MINERVA
Brotó en el jardín, de la nada y en la nieve. Una gatita con ojos severos y mirada vieja. Se adueñó de todo, hasta del malevo gato veterano que hizo del jardín su coto privado. No le pude dar abrigo pero le daba comida y me dolía su carita de estrella pegada a la puerta de vidrio como una emigrante que mendiga visa.
Apenas crecía y ¡cómo tiritaba! Chiquita y salvaje, estoica y valiente. Comía bastante pero no crecía y era tan solemne que me costó enseñarle a jugar. Pero al destapar la risa en una pelota se volvió cachorra, hizo sus pininos trepando a los árboles, y echó a andar tras el malevo dejando sus marcas después de las suyas para rubricar su gran territorio. A mí me parece que es hija de ese gato, tan peleón que ha perdido las orejas y tiene en zigzag la cola. ¡Era tan graciosa cuando lo imitaba en su caminar torcido y con la cola enhiesta de punta quebrada!
Pocas semanas pasaron y una tarde su mirada eléctrica imploró: ¡Socorro! porque en el jardín se desató la guerra. Surgieron gatos de todo pelambre y enorme tamaño. Las gatas gordas y esterilizadas veían impasibles la angustia de la gatita que no conocía pero sí intuía el drama que sobre ella se cernía. Cuando se dio cuenta del peligro procuró refugio en intersticios de los setos, en los escondrijos pequeñísimos que iba descubriendo.
Pero era inútil, los gatos inmensos, heridos, sangrantes y ansiosos la cercaron, uno tras otro forzaron su instinto en la pequeñita que no había crecido. Fueron cuatro días, con sus cuatro noches y ella no comía porque, si salía, un macho surgía de su atalaya y suya la hacía.
¡Todos la aislamos! Las gatas amigas que eran maternales con la Minervita volteaban la cara y ella no existía. Desaparecieron los gatos cachorros con largos pelajes, pero no viriles, que la protegían y le permitían sus malcriadeces.
Reapareció al quinto día: flaca, herida, hambrienta, sedienta, pulguienta y paranoica. ¡Qué infancia tan corta! ¡Qué futuro incierto!
Hoy anda de nuevo, detrás del malevo. Las gatas ‘amigas’ ya no se le acercan, los gatos cachorros miran a otro lado.
Ahora comprendo su mirada vieja y me abochorna su falta de rencor.
Bélgica 14 de marzo 2010
Minerva es salvaje, al menos así lo establecen las leyes flamencas. Los gatos salvajes (digamos mejor silvestres, no caseros, sin amos o libres) son considerados nocivos portadores de enfermedades. Algunos albergues públicos de animales no reciben gatitos de esa calaña y no incluyen a esas hembras en sus humanitarios planes de esterilización.
Sin embargo, a mi jardín llegan gatos finos: gatos persas, gatos gordos, bien cuidados. Pero cuando salgo con los platos de comida la fina gata anaranjada maúlla molesta y con un zarpazo me apura para que la alimente; el persa gordo me enamora de lejos mostrándome su panza ondulante, pero mientras come gruñe si acorto distancias y jamás me permite tocarlo; la blanquita exige siempre el mismo plato, blanco como ella y sin contacto con los platos tocados por otros gatos, también gruñe irritada si se le aproximan cuando almuerza.
El malevo Pavarotti, gato silvestre por voluntad propia, el que me trajo a Minervita, me lanzaba una complicada aria de opereta antes de comer y engullía veloz la comida, luego se marchaba, dibujando zetas con la cola erguida y sin mirar atrás.
En cambio Minervita, la salvaje, la paria, la silvestre, me recibía con canciones de pajarito, se frotaba contra mis piernas, ronroneaba y sólo comía mientras la acariciaba. Era ella quien cumplía el rito de gratitud y reciprocidad, trayéndome una vez por semana un pobre sapo, un pajarito o un ratoncito que depositaba con delicadeza en su plato vacío, para que no tuviera ninguna duda sobre su intención.
