La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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El alcalde y sus obras

El alcalde y sus obras

 

En un pueblito de Flandes, de cuyo nombre no puedo acordarme hay un alcalde muy feo, rubio, bajo y sin carisma. Eso sí, es un hombre muy trabajador y tiene un largo historial de político eficiente pero no confío en su capacidad de concentración: mientras escucha a su interlocutor lee papeles, firma la correspondencia, hace llamadas telefónicas, se levanta y anda, mira por la ventana ojival de su despacho y sin rubor alguno se rasca el trasero o se acomoda la ropa interior. Me divierte pensar que usa un sexy hilo dental.

La Municipalidad gótica preside la Gran Plaza que en mi país sería la cancha o terreno multiusos del pueblo. Como es habitual en Flandes la plaza es la sede de circos, del mercado semanal, del parque de diversiones mecánicas constantemente vacías y es la gran zona de aparcamiento vehicular.

En este pueblito de Flandes la Plaza Mayor está rodeada de cafés, restaurantes y algunas esculturas como la de un prócer romano, cuya toga no alcanza a cubrirle el trasero y cuya espalda se encuentra justo en la mira de la ventana medieval del rubio alcalde. En primavera adornan la Plaza hermosas jardineras colgantes y multicolores, apreciadas por un pueblo taciturno que ama las flores.

Después de cinco años, empiezo a comprender a este pueblo que en invierno,  con hosquedad y precisión, organiza su vida disciplinada y espartanamente. Cuando abril empieza con sus veleidades y el sol besa amoroso los brotes de arbustos y jardines, estos mismos flamencos finalmente sonríen, se saludan efusivos y se lanzan en bicicleta a recorrer los campos.

Me encanta su eficiente austeridad de movimientos, me sorprenden su rígido aferramiento a los hábitos, su cautela y su gran economía; admiro su culto al ahorro y a la sobriedad. Pero su ansiedad por la rapidez me deja perpleja.

Su impaciencia se traduce en el arranque furioso del motor si el conductor que los precede no dispara su auto al cambiar la luz. Su apremio alcanza ribetes surrealistas cuando un anciano, acompañado de otra cabecita blanca, mira temeroso el semáforo y lo vuelve a mirar antes de poner su automóvil en marcha, con la pausa propia de los reflejos semiperdidos. Entonces el aire se carga y a pesar del sol radiante se percibe una nube gris de odio en cuyo seno flota el ¡godverdomme! (el carajo flamenco) que transmite telepáticamente el mensaje de irritada urgencia de los conductores flamencos. Convencidos de que ellos jamás serán viejos, desearían que esas cabecitas blancas estuvieran confinadas en algún asilo pues su temor a incumplir sacrosantos horarios les vuelve implacables.

En ese pueblito de Flandes transcurría la vida con precisa y mecánica puntualidad (no en vano fue de esta región el gran Heirman creador del asombroso reloj astronómico que lleva su nombre) hasta que un día al caprichoso alcalde lo picó el gusanito de las obras -el mismo que desató una epidemia de trabajos en toda la región- y decidió emprender reformas urbanas titánicas: construir grandes centros comerciales en distintos puntos de la ciudad, un moderno estacionamiento subterráneo en pleno centro, cambiar tuberías de agua y desagüe, ampliar las pistas de circunvalación y rodear la estación con nuevos parqueos … todo a la vez.

Se marcaron las áreas, se pintaron carteles, se cavaron las zanjas y hoy día todo el pueblo sufre de estrés. Todos los habitantes y hasta sus mascotas, tienen tics en ambos ojos desorbitados, les palpitan cual fuelles las fosas nasales y su presión sanguínea bordea límites peligrosos. Todas las calles sufren desvíos, las rutas que los pobladores seguían casi a ciegas durante años han desaparecido, el recorrido que tardaba 8.30 minutos hoy toma 42 minutos con 45 segundos.

Los autobuses, que aumentaron sus frecuencias y sus flotas, hoy compiten por espacio, en las callejas angostas, con enormes camiones y palas mecánicas indispensables para las magnas obras. Súbitamente los barrios otrora adormecidos retumban al paso de esas moles y si alguien aparca el auto por 5 minutos en una callecita secundaria se forma un atoro vehicular que provoca algunos derrames cerebrales y muchos trastornos cardiovasculares.

Posiblemente, cada atardecer, el feo alcalde se asoma  a los vitrales de la gótica ventana en su viejo ayuntamiento, le mira el trasero al personaje romano, se rasca el propio y con sus ojos en abstracto ensueño trama qué nueva calle bloqueará mañana …

 

Bélgica, Abril de 2003


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De Amberes a Holanda por los Canales

De Amberes a Holanda por los canales

 Varias ciudades europeas son surcadas por canales: Venecia, Brujas, Ámsterdam, Estocolmo. En algunas el tránsito en góndolas o paquebotes es tan popular como el tranvía, el metro o el bus.

A pesar de su pequeño tamaño Bélgica tiene más de dos mil kilómetros de canales de los cuales más de mil quinientos son navegables y se conectan con Rótterdam y el Río Rin. Sus aguas barrosas son surcadas por grandes lanchones que llevan minerales en polvo y autos entre otros tipos de carga. En cubierta viaja además el elegante automóvil del capitán.

Ayer hicimos un recorrido por el Escalda que se une a estos canales, yendo desde Temse  -en Flandes-  hasta Holanda, con una parada en Amberes donde visitamos algunos monumentos y regresamos a Temse al atardecer.

Los canales parecen el símbolo de la cultura flamenca que rehuye la confrontación apasionada y es experta en compromisos negociados. Una orilla está sembrada de árboles, de vez en cuando un campanario anuncia el inminente pueblito de pescadores o la aldea donde nació el cartógrafo Mercator. Nos sorprende un pequeño pabellón de caza situado entre un bosque que ya empieza a vestir su manto otoñal y un malecón adornado con atriles donde se citan poemas famosos que aluden a esta región. Aquí se filmó una mini-serie, Stille waters (aguas mansas o aguas tranquilas) sobre una mujer que une las orillas del río Escalda con su lanchón. Como no veo televisión no puedo comentar la serie, pero mi esposo la siguió con entusiasmo porque tiene como marco nuestra zona de paseo favorita.

Aunque la superficie siempre parece tranquila y apacible, el Escalda tiene corrientes muy fuertes y exige a las barcazas una serie de maniobras aparentemente perezosas. De manera que también en Flandes ‘del agua mansa líbreme Dios…’

Frente a estos paisajes bucólicos están los astilleros que llegaron a emplear a 1500 trabajadores y que hoy, canibalizados por la globalización, sólo conservan una minúscula unidad dedicada a la trágica tarea de convertir en chatarra las embarcaciones que antaño fabricara con orgullo.

Mi marido participó activamente en las dos combativas huelgas, cada una de las cuales duró seis meses, en 1991 y en 1994. A pesar de la lucha no se pudo impedir el cierre ordenado por la Unión Europea, pero el personal se retiró con jubilación anticipada y buena indemnización o fue reubicado en otras plantas. Algunos de los que trabajaron en el astillero en esa época son hoy maestros en un proyecto que genera empleo para jóvenes de difícil inserción laboral (expresidiarios, personas con dificultades, etc.) y reconstruyen embarcaciones a vela que luego son operadas por la organización para realizar cruceros y travesías en la costa, al servicio de empresas, turistas, etc.

Media hora después, la gran torre gótica de Amberes nos anuncia la ciudad, que parece de juguete, hecha con bloques pequeños y escalonados, ventanitas angostas, torres como agujas blancas, espacios comprimidos, estatuas de bronce, callejuelas estrechas. Muy distinta a Estocolmo construida por los gigantes vikingos con canales bordeados por enormes edificios, imponentes monumentos, palacios y museos como el del Oro de los Vikingos donde un letrero se atreve a indicar que el oro de los vikingos fue el producto de sus ‘habilidades comerciales’ (¡hay que tener coraje o mucho dominio del lenguaje subliminal!…).

Recorrimos algunas callejas medievales de Amberes con decenas de restaurantes italianos, tiendas de deliciosos chocolates (donde un cartel anuncia el peligro de la chocoladicción), primorosas bodeguitas de encajes y tapices flamencos, bares acogedores con centenares de tipos de Ginebra y una clientela habitual que tertulia entre nubes de tabaco; también abundan restaurantes con terrazas al aire libre donde uno no sabe qué elegir, pues los flamencos tienen una tradición epicúrea hecha carne en las rollizas modelos de Rubens y detallada en las fiestas pantagruélicas de Brueghel.

Mención aparte merecen los nombres de cientos de Cervezas fabricadas en monasterios: Diablo, Delirium tremens, Delirium ultimum, Pilsen Eureka, Agnus Dei, Alsaciana Frívola de Primavera y sin Calzón, la triple del Valle de Dios (traducción literal) la de la Abadía de la Buena Esperanza, la Amigable de los Jubilados, Polvo de Angeles, Aparta, Apóstol, Archibuena, Arafat, Ardor, Arsenal, Subgerente, Atómica, Otoño Fantasma, Baco, Bach, Banana Tropical, Barricada, etc. (tema que merece artículo aparte).

Una guía nos explica que la torre de madera de la primera Bolsa europea no sólo servía para avistar la llegada de los barcos cargados de mercancías: más de una rubicunda y fogosa flamenca subía a la torre para cerciorarse de la partida del marido en una larga travesía y avisarle al amante que no había flamencos en la costa.

La presencia de esculturas católicas en la mayoría de edificios servía primero para evitar el pago de impuestos a los fanáticos españoles y en la época de la ‘santa’ inquisición para alejar a sus celosos investigadores. Gracias al ejército de defensores de la compasiva fe católica, la población de Amberes se redujo de 100 mil a 40 mil habitantes. Los ricos huyeron, los pobres literalmente se hicieron humo.

La guía nos recordaba ese genocidio haciendo un paralelo minimizante con Zaire (Congo, el país del que se apropió Leopoldo II de Bélgica como su coto privado). Lo que no dijo fue que Leopoldo fue responsable de la muerte de 8 millones de congoleses, no de 60 mil (cifra reciente que a los peruanos nos resulta muy cercana). Para quienes encuentren interesante el tema de las casas reales europeas va este dato: Leopoldo era primo de la reina Victoria de Inglaterra, otra adicta a los botines, y hermano de la Emperatriz Carlota de México que murió loca. El rey Balduino, gran favorito de los católicos, fue hijo de Leopoldo III, sucesor y heredero del asesino del Congo. Murió en olor de santidad y pretenden canonizarlo, pese a estar directamente involucrado en el asesinato de Patricio Lumumba quien osó amenazarlo con la nacionalización de sus minas de cobre.

