desacuerdo con cualquier influencia germánica y vio con tristeza cómo su hijita crecía demacrada y pasando necesidades.

Eran épocas penosas; Flandes era una región profundamente católica y los sacerdotes tenían una injerencia directa en las vidas familiares de los feligreses. Desde los púlpitos urgían a los pobres a tener muchos hijos, lanzaban ardientes peroratas en contra del comunismo y exigían a los jóvenes que se unieran a los ejércitos de Hitler para frenar al salvaje oso ateo que amenazaba con arrasar la civilización cristiana. Cuando llegaron los aliados, esos mismos sacerdotes fueron los primeros en denunciar por traidores a los jóvenes colaboracionistas que se enrolaron en el ejército alemán.

En 1942 los alemanes se asentaron en Flandes sin que hubiera la más mínima resistencia. Los soldados teutones respetaban a los germánicos neerlandeses a quienes consideraban ‘sus hermanos menores’ y no destruyeron ni atacaron las poblaciones. Aprovecharon más bien la escasa infraestructura industrial que había en la región, la ampliaron y reclutaron a gente de la localidad para algunos trabajos técnicos indispensables, como el transporte ferroviario.

Charles Louis quiso abstenerse pero se hallaba entre dos fuegos: el sacerdote los presionaba a luchar contra el comunismo y los víveres escaseaban. Las raciones eran magras pero quienes trabajaban para los alemanes no pasaban hambre. Con la bendición del cura y el alivio en el rostro de su mujer, Charles aceptó trabajar de maquinista en el tren que llegaba hasta Dusseldorf.

Salía al alba, pernoctaba en la ciudad germana y regresaba con uno que otro lujo en época de hambruna: un par de salchichas, un corte de tela, zapatos para la niña, huevos, fruta, avena.

Pero cada noche que pasaba en Flandes Charles se refugiaba en los ahora escuetos brazos de su Valentina y lamentando la traición de sus ideales, su falta de patriotismo y su cobarde sumisión se dormía entre lágrimas.

Su esposa lo consolaba y en las mañanas lo despedía con un beso en la frente comprendiendo el calvario que sufría este hombre íntegro y serio, responsable y trabajador, dedicado y austero.

Conforme pasaron los meses, los vecinos dejaron de criticarlos porque Charles Louis compartía con los más necesitados los pequeños lujos que traía de Alemania. Charles además consiguió que uno de sus primos lo acompañase en esos viajes y así se le hacía más llevadero el sacrificio, pero era evidente la batalla interna que ambos padecían al salir de casa para abordar el tren.

Los alemanes reorientaron sus acciones y Charles Louis dejó de ir a Dusseldorf llevando pertrechos militares. Ahora partía en trenes que salían oliendo a carbón y regresaban oliendo a tragedia, a excrementos y a sudores humanos. Ahí puso el freno y renunció al trabajo por razones de salud.

Los alemanes le encomendaron otros viajes pero lo tuvieron bajo vigilancia.

Una tarde al volver del taller de tejidos Valentina vio alarmada que en su calle había un vehículo militar alemán y que dos mujeres tocaban la puerta de su modesta vivienda.

Eran dos germanas maduras, rozagantes, rubias y abundantemente maquilladas. Hablaban en voz muy alta y se reían entre ellas mientras golpeaban la puerta distraídamente.

– Buscamos a Karl – explicó la más joven

– Sí, al músico bailarín – rió la mayor mientras daba unos pasitos de vals y su brazo imaginariamente rodeaba una cintura.

– Aquí no hay ningún Karl ni mucho menos un artista bailarín – respondió atónita Valentina.

– ¿Qué sucede? – intervino su vecina que hablaba alemán y era esposa del primo que ahora viajaba con Charles.

Valentina la puso al tanto y le pidió su ayuda.

Se produjo una animada conversación entre las tres mujeres y nuestra Valentina se puso lívida cuando la vecina le explicó que estas alemanas eran amigas de un belga maquinista del ferrocarril, que solía visitarlas en Dusseldorf. Ellas lo apreciaban por sus dotes de bailarín y solían divertirse juntos. En la última parranda habían hecho una apuesta y ellas venían a pagar su deuda:

El maquinista y su primo, el carbonero del tren, habían apostado 50 marcos y el acordeón contra 50 marcos y un corte de tela a que se atreverían a bailar desnudos en la taberna donde las mujeres trabajaban como copetineras. Así lo hicieron y los alegres belgas cantaban, bailaban y saltaban en cueros sobre la mesa cuando sonaron las sirenas y todos huyeron al refugio antiaéreo.

Pasaron semanas y como los belgas no regresaban ellas recordaron que Karl había mencionado el nombre de su pueblo y que el primo había dicho en qué calle vivían. Las mujeres lograron convencer a un sargento que tenía movilidad oficial y decidieron venir personalmente a honrar su palabra.

Las belgas agradecieron la tela y el dinero, se despidieron de las mujeres y tras una encendida discusión prepararon la recepción de sus sacrificados esposos.

Cuando llegaron al hospital los médicos reconocieron con mucha dificultad sus rostros amoratados. El primo tenía rotos ambos brazos y Karl Louis tenía una pierna fracturada, y una oreja y varios dientes de menos.

Contemplando desde la ventana la bandera amarilla de Flandes nuestro Charles Louis masculló acongojado: “la fortuna nunca me sonreirá” y el león flamenco sabiamente repuso: “la fortuna nunca sonríe a los pobres, sólo se burla de ellos”.

Yolanda Sala