El Malevo se enfermó y Minerva se echó a su lado, le dio calor, le lamía la cabeza, ponía su mejilla contra la suya y suspiraba. Su carita de estrella me buscaba y sus ojos expresivos se fijaban en los míos, luego miraba al Malevo, miraba el plato de comida, me miraba y lo miraba otra vez. Entendí el mensaje y me aproximé con la comida pero el pobre viejo se asustó y desperdició sus escasas energías huyendo con toda la prisa que le permitía su cuerpo anguloso. Minerva no tocó la comida y la defendió para que otros gatos no se la tragaran.
El Malevo estaba muy mal, cada paso le costaba, tomaba mucha agua y las fuerzas no le daban para alejarse del lugar donde yacía. Esa tarde la lluvia no cesó pero Minerva no se movió de su lado. Cayó la noche, salió la luna y Minerva seguía como una esfinge junto al pobre gato viejo que ya no podía pararse.
En la mañana el Malevo ya no estaba en el jardín y Minerva no volvió hasta la tarde siguiente.
Minerva maduró a la fuerza, su vientre se hinchó incongruente con su rostro de gatita tierna. Estaba muy embarazada y comía incansable. La doctora Elke, una veterinaria que practica la solidaridad, me dijo que Minerva se ocultaría para parir y que me traería a sus gatitos cuando tuvieran un mes.
A fines de abril reaparecieron los machos con sus gritos y peleas, Minerva estaba pariendo y la montaban los malditos gatos. Fue un suplicio porque no podía auxiliarla, cuando yo salía a espantarlos ella escapaba primero y ellos la atrapaban enseguida.
Desapareció algunos días y cuando volvió estaba flaca, muy muy flaca, sus costillas se podían contar y no había comida que calmara su apetito.
Los primeros días engullía veloz (sin dejar de ronronear y frotarse contra mis piernas) y salía corriendo al escondite donde posiblemente la aguardaban sus crías. Se volvió sigilosa, escrutaba el horizonte antes de enrumbarse a su nido y muchas veces tomaba senderos que no llevaban a ningún sitio.
Cuando pasaron los duros chubascos sus descansos en mi jardín se prolongaron. Pasaba un par de horas en el sol, aletargada, sus ojos se cerraban sin esfuerzo y se tumbaba en un sueño reparador. La comprendía muy bien porque conocí ese agotamiento cuando mi hijita lactaba, ¡podía dormirme sentada, parada e incluso mientras comía!
Elke me dijo que tendríamos que esperar a que viniera con sus crías para poderla operar, para entonces los gatitos ya podrían comer otras cosas y ella dejaría de amamantarlos después de la operación.
En mayo apareció el macho que había ganado en batalla a Minervita. Se paseó orondo por el jardín y unos minutos después llegó Minerva, mirando de frente, con paso solemne y la cola erguida; pocos pasitos detrás apareció su única cría, más negro que blanco, atigradito, con las cuatro pezuñitas blancas, como mediecitas cubanas. Levantaba con esfuerzo la colita y procuraba avanzar dignamente como su madre aunque las virutas del jardín lo obligaban a dar de saltitos.
Minerva lo llevó a un arbusto y al gatito se lo tragó la maleza. El gato macho se sentó frente al arbusto y Minerva se sentó delante de mi puerta.
Le puse comida y el macho esperó a que ella terminara, luego se aseguró de que yo no me acercaba y comió, con sorprendente delicadeza, lo poquito que Minerva dejó en su plato.
Minervita se fue convirtiendo en una gata garbosa, delgada y delicada. La parte posterior de sus patas traseras se oscureció y me hacía pensar en una modelo de piernas largas enfundadas en medias nylon con costura atrás.
El gatito se ocultaba mientras yo no estaba cerca y Minerva seguía igual de amorosa conmigo pero si había alguien más en el jardín se ponía nerviosa.
Las semanas siguientes fueron una mezcla de alegría y de tristeza. Tendría que irme a mi país a fines de junio y no quería hacerlo sin operar a Minervita, buscarle un hogar y conseguir que alguien adoptara a su bebe.