Nos alejamos de la rica ciudad de Amberes donde se quedó un buen porcentaje del oro de las Indias que nos causó tanta desdicha y que los españoles ni siquiera supieron aprovechar. Dejamos atrás sus callejas empedradas, surcadas por carros para turistas, jalados por los famosos percherones flamencos: sólidos y majestuosos; las tiendas de modas discutibles, las dinámicas calles comerciales animadas por jóvenes mimos, violinistas rumanos y ecuatorianos que tocan El Cóndor Pasa vestidos de pieles rojas. Abordamos el barco con rumbo a Holanda y pasamos largo rato navegando paralelamente al puerto.

El puerto de Amberes está equipado con maquinarias de última generación y es prácticamente un puerto de containers. Una ciudad de baúles recorrida por vehículos montacargas unipersonales que avanzan a gran velocidad lanzando un silbato repetitivo. Enormes grúas pórtico cargan tres toneladas y media en un solo envión. Tiemblo al pensar que me pudieran poner a trabajar en ese panal de avispas robotizadas. Todo es metálico, veloz, implacablemente eficiente y sigue trayendo inmensas riquezas a este pequeño país que no tiene recursos naturales pero que tuvo la astucia de tomar la logística como eje de su riqueza en plena globalización.

Yendo más al norte, a Doel, empiezan a aparecer los complejos químicos. Bayer tiene terrenos que no parecen terminar nunca y mi esposo me cuenta que en Alemania tiene toda una ciudad. Estructuras modernas de todo tipo son bastiones de sofisticada tecnología y un humo sospechosamente amarillento y sutilmente fétido intenta infiltrarse en las gordas nubes de algodón que surcan el cielo azul de Flandes. Pequeñas centellas de luz, como estrellitas, iluminan las torres metálicas de energía nuclear y unos elegantes molinos de viento, reducidos – para espanto de los admiradores del Quijote – a una espigada columna blanca con aspas, proveen la energía que alimenta este territorio automatizado.

Al otro lado del río se encuentra el valeroso Bosque de Santa Ana, con sus árboles verdes y sus senderos para deportistas. Tiene la hercúlea tarea de oxigenar todos los humos que genera el parque químico industrial.

El agua del Escalda empieza a envolver con alegría los destellos de un sol blancuzco y el vaivén de sus olitas rompe el sol en chispazos que compiten con las fugaces estrellas de las torres nucleares para anunciarnos que acabó el paseo, llegamos a Temse antes que oscurezca y ahí nos sumamos a los cientos de vehículos que vienen de Bruselas con rumbo a nuestro pueblito de San Nicolás.

 

San Nicolás, Bélgica 2006

Yolanda Sala Báez

 


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Minerva

MINERVA

Brotó en el jardín, de la nada y en la nieve. Una gatita con ojos severos y mirada vieja. Se adueñó de todo, hasta del malevo gato veterano que hizo del jardín su coto privado. No le pude dar abrigo pero le daba comida y me dolía su carita de estrella pegada a la puerta de vidrio como una emigrante que mendiga visa.

Apenas crecía y ¡cómo tiritaba! Chiquita y salvaje, estoica y valiente. Comía bastante pero no crecía y era tan solemne que me costó enseñarle a jugar. Pero al destapar la risa en una pelota se volvió cachorra, hizo sus pininos trepando a los árboles, y echó a andar tras el malevo dejando sus marcas después de las suyas para rubricar su gran territorio. A mí me parece que es hija de ese gato, tan peleón que ha perdido las orejas y tiene en zigzag la cola. ¡Era tan graciosa cuando lo imitaba en su caminar torcido y con la cola enhiesta de punta quebrada!

Pocas semanas pasaron y una tarde su mirada eléctrica imploró: ¡Socorro! porque en el jardín se desató la guerra. Surgieron gatos de todo pelambre y enorme tamaño. Las gatas gordas y esterilizadas veían impasibles la angustia de la gatita que no conocía pero sí intuía el drama que sobre ella se cernía. Cuando se dio cuenta del peligro procuró refugio en intersticios de los setos, en los escondrijos pequeñísimos que iba descubriendo.

Pero era inútil, los gatos inmensos, heridos, sangrantes y ansiosos la cercaron, uno tras otro forzaron su instinto en la pequeñita que no había crecido. Fueron cuatro días, con sus cuatro noches y ella no comía porque, si salía, un macho surgía de su atalaya y suya la hacía.

¡Todos la aislamos! Las gatas amigas que eran maternales con la Minervita volteaban la cara y ella no existía. Desaparecieron los gatos cachorros con largos pelajes, pero no viriles, que la protegían y le permitían sus malcriadeces.

Reapareció al quinto día: flaca, herida, hambrienta, sedienta, pulguienta y paranoica. ¡Qué infancia tan corta! ¡Qué futuro incierto!

Hoy anda de nuevo, detrás del malevo. Las gatas ‘amigas’ ya no se le acercan, los gatos cachorros miran a otro lado.

Ahora comprendo su mirada vieja y me abochorna su falta de rencor.

Bélgica 14 de marzo 2010

Minerva es salvaje, al menos así lo establecen las leyes flamencas. Los gatos salvajes (digamos mejor silvestres, no caseros, sin amos o libres) son considerados nocivos portadores de enfermedades. Algunos albergues públicos de animales no reciben gatitos de esa calaña y no incluyen a esas hembras en sus humanitarios planes de esterilización.

Sin embargo, a mi jardín llegan gatos finos: gatos persas, gatos gordos, bien cuidados. Pero cuando salgo con los platos de comida la fina gata anaranjada maúlla molesta y con un zarpazo me apura para que la alimente; el persa gordo me enamora de lejos mostrándome su panza ondulante, pero mientras come gruñe si acorto distancias y jamás me permite tocarlo; la blanquita exige siempre el mismo plato, blanco como ella y sin contacto con los platos tocados por otros gatos, también gruñe irritada si se le aproximan cuando almuerza.

El malevo Pavarotti, gato silvestre por voluntad propia, el que me trajo a Minervita, me lanzaba una complicada aria de opereta antes de comer y engullía veloz la comida, luego se marchaba, dibujando zetas con la cola erguida y sin mirar atrás.

En cambio Minervita, la salvaje, la paria, la silvestre, me recibía con canciones de pajarito, se frotaba contra mis piernas, ronroneaba y sólo comía mientras la acariciaba. Era ella quien cumplía el rito de gratitud y reciprocidad, trayéndome una vez por semana un pobre sapo, un pajarito o un ratoncito que depositaba con delicadeza en su plato vacío, para que no tuviera ninguna duda sobre su intención.

El Malevo se enfermó y Minerva se echó a su lado, le dio calor, le lamía la cabeza, ponía su mejilla contra la suya y suspiraba. Su carita de estrella me buscaba y sus ojos expresivos se fijaban en los míos, luego miraba al Malevo, miraba el plato de comida, me miraba y lo miraba otra vez. Entendí el mensaje y me aproximé con la comida pero el pobre viejo se asustó y desperdició sus escasas energías huyendo con toda la prisa que le permitía su cuerpo anguloso. Minerva no tocó la comida y la defendió para que otros gatos no se la tragaran.

El Malevo estaba muy mal, cada paso le costaba, tomaba mucha agua y las fuerzas no le daban para alejarse del lugar donde yacía. Esa tarde la lluvia no cesó pero Minerva no se movió de su lado. Cayó la noche, salió la luna y Minerva seguía como una esfinge junto al pobre gato viejo que ya no podía pararse.

En la mañana el Malevo ya no estaba en el jardín y Minerva no volvió hasta la tarde siguiente.

Minerva maduró a la fuerza, su vientre se hinchó incongruente con su rostro de gatita tierna. Estaba muy embarazada y comía incansable. La doctora Elke, una veterinaria que practica la solidaridad, me dijo que Minerva se ocultaría para parir y que me traería a sus gatitos cuando tuvieran un mes.

A fines de abril reaparecieron los machos con sus gritos y peleas, Minerva estaba pariendo y la montaban los malditos gatos. Fue un suplicio porque no podía auxiliarla, cuando yo salía a espantarlos ella escapaba primero y ellos la atrapaban enseguida.

Desapareció algunos días y cuando volvió estaba flaca, muy muy flaca, sus costillas se podían contar y no había comida que calmara su apetito.

Los primeros días engullía veloz (sin dejar de ronronear y frotarse contra mis piernas) y salía corriendo al escondite donde posiblemente la aguardaban sus crías. Se volvió sigilosa, escrutaba el horizonte antes de enrumbarse a su nido y muchas veces tomaba senderos que no llevaban a ningún sitio.

Cuando pasaron los duros chubascos sus descansos en mi jardín se prolongaron. Pasaba un par de horas en el sol, aletargada, sus ojos se cerraban sin esfuerzo y se tumbaba en un sueño reparador. La comprendía muy bien porque conocí ese agotamiento cuando mi hijita lactaba, ¡podía dormirme sentada, parada e incluso mientras comía!

Elke me dijo que tendríamos que esperar a que viniera con sus crías para poderla operar, para entonces los gatitos ya podrían comer otras cosas y ella dejaría de amamantarlos después de la operación.

En mayo apareció el macho que había ganado en batalla a Minervita. Se paseó orondo por el jardín y unos minutos después llegó Minerva, mirando de frente, con paso solemne y la cola erguida; pocos pasitos detrás apareció su única cría, más negro que blanco, atigradito, con las cuatro pezuñitas blancas, como mediecitas cubanas. Levantaba con esfuerzo la colita y procuraba avanzar dignamente como su madre aunque las virutas del jardín lo obligaban a dar de saltitos.

Minerva lo llevó a un arbusto y al gatito se lo tragó la maleza. El gato macho se sentó frente al arbusto y Minerva se sentó delante de mi puerta.

Le puse comida y el macho esperó a que ella terminara, luego se aseguró de que yo no me acercaba y comió, con sorprendente delicadeza, lo poquito que Minerva dejó en su plato.

Minervita se fue convirtiendo en una gata garbosa, delgada y delicada. La parte posterior de sus patas traseras se oscureció y me hacía pensar en una modelo de piernas largas enfundadas en medias nylon con costura atrás.

El gatito se ocultaba mientras yo no estaba cerca y Minerva seguía igual de amorosa conmigo pero si había alguien más en el jardín se ponía nerviosa.

Las semanas siguientes fueron una mezcla de alegría y de tristeza. Tendría que irme a mi país a fines de junio y no quería hacerlo sin operar a Minervita, buscarle un hogar y conseguir que alguien adoptara a su bebe.

La alegría me la daba Minervichi, convertida en una profesora entusiasta abocada a la educación de su cría. Un par de veces me asusté porque me dio la impresión de que agredía al gatito (o gatita, nunca fui buena en detectar la diferencia). Pero el ataque era un simulacro y si el gatito escapaba con rapidez Minerva lo lamía y lo premiaba, si se demoraba ella soltaba el zarpazo y el gordito huía al interior del arbusto. A veces su papel de madre le quedaba grande, porque por su edad Minervita hubiera podido ser más bien una hermana del cachorrito.