La alegría me la daba Minervichi, convertida en una profesora entusiasta abocada a la educación de su cría. Un par de veces me asusté porque me dio la impresión de que agredía al gatito (o gatita, nunca fui buena en detectar la diferencia). Pero el ataque era un simulacro y si el gatito escapaba con rapidez Minerva lo lamía y lo premiaba, si se demoraba ella soltaba el zarpazo y el gordito huía al interior del arbusto. A veces su papel de madre le quedaba grande, porque por su edad Minervita hubiera podido ser más bien una hermana del cachorrito.
La tristeza me atenazaba cuando pensaba en Minerva sin mí, en el frío del invierno, en las lluvias sin refugio, en los asedios de los gatos machos. Quería llevármela a Lima, brindarle toda la ternura, el abrigo y las caricias que Minerva merecía. Pero Elke fue directa y me explicó que los gatos silvestres aman, por sobre todo, su libertad. Que son animales muy territoriales y que una vez que pasan las seis semanas de edad resulta imposible domesticarlos. Me contó varios casos trágicos de gatos silvestres rescatados por personas que tenían la mejor intención del mundo. Huían despavoridos en cuanto se abría una puerta y morían atropellados, o simplemente se lanzaban al vacío desde el edificio de departamentos donde se sentían prisioneros.
Minerva es una excelente cazadora, pudo sobrevivir un invierno durísimo, sin el pelaje del angora, sin el calor de un hogar, esperando en vano que la dejáramos entrar a la casa en plena granizada. Había parido solita, tenía un cachorro sano, era una gatita fuerte, una luchadora libre.
Todos esos argumentos aplacaban mis remordimientos pero el corazón me dolía, estaríamos tan alejadas…
Los días se esfumaban como lluvia cernida. Yo estaba en la danza de las cajas de mudanza, necesitaba días de 50 horas y Elke me trajo una jaula para capturar a Minerva y poderla llevar a su consultorio y operarla.
Era una jaula negra, con un ingenioso mecanismo: debía colocar un plato de comida al pie de una especie de pedal que había dentro de la jaula. Al pisar ese pedal se soltaría la argolla que sujetaba la puerta y la jaula se cerraría con Minervita dentro.
Elke vino con su camioneta y esperó frente a mi casa mientras yo ponía la comida a las 8 de la mañana. Pero Minerva no entraba; entraron el gordo, la anaranjada y la blanquita y tuve que hacer maroma y media para que Miner no viera el espectáculo de esos gatos gordos atrapados en la jaula negra.
Pasaron tres días, con cuarenta intentos, inútiles y frustrantes. Elke esperaba generosa pero no podía dejar a sus otros pacientes sin atender.
Pasó una semana hasta que Minervita entró a la jaula, entró, comió, salió y el mecanismo de la jaula no funcionó. Lo intentamos varias veces y con ella no funcionaba. Lo bueno fue que le perdió el recelo, pero lo malo fue que los días se esfumaban veloces y no la podíamos operar.
Finalmente llegó el viernes, yo partía el lunes de madrugada y llevaba semanas durmiendo solo una hora y media diaria. La sola idea de que Minervita se quedara a merced de esos gatos abusivos me revolvía de ira. Todos mis avisos buscándole hogar a ella y a su cría sólo recibieron mensajes de solidaridad y de curiosidad.
El viernes yo estaba desesperada. Minerva entró cuatro veces a la jaula y salió tranquila sin que la jaula se cerrara. Entonces hablé con ella. Traté de calmarme y le expliqué lo mucho que la quería, le rogué que me permitiera ayudarla, le expliqué que si lo hacía sería para su bien.
Me volví a la casa y cuando entraba a mi oficina la jaula sonó “clic”. La espié desde la persiana. Minerva estaba dentro de la jaula como una leoncita mirando serena el jardín a través de los barrotes. Llamé por teléfono a Elke y volví a mirar por las persianas. Minerva se hacía tranquila la toilette, lamía sus patas y bostezaba como si estuviera libre en el jardín tomando el sol.