La tristeza me atenazaba cuando pensaba en Minerva sin mí, en el frío del invierno, en las lluvias sin refugio, en los asedios de los gatos machos. Quería llevármela a Lima, brindarle toda la ternura, el abrigo y las caricias que Minerva merecía. Pero Elke fue directa y me explicó que los gatos silvestres aman, por sobre todo, su libertad. Que son animales muy territoriales y que una vez que pasan las seis semanas de edad resulta imposible domesticarlos. Me contó varios casos trágicos de gatos silvestres rescatados por personas que tenían la mejor intención del mundo. Huían despavoridos en cuanto se abría una puerta y morían atropellados, o simplemente se lanzaban al vacío desde el edificio de departamentos donde se sentían prisioneros.

Minerva es una excelente cazadora, pudo sobrevivir un invierno durísimo, sin el pelaje del angora, sin el calor de un hogar, esperando en vano que la dejáramos entrar a la casa en plena granizada. Había parido solita, tenía un cachorro sano, era una gatita fuerte, una luchadora libre.

Todos esos argumentos aplacaban mis remordimientos pero el corazón me dolía, estaríamos tan alejadas…

Los días se esfumaban como lluvia cernida. Yo estaba en la danza de las cajas de mudanza, necesitaba días de 50 horas y Elke me trajo una jaula para capturar a Minerva y poderla llevar a su consultorio y operarla.

Era una jaula negra, con un ingenioso mecanismo: debía colocar un plato de comida al pie de una especie de pedal que había dentro de la jaula. Al pisar ese pedal se soltaría la argolla que sujetaba la puerta y la jaula se cerraría con Minervita dentro.

Elke vino con su camioneta y esperó frente a mi casa mientras yo ponía la comida a las 8 de la mañana. Pero Minerva no entraba; entraron el gordo, la anaranjada y la blanquita y tuve que hacer maroma y media para que Miner no viera el espectáculo de esos gatos gordos atrapados en la jaula negra.

Pasaron tres días, con cuarenta intentos, inútiles y frustrantes. Elke esperaba generosa pero no podía dejar a sus otros pacientes sin atender.

Pasó una semana hasta que Minervita entró a la jaula, entró, comió, salió y el mecanismo de la jaula no funcionó. Lo intentamos varias veces y con ella no funcionaba. Lo bueno fue que le perdió el recelo, pero lo malo fue que los días se esfumaban veloces y no la podíamos operar.

Finalmente llegó el viernes, yo partía el lunes de madrugada y llevaba semanas durmiendo solo una hora y media diaria. La sola idea de que Minervita se quedara a merced de esos gatos abusivos me revolvía de ira. Todos mis avisos buscándole hogar a ella y a su cría sólo recibieron mensajes de solidaridad y de curiosidad.

El viernes yo estaba desesperada. Minerva entró cuatro veces a la jaula y salió tranquila sin que la jaula se cerrara. Entonces hablé con ella. Traté de calmarme y le expliqué lo mucho que la quería, le rogué que me permitiera ayudarla, le expliqué que si lo hacía sería para su bien.

Me volví a la casa y cuando entraba a mi oficina la jaula sonó “clic”. La espié desde la persiana. Minerva estaba dentro de la jaula como una leoncita mirando serena el jardín a través de los barrotes. Llamé por teléfono a Elke y volví a mirar por las persianas. Minerva se hacía tranquila la toilette, lamía sus patas y bostezaba como si estuviera libre en el jardín tomando el sol.

Elke partió con la jaula y recién entonces Minerva entró en pánico. Al partir la camioneta de Elke el gato macho llegó al jardín, se dirigió al seto y se quedó con el gatito todo el día. Comieron del plato que les acerqué, pero esperaron a que yo no estuviera visible. Por la tarde vi que el gato trepaba al árbol, el gatito lo miró y lo siguió, el gato lo miró fijamente y saltó al suelo desde la rama más alta. El gatito entonces se dio medio vuelta y bajó cauto y lento como diciendo: no compadre, mi método es mejor.

Elke trajo a Minervita al atardecer. En cuanto abrí su nueva jaula salió como una saeta y desapareció entre los arbustos. Elke me explicó que la operación fue un éxito y muy oportuna. El útero lo tenía infectado y se lo extirpó, además aprovechó para desparasitarla y le curó la micosis del vientre. Me recomendó que le cambiara el tipo de alimentación y le agradecí su valiosa intervención.

Minerva me espió con recelo en la mañana, le pedí disculpas y aceptó mi comida, con un saludo protocolar y sin ronroneos. Por la tarde fue un poco más afectuosa pero su gatito cumplió órdenes estrictas de no asomarse.

El domingo Minerva me saludó cariñosa y ronroneante, como si no hubiera pasado nada y por la tarde permitió que su gatito se mostrara, pero nunca me dejó tocarlo.

El enanito se insolentó, se ponía como un torito Miura y la gata anaranjada, al menos 10 veces más grande que él, se alejaba del plato; luego aprendió a espantar a la blanquita; el gordo persa le resultó más difícil pero logró compartir su plato y ambos gruñían en el mismo tono mientras comían.

Esa tarde fue la última vez que los vi. Minerva reposaba en el sol, con un ojo cerrado y otro medio alerta, los pajaritos se bañaban en la ‘piscina’ de plástico, el hijito de Miner perseguía mariposas, el padre lo observaba sentado detrás de los arbustos y la gata anaranjada buscaba la manera de violar el territorio familiar de mis gatos salvajes sin que el macho le arriara una señora tunda.

Han pasado treinta días desde que partí de Bélgica, mi país me recibió con tanto afecto que no comprendo cómo he podido vivir lejos de él estos doce años. Mi viejo Hawker III, el gran futbolista, está casi sordo, no ve bien y tiene que sentarse en cuatro etapas, casi como yo. Pero no ha perdido su alegría, juega con la misma intensidad que cuando era un cachorro de seis meses y me acogió como lo hacen los verdaderos amigos: sin reproches, como si hubiéramos interrumpido nuestra conversación hace apenas unas horas.

Otra vez duerme conmigo, se interna entre mis sábanas y por la mañana me embriaga su perfume de alcachofa con kión. Mientras me besa respiro su aliento de rosas acarameladas. Sus sedas de plata adornan su cuerpito atlético y ahora que ascendió a Alfa se impone con quejidos y llantos engreídos.

Esta noche terminé de leer el libro de Marc Bekoff sobre la vida afectiva de los animales y me indigno cuando leo las atrocidades que sufren las víctimas de los laboratorios. En el año 2001 los laboratorios norteamericanos realizaron experimentos en los que usaron unos 690 800 cuyes, conejos y hámsteres; además de 161 700 aves de granja, 70 000 perros, 49 400 primates, 22 800 gatos, y 80 millones de ratones y ratas.

Se estima que en 2011 se usaron 100 millones de animales, es decir, alrededor de 274,000 por día o tres por segundo, Sin embargo este cálculo sólo incluye animales vertebrados.

La gran mayoría vivieron en jaulas todas sus vidas y murieron porque sus cuerpos eran parte de la investigación.

Empieza el invierno en Lima, el cielo gris y la tímida garúa me empapan en melancolía mientras el corazón me duele porque pienso en ese otro invierno blanco, cuando la carita de estrella de Minervita era lo primero que veía al levantarme en las madrugadas insomnes. Pienso en la gatita silvestre que me dio tanto cariño, que sufrió tanto sin perder su ternura, que me rogó el asilo que no le pude dar y maldigo a esos infelices que creen que pueden torturar a los animales porque suponen que no sufren, no aman, no juegan, no sienten …

Lima, julio 2010Afb006DSC06773DSC06772DSC06223.jpg-email


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El pintor y los jugadores

El pintor y los jugadores

 Llevaba una boina de cuero negro, ligeramente inclinada hacia la derecha para encubrir el desigual avance de la calvicie. Pinzas estratégicas entallaban la casaca de negro cuero para disimular el vientre que el artista no lograba sumir del todo, a pesar de su andar arrogante. Sin ser alto tenía apostura académica.

Costaba decidir si era leonino o meramente gatuno pues los largos flecos de la chalina de seda dorada orlaban su rostro triangular, cuya mínima barbilla remataba en una cuidada barbita trotskista.

Escudados por unos anteojos John Lennon sus ojos acerados barrieron el local como un radar para calcular la trayectoria que mejor encuadrara su ingreso majestuoso.

Una ráfaga de risas y los reclamos airados de los jugadores de naipes arruinaron el ingreso teatral del pintor. Demostró su fastidio alzando en arco sus cejas grises pero bien delineadas y acomodó con el índice su boina, acompañando el gesto con un despectivo ‘Tch’ y avanzó pausadamente por el café.

Premió al dueño del café del bosque con una ligera inclinación de la cabeza y colocó su maletín de lona sobre una mesa. Luego, paseando por la sala con las manos en la espalda, inspeccionó los óleos que decoraban las paredes con paisajes rurales del norte de Bélgica.

Sin inmutarse, los jubilados siguieron barajando bromas y cartas, enroscando el humo de sus cigarros con el vaho que exhalaba la vieja estufa  y tejiendo interjecciones para hilaridad de los presentes. Las arrugas de risa destacaban en el más locuaz del grupo, un amable ‘papa Noel’ delgado, de coposa cabellera blanca, y la nariz roja de los otros o sus panzas rotundas denunciaban su larga inclinación por las variadas cervezas belgas.

El café es uno de los estoicos sobrevivientes de las épocas más pausadas y pastorales de Flandes. Un negocio cerca de un bosque, sin más pretensiones que acoger a la gente sencilla de la zona o a los admiradores de la naturaleza.  El patrón no se incomoda cuando los caminantes entran a refugiarse del frío, la nieve o la lluvia, ensuciando los pisos de ladrillo rojo con los zapatos llenos de barro o las casacas mojadas. Las mesas son de madera sólida y las sillas tienen asiento de paja tejida.  Sobre la puerta un antiguo arado de madera  descansa sus ajetreados siglos y en el piso un largo limpiabarros calado intenta complementar la tarea del felpudo exterior.

Detrás del café hay una laguna  donde se celebran campeonatos de pesca y los vencedores han sido perennizados con sus trofeos en las fotografías que cubren algunas paredes. Frente al mostrador todavía existe una antigua y enorme Caja de Ahorro de madera, con varios casilleros cerrados con llave, donde los parroquianos guardan las monedas del vuelto hasta que puedan celebrar algún acontecimiento o costearse unas cervezas.

Los cuatro jubilados y sus dos mirones se reúnen religiosamente para una partida de naipes todos los sábados desde las 10 hasta el medio día y los demás concurrentes sabatinos (la pareja que envejece más ostentosamente que su perrito faldero, los tres ciclistas vestidos como profesionales de la Tour de France, los adolescentes que vienen con su padre para aprender a pescar y dos caminantes cincuentones) toman sus bebidas contemplando la laguna o sus bulliciosas aves y aparentando que no siguen los jocosos diálogos y comentarios de los expansivos jugadores de cartas.

— ¿Qué has tirado: liebre o conejo? — Gritó entre risas el viejito más gordo del grupo para beneficio de los otros semisordos.

— ¡Pregúntale a su perro! — Contestó el de pelo más canoso y arrugas más alegres.

— ¡Cómo joden! — repuso mortificado el más joven del grupo. — No me dejan en paz desde que cacé una liebre en el bosque y mi perro fue por la presa pero regresó con un conejo —le explicó al patrón que lo interrogaba con los ojos.

— ¡Sí, su perro es más inteligente que él! –—exclamaron los otros cinco, mientras los ciclistas soltaban una irreprimible carcajada.

— A propósito, ¿ya sabes que tienes que inscribirte antes de la temporada de caza? —preguntó el burócrata jubilado que se entretenía leyendo el Monitor Belga para no perder la costumbre.

— Sí, lo sé  ¡pero me parece una tontería!

— No es una tontería,  siempre hay accidentes en la estación de caza.

— ¡Pero con esta inscripción se acabará la cacería!

— ¿Por qué?

— ¡Pero es lógico, eh! si tú declaras a qué hora y en qué lugar vas a estar cazando ¿tú crees que los animales van a ser tan tontos de estar ahí?

Las risotadas rajaron el medio minuto de desconcierto.

— ¡Tienes razón, es verdad! —Reconoció con lágrimas de risa el exburócrata —mis colegas me contaron que vieron unas liebres espiando por la ventana del Departamento de Vida Silvestre del municipio.

—Seguro eran conejos disfrazados de liebres —agregó el canoso entre hipos y espasmos jocundos.

— ¡Claro, y fijo que de noche leen los registros de cazadores! —agregaron los mirones. —¡Valiente cazador tenemos!

— ¡Yo seré mal cazador, pero no soy sordo como el gordo! — se defendió el aludido. — él se fue con su pareja al dique de una represa para hacer el amor en plena naturaleza …

— ¿Y qué le pasó? — preguntó traviesa la mesera.

— Que la novia le urgía: ¡más abajo, más abajo!

— ¿Y..?

— ¡Pues que este sordo se cayó al agua!

— ¡Pero seguramente que su barriga flotó como una boya! —Vociferó entre toses uno de los mirones.

— Yo creí que me decía: ¡baja más, baja más! —Se defendió el sordo tratando de hacerse oír entre tanta risotada.

El pintor fue el único que no se sumó a la algarabía. Estaba descolgando con cuidado sus óleos y escogiendo las obras de arte que los remplazarían.

De sus labios salía un murmullo de satisfacción que coronaba el proceso de selección, tras estudiar minuciosamente los nuevos cuadros desde varios ángulos.

Regresaba constantemente a su mesa y guardaba las obras que no habían encontrado comprador, deslizándolas amorosamente como si atesorara gemas en un estuche de terciopelo.

Cuando se restableció cierto silencio en la sala, el artista avanzó ceremoniosamente hasta la pared más grande y retiró la última de sus pinturas bucólicas.

En su lugar, anunciando con una carraspera el evento, emplazó una obra drásticamente discordante con las demás.

En el centro del lienzo una mujer, que sólo llevaba encima unos tacones altos de  charol rojo, se inclinaba ligeramente sobre un tocador antiguo para pintarse los labios. En el espejo apenas se sugerían algunos rasgos del rostro casi encubierto por una melena roja y ondulada, en claro contraste con los prolijos detalles de la espalda, caderas y piernas desnudas y macizas de la mujer.

Satisfecho con su trabajo el pintor se desplazó elegantemente y se sentó a tomar un café en la  mesa  esquinada que le permitía vigilar a todos los asistentes.

La partida de naipes continuó hasta que el cazador de la liebre provocó las irritadas quejas de sus contertulios al no jugar cuando era su turno.  A manera de explicación el demorón sonrió y con los ojos apuntó hacia el nuevo cuadro que quedaba justamente frente a él.

— ¡Yo conozco a esa mujer! — exclamó con énfasis.

— ¿Cómo la vas a conocer si no se le ve la cara? —le replicaron con sorna. —¿Cómo puedes reconocerla?

— ¡Por los zapatos, por los zapatos! —respondió clamorosamente.

La pulla no se hizo esperar. Las risas y los comentarios sobre las improbables aventuras del cazador con la mujer de tacones rojos resonaron con estrépito en el local, y los demás clientes del café se unieron a las carcajadas. “¿Era mujer o era un conejo?”; “¿eran zapatos o eran botas?”  y “mejor pregúntenle a su perro” “sí, él debe haber inscrito en el municipio el lugar y la hora en que se encontraron” exclamaban socarrones.

En medio del barullo se irguió el artista como un Júpiter iracundo y dirigiéndose a los jugadores desde su Olimpo les espetó:

— ¡Niños! Peor que niños: ¡ignorantes, salvajes, palurdos! ¡No tienen la menor idea de lo que es el arte! ¿Para qué pierdo mi tiempo? ¡Esto es como exhibir perlas para los cerdos! ¿Qué pueden entender estos miserables sobre el arte y el genio de la imaginación creativa? ¿Cómo se atreven a decir que pueden reconocer a una mujer que nunca existió?

Ante el asombro culposo de los jugadores, el pintor arrancó furioso el desnudo de la pared, lo introdujo con violencia en el maletín y puso en su lugar el óleo con un pino que sufría el embate de las primeras nieves.

Sin dignarse a mirarlos avanzó marcialmente hasta la salida mientras los parroquianos cruzaban miradas obsecuentes y cómplices y se mordían los labios.

En ese instante la puerta se abrió y dos niños se precipitaron entre risas hacia el mostrador, seguidos por sus padres y un eufórico Cocker Spaniel. En su afán de unirse a la carrera infantil el perro se enredó con la alfombra  calada y la correa de su arnés enroscó la pierna del artista formando un ocho. El pintor trastabilló y cayó de rodillas entre gritos, ladridos, risas y quejas.

El maletín de lona se abrió y se volcó su contenido.  Entre óleos y acuarelas salieron disparados al suelo una larga melena roja y unos zapatos de charol rojo, talla 40, con tacón alto.

Mientras los zapatos rodaban hasta la mesa de los jugadores el entusiasta coro de parroquianos entonaba con solemnidad y en tono melifluo:

— ¡Pero qué hermoso cuadro! ¡Qué imaginación! ¡Qué maravilla! ¡Debería estar en un museo!

Yolanda Sala Báez

 Flandes,  2008

 


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UN MUNDO FELIZ QUE SE QUEMA A FARENHEIT 451

UN MUNDO FELIZ QUE SE QUEMA A FARENHEIT 451

 

En 1953 cuando yo tenía tres años y estaba aprendiendo a leer,  Ray Bradbury  publicó Fahrenheit 451.  Yo leí esa obra a los veinte años pero nunca imaginé que menos de tres décadas después sería testigo del mundo que él describía: un mundo de gente que quemaba libros porque hacían pensar (y eso los volvía peligrosos) y donde las mujeres se pasaban la vida atentas a un programa de televisión que se había convertido en su única familia, pues sus maridos estaban en alguna guerra de saqueo contra algún país de cuya existencia todos los ciudadanos apenas tenían una idea vaga.

 

Descubrir la palabra escrita para mí fue mágico. Siempre creí que el libro era un premio, un don que me permitía recibir el mensaje transmitido por otras generaciones, desde otras latitudes, con leyendas de vikingos,  aventuras en las selvas de Borneo, duelos a capa y espada en Francia,  tímidos amores victorianos,  perros que aprendían a hablar, bravíos filibusteros,  madres heroicas,  idealistas que triunfaban en su empeño, personajes cuyas vidas podía imaginarme e incluso vivir a escondidas, con la complicidad silenciosa del papel grueso y la tapa de cartón.

 

En aquel entonces en el Perú – felizmente – no había llegado todavía la televisión y los niños nos entreteníamos jugando con otros niños, participábamos en las conversaciones familiares a la hora del almuerzo y de la cena y hasta organizábamos pequeñas  “veladas artísticas” recitando los poemas que aprendíamos en el colegio.

 

Conforme pasaron los años la radio se convirtió en una agradable afición y el premio que me daban mis padres por haber hecho bien las tareas escolares era escuchar a Pedro Infante y otros cantantes mexicanos; aunque debo admitir que siempre me creó una profunda confusión haber llorado en 1957 la muerte de mi cantante favorito (llevando incluso un velo negro todo el día en su honor) y escuchar varios años después ¡qué Pedro Infante recibía a sus amigos en su propio programa de radio!

 

En 1959 mi papá compró nuestro primer televisor y – repito, felizmente – no sucumbí a sus encantos, a pesar del atractivo que tenían las películas de vaqueros, Lassie, Rintintín, las comedias de Lucille Ball y los dibujos animados de Betty Boop. Me molestaban los pequeños conflictos que ese aparato creaba en mi familia porque unos querían ver el canal 4 y otros el canal 13.

 

Las tertulias familiares a que estaba acostumbrada en mi hogar se volvieron más cortas, siempre alguno tenía una serie, las noticias o una telenovela que ver. Al aumentar el número de canales aumentó también la frecuencia de las discusiones entre los miembros de mi familia.

 

Los juegos infantiles como la pega, los escondidos, los yaxes, matagente,  las estatuas, etc. se fueron acortando y los niños se fueron convirtiendo paulatinamente en espectadores.

 

El rico intercambio de anécdotas de nuestros padres, las novedades que contaban los tíos, los amenos recuerdos de las abuelitas y las frecuentes risas que provocaban las travesuras de los chicos se espaciaron y aunque al comienzo el repertorio de nuestras canciones se amplió con aquéllas de los artistas de la ‘Nueva Ola’ en la televisión, poco a poco nuestro público familiar se hizo más ralo y nuestras ‘veladas artísticas’ terminaron por morir. En cuanto acababan de cenar todos corrían a ver la televisión y, en casos extremos, llevaban en un azafate lo que no habían terminado de comer y le daban curso sin perderse su programa favorito.

 

Eran los años 60 y la televisión peruana todavía se daba el trabajo de crear espacios de preguntas sobre cultura general, sobre música popular, telenovelas sobre Mujercitas de Luisa May Alcott a cargo de célebres clanes del teatro como las Travesí y los Ureta, y los enlatados que llegaban describían las hazañas de personajes literarios como Ivanhoe o de perros inteligentes como Rin Tin Tin y Lassie.

 

En los años 70 mi madre creyó encontrar la solución salomónica para evitar los conflictos de poder relacionados con el televisor y nos compró un televisor pequeñito a cada uno de los tres hijos.

 

Ese fue el tiro de gracia a la vida familiar y a la comunicación entre nosotros.  Rara vez volvimos a comer juntos y mis hermanos subían a sus cuartos con su cena en un azafate.