Elke partió con la jaula y recién entonces Minerva entró en pánico. Al partir la camioneta de Elke el gato macho llegó al jardín, se dirigió al seto y se quedó con el gatito todo el día. Comieron del plato que les acerqué, pero esperaron a que yo no estuviera visible. Por la tarde vi que el gato trepaba al árbol, el gatito lo miró y lo siguió, el gato lo miró fijamente y saltó al suelo desde la rama más alta. El gatito entonces se dio medio vuelta y bajó cauto y lento como diciendo: no compadre, mi método es mejor.
Elke trajo a Minervita al atardecer. En cuanto abrí su nueva jaula salió como una saeta y desapareció entre los arbustos. Elke me explicó que la operación fue un éxito y muy oportuna. El útero lo tenía infectado y se lo extirpó, además aprovechó para desparasitarla y le curó la micosis del vientre. Me recomendó que le cambiara el tipo de alimentación y le agradecí su valiosa intervención.
Minerva me espió con recelo en la mañana, le pedí disculpas y aceptó mi comida, con un saludo protocolar y sin ronroneos. Por la tarde fue un poco más afectuosa pero su gatito cumplió órdenes estrictas de no asomarse.
El domingo Minerva me saludó cariñosa y ronroneante, como si no hubiera pasado nada y por la tarde permitió que su gatito se mostrara, pero nunca me dejó tocarlo.
El enanito se insolentó, se ponía como un torito Miura y la gata anaranjada, al menos 10 veces más grande que él, se alejaba del plato; luego aprendió a espantar a la blanquita; el gordo persa le resultó más difícil pero logró compartir su plato y ambos gruñían en el mismo tono mientras comían.
Esa tarde fue la última vez que los vi. Minerva reposaba en el sol, con un ojo cerrado y otro medio alerta, los pajaritos se bañaban en la ‘piscina’ de plástico, el hijito de Miner perseguía mariposas, el padre lo observaba sentado detrás de los arbustos y la gata anaranjada buscaba la manera de violar el territorio familiar de mis gatos salvajes sin que el macho le arriara una señora tunda.
Han pasado treinta días desde que partí de Bélgica, mi país me recibió con tanto afecto que no comprendo cómo he podido vivir lejos de él estos doce años. Mi viejo Hawker III, el gran futbolista, está casi sordo, no ve bien y tiene que sentarse en cuatro etapas, casi como yo. Pero no ha perdido su alegría, juega con la misma intensidad que cuando era un cachorro de seis meses y me acogió como lo hacen los verdaderos amigos: sin reproches, como si hubiéramos interrumpido nuestra conversación hace apenas unas horas.
Otra vez duerme conmigo, se interna entre mis sábanas y por la mañana me embriaga su perfume de alcachofa con kión. Mientras me besa respiro su aliento de rosas acarameladas. Sus sedas de plata adornan su cuerpito atlético y ahora que ascendió a Alfa se impone con quejidos y llantos engreídos.
Esta noche terminé de leer el libro de Marc Bekoff sobre la vida afectiva de los animales y me indigno cuando leo las atrocidades que sufren las víctimas de los laboratorios. En el año 2001 los laboratorios norteamericanos realizaron experimentos en los que usaron unos 690 800 cuyes, conejos y hámsteres; además de 161 700 aves de granja, 70 000 perros, 49 400 primates, 22 800 gatos, y 80 millones de ratones y ratas.
Se estima que en 2011 se usaron 100 millones de animales, es decir, alrededor de 274,000 por día o tres por segundo, Sin embargo este cálculo sólo incluye animales vertebrados.
La gran mayoría vivieron en jaulas todas sus vidas y murieron porque sus cuerpos eran parte de la investigación.
Empieza el invierno en Lima, el cielo gris y la tímida garúa me empapan en melancolía mientras el corazón me duele porque pienso en ese otro invierno blanco, cuando la carita de estrella de Minervita era lo primero que veía al levantarme en las madrugadas insomnes. Pienso en la gatita silvestre que me dio tanto cariño, que sufrió tanto sin perder su ternura, que me rogó el asilo que no le pude dar y maldigo a esos infelices que creen que pueden torturar a los animales porque suponen que no sufren, no aman, no juegan, no sienten …
Lima, julio 2010