 

En los años 80 yo creía que éramos una excepción, pero al visitar a mis amigos y amigas tuve que aceptar que en todas las casas había un nuevo invitado de honor: el televisor.  Los visitantes teníamos que conversar en voz muy alta porque a nadie se le ocurría no digo apagar el televisor, sino bajarle al menos el volumen … y los niños se acostumbraron a esperar que hubiera comerciales para hablarles a sus padres.

 

Los programas habían ido degenerando,  las escasísimas producciones nacionales eran sobre todo comedias basadas en la generosa exhibición de glúteos, golpizas a enanos, insultos a negros y cholos y a todo aquél que  fuera diferente. De los concursos escolares se pasó a la propagación de la música chicha, el estridente lenguaje lumpen y las entrevistas a cargo de periodistas que nunca dejaban que sus entrevistados expresaran su propia opinión.  Los spots publicitarios aumentaron el ruido en muchos decibeles para martillar adecuadamente las mentes de los telespectadores.

 

Cuando le preguntaron al dueño de Panamericana Televisión en una rueda de prensa por qué difundía tanto programa “basura” su respuesta fue que “eso es lo que a la gente le gusta y para convencerse sólo tienen que ver el rating”. No dijo que el mayor rating en la televisión peruana lo obtuvieron siempre los documentales de Alejandro Guerrero.

 

En los años 90 el televisor era ya parte vital del decorado de consultorios, restaurantes y antesalas. Fujimori asistido por el siquiatra asesino Segisfredo Luza y la abogada Laura Bozzo bombardearon el intelecto de los peruanos con talk shows donde la conductora Bozzo, por el módico precio de tres millones de dólares [1] se encargó de enlodar la televisión y los hogares que la recibían en sus pantallas, con descripciones minuciosas de incestos, violaciones, pleitos familiares y cuanta inmundicia pudiera conseguir que declararan los pobres muertos de hambre contratados para dar ‘sus testimonios’. Por increíble que parezca, alcanzó un enorme rating a nivel latinoamericano.

 

En 1972, cuando yo tenía 22 años leí «Un Mundo Feliz» escrita por Aldous Huxley en 1932.  Me pareció tan alucinante y fantasioso como me había parecido Fahrenheit 451. Un mundo de seres programados para trabajar sin pensar, que aceptan todo mecánicamente y que sólo viven para producir encasillados en vidas predeterminadas, sin que nadie se queje ni lo cuestione porque una droga, “soma”  los hace felices, me parecía simplemente inverosímil, imposible.

‘En su obra … Huxley propone el uso de la ciencia, sin limites éticos para el condicionamiento humano, y sus consecuencias si es utilizada para controlar la sociedad. Cómo serían usadas las drogas y los medios de información para quitarle el poder de decisión a las masas y así crear una sociedad sin valores ni creencias que vive bajo una «felicidad» inhumana impuesta por una sociedad autoritaria.[2]

Al comprobar estos hechos me pregunto ¿qué ocurre realmente? Los autores se anticiparon al futuro?, ¿lo previeron? ¿O el futuro se adecúa y aprovecha estas descripciones para ponerlas en práctica?  En el video de Fahrenheit 451, Bradbury comenta que un japonés le indicó muchos años después de su estreno, que el walkman lo habían creado después de ver su película …

Con orgullo digo que desde 1995 no veo televisión y sólo enciendo el aparato cuando viajo por trabajo, para comprobar que efectivamente, todos los canales de televisión no hacen sino reproducir en distintos idiomas las mismas noticias de la CNN, o, lo que es lo igual, las mismas mentiras de la CNN y compruebo también que las tácticas de ablandamiento se vuelven cada vez más burdas, manifestando el desprecio que sienten los medios hacia sus telespectadores.

En los programas de concurso sobre conocimientos como the Weakest Link, con sus respectivas y fieles versiones en varios idiomas, los participantes son humillados e insultados; en las ‘travesuras televisivas’ se burlan de todo aquél que sea educado, solidario o generoso y se cruce en el camino de la cámara escondida o similares; Big Brother anestesió a la gente en todo el mundo, la privacidad pasó a la historia con la banalidad con que pasó de moda la minifalda. Por Internet me llegó un video que había sido proyectado en televisión, sobre unas jovencitas que se dejaban vendar los ojos después de usar un lápiz labial. La locutora les explicó que los dos apuestos modelos que estaban ante ellas las besarían y ellas tendrían que adivinar cuál de ellos había sido. Una vez que tuvieron los ojos vendados los modelos salieron del escenario y entraron un chimpancé y un orangután que besaron a las chicas a su gusto, metiéndoles la lengua en la boca, entre otras cosas.

El golpe a la dignidad humana se da con especial esmero en la publicidad. En Bélgica una mujer desnuda tendida en el suelo sirvió de pretexto para anunciar un colchón llamado ‘los tres cerditos’, y tres bebes, también desnudos, gatean a los pechos de la modelo que cual cerda se encuentra tendida esperando a sus crías. Hasta hoy no entiendo el mensaje comercial ni subliminal que podría argumentar el rico infeliz que concibió este anuncio.

Otro con similar intencionalidad fue el de las páginas amarillas. Una muchacha con minifalda se inclina para leer las páginas amarillas y un hombre le pega las narices al calzón; el mensaje comercial es que no es necesario buscar información como los perros, es preferible ir a las páginas amarillas.

En los buses de Lima, Movistar asegura que sus clientes son loros y pone fotos de esas aves por si acaso seamos además brutos y no los conozcamos.

 

Los medios han ido apoderándose de las conciencias del público, los jugadores de fútbol y las cantantes se han convertido en los únicos modelos que los jóvenes deben imitar. Se les dice que siempre serán jóvenes, que los viejos son una carga que les impide prosperar, que los jóvenes nacieron para darse gusto, que lo único que importa es la apariencia y sobre todo – según los gurús filosóficos de Mac Donald’s, que ‘ser egoístas no es malo’.

Después de todo, lo único que puede impedir el sometimiento total y el retorno a la esclavitud es el ejercicio de la solidaridad.

En la cruzada contra la inteligencia y la dignidad de las personas los genios contratados por las empresas imponen otros ídolos extravagantes con la complicidad de los modistos y diseñadores. En el mundo de la moda, a manos mayormente de homosexuales probablemente misóginos, la belleza de la mujer ha sido sometida a todo tipo de degradaciones: se entronaron en distintos períodos a las modelos anoréxicas, luego fueron las que tenían apariencia de drogadas, más tarde las volvieron brujas,  satánicas, vampiras y barrocas, también las disfrazaron de payasos, de extraterrestres y militares pero la moda más constante es aquélla que exhibe a las mujeres como prostitutas… y algunas mujeres no sólo no se quejan sino que siguen esas modas con orgullo.

Es lamentable ver cómo hoy además el poder de las empresas que están detrás de todas estas corrientes – porque ninguna es casual – ha logrado penetrar hasta el premio Nóbel.

Desde que Al Gore recibió el Nóbel de la Paz los medios de comunicación han reforzado sus baterías en la campaña de concientización para convencer a los consumidores de que ellos son los únicos culpables de la contaminación ambiental.

Mientras el Papa Juan Pablo santificaba a los sacerdotes que murieron en la Guerra Civil española (sólo los sacerdotes franquistas lógicamente) los medios blandían uno de los mecanismos más efectivos de la religión: el sentimiento de culpa. Por culpa de los trabajadores que tienen automóvil el planeta se envenena cada día más.

Nada dicen de la contaminación que producen las empresas, callan sobre las nubes plomas y acres que segregan las grandes usinas industriales, los inmensos territorios de los laboratorios,  los complejos químicos de las multinacionales, los buques factoría que depredan todos los mares, los miles de kilómetros de selvas amazónicas destruidos por las petroleras o los grandes aserraderos. No hablan de la destrucción de la biodiversidad para llenar más los bolsillos de Monsanto, ni de los grandes riesgos a la salud que producen sus transgénicos que según ha demostrado una científica rusa, causan la muerte del 55% de las crías de las ratas alimentadas con soya transgénica[3].

Porque los medios, con la eficiencia descrita en un Mundo Feliz por Huxley, golpean diariamente entre el bum bum bum del rock metálico y la monótona repetición de un solo compás en la ‘música de fondo’ las conciencias de los consumidores de la “información” y los van convenciendo de que los únicos culpables de que el planeta esté en vías de destrucción son los trabajadores que van a trabajar en su automóvil, provocando atoros en las autopistas y contaminando el aire que todos respiramos.

¿Por qué tienen que tener automóvil? Se preguntan los sabios y doctos directores de programas de alturado debate político, esos que nunca dejan responder a sus invitados.  ¿Acaso no es irracional? ¿No sería más lógico y racional y ecológico, que los trabajadores no vivan lejos de sus centros de trabajo?

¿Acaso no eran más eficientes y ‘ecológicamente responsables’ los centros feudales donde los siervos vivían en el lugar donde tenían que trabajar? Se preguntan los emisarios bien pagados por las multinacionales obscenamente enriquecidos con las maquilas, donde los trabajadores, en su mayoría mujeres, duermen, comen y trabajan en el mismo recinto al menos 60 horas por semana, siendo tratadas como animales.

Vivir cerca del centro de trabajo permite que el empleado pueda quedarse unas horitas más laborando lo que protegería el medio ambiente y no implicaría gastos para el trabajador (ni para la empresa).

Recordando con nostalgia las bondades del trabajo esclavo promovido con entusiasmo por la reina Isabel I de Inglaterra quien, junto con otros miembros de la familia real, formó una de las primeras empresas esclavistas del mundo[4],  los nuevos amos del planeta[5] abogan por la prolongación de la edad de trabajo hasta los 70 o, ¿por qué no? Hasta los 75 años de edad.

De esa manera los trabajadores no tendrán que despilfarrar el seguro de pensión en atender su salud durante varias décadas ni en pagar los costosos servicios de los institutos para ancianos, sino que  morirán casi inmediatamente después de jubilarse o, heroicamente, en pleno trabajo sacrificando sus vidas por el bienestar de la sociedad … anónima que los contrata.

Y los gurus de las finanzas no pueden disimular la saliva que se les derrama al pensar en los miles de millones de dólares que obran en poder de las AFPs y que en algunos países todavía no pueden insertar en el mercado de valores, para desaparecerlos con jugadas que incluyen préstamos a empresas que se declaran en quiebra y otras lindezas.

Igual exceso de salivación les producía pensar en China y sus 1300 millones de habitantes, que con sólo gastar un dólar generarían 1300 millones de ganancia! Y la secuela de trabajo esclavo, y el uso de presos como donantes  forzosos de órganos no se hicieron esperar en China …

En otros programas televisivos ya se habla con mayor frecuencia y comodidad de las bondades de la eutanasia.  Lo que alguna vez se consideró pecado, delito o crimen es ahora una alternativa razonable que aunque ahora se pregona abiertamente sólo para pacientes que sufren  enfermedades incurables, podría muy bien convertirse en una forma de racionalizar los recursos de la sociedad. Porque, aducen subliminalmente los medios, ¡los trabajadores de hoy en los países desarrollados viven demasiado!

Sabemos cómo funcionan los medios: primero sueltan la noticia como al descuido, luego la repiten incansablemente, más tarde la presentan con fotos de todo tipo, después se vuelve tema de ‘debate’ en programas donde los opositores son ridiculizados, interrumpidos o tergiversados, enseguida se encuesta a la ‘gente de la calle’  con preguntas dirigidas,  esto se refuerza con entrevistas a los gurus o sabios sobre el tema, todos ellos en la nómina de las grandes empresas de seguros o de las multinacionales.

Cuando ya el tema se haya banalizado, cuando ya se hayan ablandado masivamente los cerebros y se haya creado la costra de insensibilidad necesaria en la conciencia, la eutanasia pasará a considerarse  económicamente justificable, moralmente deseable y sicológicamente inevitable y: ¡zas! Todos los informados televidentes y lectores de diarios (debidamente censurados por la CNN) estarán justificando los baños con gas letal en los modernos Auschwitz mientras consumen su “soma” televisiva.

Y para aquellos que se resistan a la eutanasia, siempre habrá la posibilidad de aplicarla científicamente,  médicamente, poco a poco, en los centros privados de salud que atienden a los pacientes de los seguros privados de salud cuya sagrada misión y visión (a las empresas como a sus predecesores, los reyes causantes de tantas guerras y muertes les fascinan los términos religiosos que impiden la censura moral) es asegurar ganancias incesantemente mayores para los accionistas.

Tenemos entonces el privilegio de presenciar dos libros de ciencia-ficción convertidos en realidad. Fahrenheit 451 con una sociedad dominada por la televisión y un Mundo Feliz donde todos terminamos ardiendo a 451° F para convertirnos en la droga Soma que alimenta a las castas clonadas de Huxley.

Felicito al colega que encontró la mejor descripción del título de la obra de Huxley en inglés: A brave new world y propone «Valiente nuevo mundo» que en tono conmiserativo significa realmente.. ¡Dónde hemos ido a parar![6]

Pero no terminemos en una nota pesimista, felizmente hay medios y hay personas como Felipe Pigna, historiador argentino, que nos educan, nos acercan a la verdadera historia de nuestros pueblos, en forma amena y grata. Es admirablemente prolífico, su obra incluye numerosos libros, series documentales sobre historia argentina (Algo habrán hecho, Historia Clínica, Qué fue de tu vida, Si te he visto no me acuerdo, Lo pasado pensado) y los domingos su programa Historias de la Historia en Radio Nacional Argentina. Altamente recomendable. Además publica una gaceta mensual y tiene su página oficial en Facebook. Se ha convertido en mi autor favorito.

Bélgica 30 de octubre 2007Y plenamente vigente en Lima en 2014 Yolanda Sala Báez

 

 

[1] http://peru.indymedia.org/news/2006/04/26736.php

[2] http://www.monografias.com/trabajos29/comparacion-libros-ciencia-ficcion/comparacion-libros-ciencia-ficcion.shtml

[3] http://www.gmfreecymru.org/pivotal_papers/ermakova.htm

[4] El duque de York  hacía marcar con hierro candente sus reales iniciales DY en el pecho o en la nalga izquierda de cada uno de sus 3000 esclavos antes de despacharlos al Caribe

 

[5] http://video.google.es/videoplay?docid=1565809721383114728

[6] http://garaya.blogspot.com/2005/09/el-mundo-feliz-de-aldous-huxley.html


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Yo sí tengo tiempo

 

Yo sí tengo tiempo

 Diez años vividos en Flandes han calado en mis hábitos. He aprendido a dar largos paseos en un bello bosque, a montar bicicleta y a nadar semanalmente. Programo mis salidas y visitas en función de los horarios de trenes y autobuses y acelero mi paso para no rezagarme demasiado cuando camino con un grupo de colegas por la calle.

Me emociona cuando en mi país me preguntan de dónde soy. Les digo que soy peruana y no me creen: – Porque usted habla muy despacio y camina demasiado rápido. El comentario me despierta una sonrisa y pienso que ya estoy por alcanzar mi meta: ser tan rápida como los belgas.

En ello cavilaba mientras esperaba a mis amigos en una de mis visitas a Lima. Nos reunimos alrededor del mediodía en el Club Tacna, una casona acogedora de la elegante Avenida Salaverry, un marco grato y propicio para ponernos al día después de tantos meses de ausencia.

La llegada escalonada de mi gente más querida me permitió comprobar que nuestra amistad, o más bien fraternidad, se enriquece con los años y que somos capaces de retomar nuestras conversaciones como si las hubiéramos interrumpido la noche anterior y no hace un año o, a veces, muchos más.

El tema que surgió espontáneamente fue el tiempo. Los peruanos tenemos la pésima y merecida fama de impuntuales, pero lo curioso es que mis amigos y yo formamos parte de la excepción minoritaria y hemos actuado con disciplina y puntualidad desde que nos conocimos a raíz de la fundación del primer sindicato del ministerio en que trabajábamos.

Cuando me preguntaron cuál era la mayor diferencia que yo encontraba entre los belgas y los peruanos no tuve que pensarlo mucho. Creo que radica en el valor que le damos al tiempo.

Compartí con ellos las explicaciones de mi esposo: la mayoría de los flamencos viven con horizontes de 25 años. A los 25 años de edad ya tienen un empleo y generalmente forman una familia y compran una casa. Con orgullo dicen que los belgas nacen con un ladrillo en el estómago porque más del 80% es propietario de su vivienda. Entre los 25 y los 50 crían a sus hijos (Bert estima que en cada hijo se gasta aproximadamente el valor de una casa) y,  cuando los hijos tienen 25 y se van del hogar para desarrollar sus respectivos ciclos, los padres han terminado de pagar la casa. Entre los 50 y los 75 años de edad los belgas disfrutan de la vida, venden su casa, compran un departamento, viajan y guardan el resto para su vejez. Después de los 75 llegan los achaques, ya no pueden vivir solos e ingresan a las residencias de ancianos donde reciben los servicios sociales y médicos que requieren hasta su muerte.

En cambio en el Perú no tenemos la cultura de la planificación, quizás porque no tenemos la sartén por el mango y nuestro más ‘largo plazo’ suele ser de aquí a fin de mes.

—Claro —opinó Antonio, el sociólogo— los imperios coloniales han tenido planes con plazos muy largos, que los sucesivos herederos se encargaban de aplicar con variaciones mínimas. Si han planeado quitarnos nuestros minerales en setiembre del 2015 primero lanzan una política mundial de privatizaciones en 1980 y luego desarrollan una estrategia de manipulación de bolsa y de precios en el 2000, antes de apoderarse de todo el paquete provocan una hiperinflación en el 2010 y se quedan con todo por cuatro centavos. Nosotros lo único que hacemos es enterarnos de que se ha firmado el TLC y que lo perdimos todo y ahí recién tratamos de reaccionar como sea.

—No sólo los imperios europeos  —acotó Rosita, que también es socióloga  —la conferencia de Yalta sirvió para que Estados Unidos y Rusia se repartieran el mundo por medio siglo más.  Esos planes incluyen muchas contingencias, requieren mucha información, tienen que escoger con cuidado y con tiempo a sus aliados: a los políticos de nuestros países que les entregarán nuestras riquezas, a los militares que impondrán por la fuerza los intereses extranjeros en nuestras naciones …

—En otras palabras, ellos programan el cachetazo 50 años antes y nosotros sólo atinamos a poner la otra mejilla  —remató Pilar.

—Tampoco les ha resultado tan fácil Pilar —aclaró Pedro  —de ahí que ahora a pesar de haber implantado su globalización ¿Quiénes tienen que salir al frente? Bush de la CIA en yankilandia, Putin de la KGB en Rusia y el Papa de la Inquisición.

—Lo interesante es que la planificación la aplican los belgas en sus vidas personales —apreció Alfonso que es ingeniero industrial.

—Si vives con metas fijas e ingresos estables generas estabilidad económica —redondeó Javier, el economista.

—Y han sabido forjar instituciones que aseguran la participación de los ciudadanos —comenté —la gente activa en sus organizaciones, exige que les rindan cuentas, los jóvenes de mi pueblo manejan un presupuesto para el subsidio que les da el Estado y me invitaron a una sesión impresionante, donde había varios cientos de chicos, entre 9 y 18 años de edad. Habían circulado su agenda con anticipación, intervenían en forma clara, directa y breve, votaban y resolvieron una agenda de 28 puntos en tres horas. Lo mismo hacen los jubilados, los inmigrantes, los artistas, los deportistas, los de las asociaciones culturales.

—Sí, eso es admirable. Nuestros sindicatos sólo funcionan en crisis y no tenemos ni continuidad ni largos plazos  —dijo Rosita —¡pero nadie nos gana en cumplir tareas urgentes con avisos de última hora!

—Esa planificación además le imprime disciplina a tu vida y aumenta tu eficiencia —agregó Pedro, que es economista.

Les comenté que esa eficiencia es otro de los rasgos admirables en la cultura flamenca. Piensan antes de actuar, son lógicos, racionales, en las escuelas aprenden de memoria hasta la tabla del 20 para multiplicar. No desperdician esfuerzos y uno de mis espectáculos favoritos era ver cómo mi marido iba de un punto a otro de la casa haciendo muchas cosas en su recorrido, mientras que yo iba a la cocina veinte veces y cuando llegaba ni recordaba para qué fui.

—Tal vez prestan más atención por su idioma germánico —sugirió Rosita. —En las lenguas latinas el verbo va al comienzo, por eso no escuchamos toda la frase y más bien estamos pensando qué contestar. Los idiomas germanos tienen el verbo al final y tienes que escuchar toda la oración.

—Es muy cierto Rosita, ¡pero además recuerdan qué dijiste y cuándo lo dijiste!

—Yo creo que nosotros los latinos usamos demasiado el corazón, acotó Pilar, que estudió Trabajo Social. —¡Lo usamos hasta para pensar! En cambio todos los nórdicos que he conocido sienten y piensan con el cerebro. Pero ¿saben qué? Yo prefiero ser una ineficiente feliz y no un robot estresado.

—Yo intento imitar su eficiencia Pilar, y es muy difícil. Ellos viven acelerados porque todo está programado al minuto. Si pierdes cinco minutos perdiste la conexión del tren y tienes que esperar media hora o más para la próxima. Pero es muy estresante. Por más que me lo propongo, siempre algo me sucede y llego tarde.

—¡Qué raro! tú siempre has sido muy puntual, con tu educación inglesa y tu padre militar …

—Pero aún así, ¡ellos caminan tan rápido! en tres zancadas recorren una calle y yo voy atrás cual geisha en kimono apretado …

Reímos de buena gana y aprovechamos para ordenar un delicioso almuerzo picantito y entonado.

—Y para colmo, por más que me esfuerzo en actuar con piloto automático, siempre llego sudando frío —agregué —simplemente porque al mirar la nada recordé algo grato o porque me puse a oler la lluvia, me paro y pierdo tiempo o, lo que es peor, me paro y hago que otros peatones se choquen conmigo y pierdan su tiempo. Parece que yo lo hiciera adrede: siempre tomo el lado equivocado de la vereda, me les cruzo en diagonal o doy un giro de 180° sin avisar… ¡no saben cómo los enfurece!

—¿Cómo se ponen?

—Lívidos, los ojos lanzan llamas y los labios se vuelven una raya, pero las miradas son peores si además me río de mis propios errores …

—Sí, ésa es otra de nuestras cualidades —rió contagiosamente Pilar  —¡No hay nada más saludable que una rica carcajada!

—Es interesante que el tiempo sea una prioridad —retomó Javier —De ahí vendrá el famoso: Time is money.

—Sí, eso está consagrado hasta en el lenguaje. Para preguntar qué hora es, los flamencos dicen: ¿cuán tarde es? Parten de la premisa de que están atrasándose. No responden: 10 y media sino: falta media hora para las 11. Incluso llegan al extremo de decir que las 11.35 son 5 minutos antes de que sea media hora para las 12.

—¡Qué tal obsesión con el tiempo! —comentaron en coro.

—Mi marido tiene rutinas para cada día de la semana. Los fines de semana comparamos agendas para ver qué vamos a hacer juntos, porque nos encanta el teatro, ir a conciertos multiculturales, visitar exposiciones, museos, comemos en buenos restaurantes y viajamos mucho.  Todo eso se tiene que reservar con anticipación.

—Eso es lo lindo de Europa, ¿no? ¡siempre hay tanto que ver y tanto que hacer! —dijo Alfonso

—¡Pero aquí también gordito! sólo que aquí nos enteramos a última hora y sólo vamos si es gratis o si nos invitan —replicó Pilar provocando otra carcajada colectiva.

—Pero por otro lado, debe ser atroz vivir en un continente donde todo está resuelto y programado. No hay lugar ni motivación para tratar de mejorar las cosas ¡pobres jóvenes! —lamentó Pedro.

—Debe ser por eso que ya no pueden crear nada —dijo Alfonso —sólo andan comprando inventores y patentes …

—O pirateándolas  —dijo Pilar

—O patentando lo de otros  y metiendo al creador en la cárcel —rió Javier y todos con él.

—Mira Yola, a mí me parece que el tiempo cultural es una cuestión de ritmo, y el ritmo hay que entenderlo en su contexto sensual. Es como comparar un son cubano con un rock metalero —sentenció Antonio acariciándome el brazo.

—Hay que verlo en el contexto de sus prioridades —acotó Javier —eso incrementa su productividad y su eficiencia y les da la base material que necesitan.

—A lo mejor es una manera de volver más accesible la felicidad —dijo Alfonso —al traducirla en metas que colocas en plazos que tú te fijas y que cumples.

—A mí me parece que es una neurosis de control —sentenció Pilar —a mí que no me pongan rutinas, ni horarios, ni disciplinas ajenas. Para mí no hay mayor felicidad que un domingo en mi cama, haciendo lo que me dé mi gana.

—¡Salud por eso! —Coreamos felices y le hicimos los honores al pisco sour.

El restaurante se empezó a llenar, un grupo numeroso celebraba un cumpleaños y con la tradicional delicadeza y hospitalidad tacneñas nos incluyeron en su agasajo, compartiendo con nosotros exquisitos manjares y unos cocteles de pisco de bandera.

Al terminar el almuerzo llegaron los mariachis y nuevamente los tacneños nos integraron en su fiesta, cantamos rancheras y boleros, bailamos salsas y valsecitos, polcas y merengues y al despedirnos era más de media noche.

Decididamente, jamás tendría en Flandes un almuerzo de doce horas y mucho menos de doce horas como éstas.

Volví a Bélgica con las pilas recargadas, dispuesta a encontrar el justo medio, entre la eficiencia veloz y la improvisación feliz.

Estudié mejor los itinerarios y comencé a salir de casa una hora antes, así siempre tenía tiempo para leer y relajarme antes de empezar mi trabajo. Remplacé el bus por la bici y adquirí un buen tono muscular. El domingo en vez de dormir hasta el medio día me uní a mi esposo en la natación, pero mientras él atravesaba la piscina cual saeta durante una hora yo me sumergía 20 minutos en el jacuzzi y pensaba que estaba en Punta Sal u otro paraíso tumbesino con mi pisco sour bien heladito.

Puse todo de mi parte para usar menos el ascensor, para no aferrarme a las cálidas entrañas del edredón en invierno, para comer menos arroz y más ensaladas.

Cada día me notaba un mejor semblante, llené mi mp3 de canciones de Sabina matizadas con las cumbias del Grupo 5 y llegué a sentirme tan bien que hasta me atreví a cantar en voz alta.

Sin embargo la naturaleza me pasó factura, me apareció un sádico espolón calcáreo en el talón que durante un año me forzó a caminar en mala postura, ello desencadenó una artrosis y al llegar la Navidad decidieron operarme la rodilla. Ese día comprendí que nunca seré una belga eficiente, veloz y deportista.

Aquel día me convertí en la señora 131119502260 Rodilla Sala que conversaba con las paredes en medio de las alucinaciones desatadas por el libre dispendio de morfina, a quien le bajó la presión a 4 y recibió una transfusión pero nunca logró comunicarse con un doctor. Sólo atiné a verlo cuando desaparecía envuelto en una cortina de seis esmeradas enfermeras. Ingresé en la fábrica de la salud, con personal amable, eficiente y escaso, cronometrado e imposibilitado por el sistema de brindarte el consuelo que tanto necesitas.

Al día siguiente de la operación llegó un atlético fisioterapeuta que me aplicó en la rodilla una máquina para forzarme a alcanzar 80 grados de flexión. Mis aullidos se escucharon hasta Lima y cuando salí del hospital ya la máquina era conocida como el Bebé de Rosemary, pues el técnico llevaba en brazos, casi amorosamente al valioso aparato. Ese pequeño monstruo que vale 80 euros por hora, acelera la convalecencia y permite vaciar los cuartos en plazos más breves. Algún estudio técnico-económico ha establecido un Standard de 90 grados de flexión en rodillas operadas, como requisito para el alta y el bebé de Rosemary acorta el plazo normal de tres semanas a tres días, el dolor es lo de menos, lo importante es la relación paciente/cama.

En esa habitación compartida con mujeres muy mayores conocí el desaliento, fui testigo de la renuncia y la decisión voluntaria de pedir la eutanasia porque ya no pueden insertarse  en el ritmo frenético de una sociedad que le tiene terror a la vejez y muy poca compasión porque carece de paciencia.

Me fui del hospital tan pronto como pude y me deshice de la depresiva  nube gris fijándome una meta: regresar volando al Club Tacna, gozar mirando a mis limeñas andando pasito a paso, con la sonrisa en los labios y meciendo las caderas al vaivén pausado del pa’ tí, pa’ mí, pa’ nadie, o ser cómplice de algún encuentro entre dos atareados oficinistas que se guiñan traviesos el ojo al saludarse en la calle, comentan lo ocupadísimos que están pero se dan tiempito para un cevichito a media mañana.

Sigo con mis ejercicios disciplinadamente pero no me apuro, porque ahora mi lema es:  Yo sí tengo tiempo.

 Bélgica 2009


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LA WALKIRIA

LA WALKIRIA

Cuando mi papá volvió de Inglaterra sacó de su maleta, una inmensa muñeca, que era casi de mi tamaño. Tenía el cabello castaño rojizo, ojos verdes y caminaba. La muñeca no sólo andaba como un autómata sino que además tenía en la espalda un tocadiscos y pronunciaba en inglés las frases: “hello, how are you? What is your name? How old are you?” que fueron todo un desafío para mí.

La hermosa muñeca tuvo su lugar de honor en la cómoda de mi cuarto y sólo la tocaba para mostrarla a mis primos y a las visitas. Lo que yo más codiciaba en verdad era tener libros.

Una tarde de invierno nos visitó un señor muy distinguido que conversó con mis padres en la sala. Me acerqué educadamente a saludar y vi en la mesa de centro tres libros grandes y gordos con tapas rojas y bordes verdes. El Libro de Nuestros Hijos se llamaba la colección y yo la ojee embobada mientras el distinguido señor derramaba cifras sobre los datos contenidos en los tomos y hacía énfasis en la calidad opaca del papel y el práctico formato de las letras.   Yo tenía entonces 5 años y acababa de entrar al colegio inglés. Todavía mantenía en silencio la sorpresa de que sabía leer pues la distraída madre María José se olvidó de liberarme del secreto.

Mi papá me seguía con el rabillo del ojo y  sonreía cuando yo me detenía más tiempo en ciertas secciones de los libros que en otras.   Revisé rápidamente los grandes descubrimientos científicos, pasé casi despectivamente la sección dedicada a las futuras reinitas del hogar con clases de repostería, costura, bordado, tejido, y cosas así.  Le di una breve mirada a los juegos de salón que me parecieron muy complicados y miré con atención las figuras de los tres reinos de la naturaleza. Pero casi di un chillido de placer cuando llegué al tomo literario donde se resumían, ilustradas con bellísimos dibujos, las grandes óperas, las más famosas obras de teatro, las joyas de la literatura.

En una página yacía echada la mujer más bella y más extraña del mundo. Una guerrera con falda corta de la cual salían unas piernas interminables calzadas con gruesas sandalias, lucía un casco de metal adornado con alas en ambos costados. Largas trenzas rubias le ponían un marco celestial al rostro de la guerrera dormida que reposaba rodeada de un fuego eterno, esperando al valiente  que enfrentara a la muerte por su amor.   El nombre de La Walkiria rezaba junto a esta criatura de belleza inaudita y exhalé un suspiro de admiración tan grande que interrumpí el derrame de cifras en que seguía empeñado el vendedor.   Mi papá me preguntó ¿qué estás mirando? Y contesté a la Walkiria.

Así quedó revelado el gran secreto de que había aprendido a leer  y se abrió oficialmente la puerta para la literatura en nuestra casa.   Siguieron las leyendas griegas, la colección La Flecha de Oro, el Arquero y muchos más. Siguieron también todo tipo de lecturas, propias e impropias en casas ajenas, pues cuando íbamos de visita nuestros anfitriones me daban rienda suelta en sus bibliotecas para que me entretuviera, ante mi evidente falta de entusiasmo por los juegos con muñecas y las conversaciones demasiado infantiles de mis contemporáneos.

En aquel entonces también conocí a Ricardo Palma.  Cuando mis padres iban a alguna fiesta o compromiso las pesadillas me asaltaban. Sentía que las flores de mis cortinas crecían y revelaban su naturaleza caníbal, las luces de los autos proyectadas por las persianas se convertían en sombras de temibles tigres agazapados, pero sobre todo me despertaba sudando con el claro siseo de una serpiente gigantesca a mis espaldas y las fauces babeantes de negros mastines a pocos metros de mi cara.   Corría despavorida de mi cuarto, envidiando la paz beatífica con que dormían mis hermanitos, y me enrumbaba directamente al cuarto de mi abuelita Julia cuya luz del velador aplacaba mis terrores y me invitaba acogedora.  Mi abuelita leía las Tradiciones de Ricardo Palma echada en su cama y me dejaba amplio espacio entre su pecho y el libro. Así, juntas, avanzábamos por las páginas delgadísimas de papel cebolla, remontándonos a los años de la colonia para vivir con avidez las aventuras de la monja alférez y las anécdotas de picarescos virreyes con los que Palma nos arrancaba risas cómplices y sonoras hasta que sentíamos el ronroneo del auto y del metálico golpe de las llaves en la puerta. Silenciosa partía a toda carrera y sabiendo que todos estábamos ya en casa me dormía.

Un día domingo estábamos en Pomaticla, hacía mucho sol y mi mamima Justina nos invitaba emoliente cuando sentimos un auto deteniéndose fuera del portón.  Tarzán y su manada salieron, como correspondía, a ladrar la sonora bienvenida y los chicos dejamos nuestros vasos para ir a curiosear, también como correspondía. El portón se abrió y entró mi tío Raúl, hermano de mi papá. Estiró la mano y abrió bien la puerta para que entrara: ¡la Walkiria!

Era altísima y aunque no era rubia ni tenía trenzas sus ojos eran tan hermosos como los de la guerrera; ojos achinados como almendras y adornados con unas cejas de nítidos arcos. Sus pómulos altos le daban un aire exótico a esta mujer blanquísima y bella, tan bella como esa walkiria. Nos miró a todos los chicos y no sólo sonrió, sino que rió con una risa tan linda, tan alegre y musical que parecía provenir de un coro.

—Saluden a su tía Jenny, nos dijo orgulloso mi tío Raúl.

Jenny se convirtió por derecho propio en la reina de nuestra banda, le cedimos sin mezquindad alguna el derecho a decidir qué hacíamos y a dónde íbamos. Simplemente la adoramos.   Con ella se ampliaron las fronteras de nuestra pequeña Selva, incursionamos audaces en la huerta de los paltos, un bello cruce logrado con paltos colombianos, que era el orgullo de mi mamima. Paltas turgentes pero untables cuya pepa no se arraigaba y no rasgaba la sedosa carne verde de ese fruto envuelto en un fino cuero verde.

Tras un pequeño portón empezaba la huerta ordenada y umbrosita pero al lado del portón había una pequeña vivienda, la casita de Cirila, una ayacuchana grande y rica que al reír mostraba sus únicos cuatro dientes pero debía ser rica porque todos eran de oro. Cirila seguía sonriente nuestros juegos y nos surtía de espadas para los asaltos contra los moros y contra los piratas. Tenía sus propias gallinas y Tarzán y su manada habían aprendido a respetarlas.

—¡Neña Yole! —Me gritaba y yo contestaba:

—¡¡Serela! —Y las dos nos abrazábamos.   Olía a tierra y a muña pero los domingos olía fuertemente a colonia. Alguien le regaló un guacamayo, grande, celeste con amarillo que se bautizó Don Guaca y desde entonces nuestra entrada  a la huerta iba acompañada de los gritos ¡Neña Yole! ¡Serela! Y de los impertinentes ¡Guaca Guaca!   A los que se sumaba el agudo coro perruno, desentonado solamente por el ronco aullido de Nerón que ya apenas podía con su alma.

La Walkiria nos llevó hasta el lindero del huerto, cercado por unos muros gordos y bajos. Escogiendo un sendero especial para señoritas nos desviábamos del cerco de piedras y barro y pasábamos por el comienzo de la acequia que llegaba hasta donde los Román.  Luego salíamos a un camino de polvo y entrábamos a otra huerta, sembrada de algodón donde nos maravillábamos con la suavidad de esa fibra y nos llevábamos siempre algunos copos en los bolsillos.

La Walkiria nos escuchaba con atención cuando proponíamos carreras contra los hombres y luego daba sugerencias geniales que siempre nos hacían llegar primero y con menos esfuerzo. No había premio mejor que oír la risa cantarina de mi tía Jenny y ver las airadas protestas de los primos encabezados por mi tío Raúl.

La chacra de mi mamima llegaba hasta el río Santa Eulalia, con una serie de andenes donde había plátanos y cañaverales. También había un potrero esquinado, que bien podría haber sido una poza si el río hubiera llegado a ese nivel. Nunca supimos para qué servía pero en nuestras aventuras fungía de calabozo, de foso plagado de cocodrilos y de arenas movedizas.   Detrás del foso había una cortina de cañas, altas, rubias, espigadas que se mecían al aire y detrás de ellas escuchábamos el río cuyo cauce transparente estaba plantado con unos piedrones enormes como camiones.

Mi papi nos ayudaba a cruzar el río y nos contaba que antiguamente había montones de camarones de río, carnosos, dulces, gordos, rosados y tan anchos que su abuelo tenía varias tenazas que usaba como boquillas para cigarros. Después alguien sembró truchas que comían camarones y después los relaves mineros dieron cuenta de las truchas, suspiraba.

Tras fatigarnos con estas excursiones los chicos regresábamos a donde la mamima sucios, mojados y felices y los mayores se sentaban a disfrutar el sol serrano, tibio y seco, y a tomar unas cervezas. Entonces Adita y yo nos íbamos donde la tía Manuela resumiéndole nuestras andanzas mientras repetíamos el ritual del agua mágica.

La walkiria y el agua mágica … ¿qué más podíamos pedir?


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Tienes 53 años y tiemblas

 

Tienes 53 años y tiemblas

       Tienes 53 años, estás empezando una nueva relación sentimental, un nuevo abalorio en el collar de la vida y te sientes fuerte, poderosa, capaz de ser feliz y de hacer felices a quienes te rodean.

       Pero una mañana te despierta el temblor involuntario de un pie y de una mano. No le prestas atención: tienes que ocuparte de cosas mucho más importantes. Pero el temblor se repite, te produce malestar porque distrae a tu interlocutor del mensaje que le transmites. Lo peor es que se presenta cuando compartes algo que te produce pasión, tristeza o furia.

     La frecuencia de esos episodios te arrincona y obtienes una cita con el médico de la familia. Estás en otro país y ésta es tu primera atención de salud en él. Afortunadamente nuestro médico de familia, el Dr. Johan  Thielen habla cinco idiomas, es amable, eficiente y callado, es uno de los pocos profesionales de la salud que dedica media hora de atención a sus pacientes y evita bombardearnos con medicamentos, apelando a soluciones naturales y aplicando sentido común. 

     Te escucha atentamente, te hace varias pruebas de coordinación pero no quiere adelantarte una opinión y te indica que debes acudir a un neurólogo.

      Sigues sus instrucciones y te recibe un médico serio, formal, que te pide que camines hasta la puerta y luego te indica que te sientes al borde de la camilla, te formula preguntas sencillas que respondes tranquilamente. Te solicita que hagas movimientos de coordinación con las manos y tú piensas que estás perdiendo tu tiempo.

      Luego te sientas frente a él y te dispara estas frases:

—Usted padece una enfermedad neurológica, degenerativa e incurable. Usted tiene el mal de Parkinson.

         Y crees que ese médico serio y formal está desplegando contigo su insospechado sentido del humor. Como para rubricar el momento, tu mano y tu pie izquierdos se sacuden y tú sientes mucho frío.

         Te explica que el Parkinson aparece cuando ya no puedes producir suficiente dopamina, una hormona que actúa como cable de comunicación, como un conector, entre tu cerebro y tus músculos. Ante la insuficiencia de dopamina los músculos se mueven espontáneamente.

         El Parkinson no se puede curar, te advierte el médico, pero se puede controlar en cierta medida con medicación. —Usted tendrá que tomar toda su vida un sucedáneo de la dopamina que su organismo ya no produce.

         Tu familia no puede aceptar esa noticia, apelas a una segunda opinión. Y acudes a un renombrado especialista, el doctor y profesor Patrick Santens, en el hospital universitario de Gante, para que te dé una respuesta que puedas asimilar.

         Esta vez conversas con un neurólogo que tiene mayor sensibilidad y  que es más didáctico.

         —Sin que lo hayan invitado, el señor Parkinson ha decidido compartir su vida con usted y solo le queda aprender a vivir con él. Usted es una mujer fuerte y luchadora. Su futuro bienestar depende mucho de la actitud que usted adopte y aquí estamos para ayudarla.

         Empiezas a investigar, a preguntar, a leer más sobre este mal y descubres que de él se sabe muy poco, a pesar de que sus síntomas se describen en textos vedas fechados dos mil años antes de Cristo y en papiros egipcios. Te preguntas si habría la misma ignorancia si este mal afectara los órganos reproductivos masculinos…

      El origen del Parkinson parece ser una mezcla de factores genéticos y ambientales, y la verdad es que no te consuela saber que en el mundo la prevalencia del mal sea de siete por ciento, ni que haya alrededor de cinco millones de personas que lo sufren como tú.

         Has aprendido que en la enfermedad no hay justicia, que no es un castigo merecido y que, por mucho que te quieran tus familiares y amigos más cercanos, el Parkinson no se puede compartir y no se puede curar.

         De ahora en adelante depende de ti. Tienes que enfrentar a tus dos verdaderos enemigos: el stress y la depresión, y debes aprender a vivir con míster Parkinson.

         El vigía eficiente que la naturaleza puso en tu cerebro, y cuyos sabios consejos te han salvado varias veces, te lanza un solo mensaje: no te atiborres de medicamentos. Desde que la medicina optó por aliviar los síntomas, en vez de curar el origen de las enfermedades, los humanos nos envenenamos con productos cuyos efectos finales todos desconocen, incluso los laboratorios que los fabrican y que se enriquecen con ellos.

       Lo ves claramente cuando tu neurólogo se encuentra ausente y su suplente, una joven doctora, te evalúa, determina que realmente tú no quieres adaptarte a los medicamentos y te conmina, con severidad, a poner más de tu parte. Sin mirarte y muy suelta de huesos te receta una pastilla para que no se te paralice el pie y para que pueda temblar, otra gragea para suprimir los temblores, una cápsula relajará tus músculos pero hará que te inclines hacia un costado al caminar. Para enderezar tu postura garabatea otro producto en la receta y te advierte que esta tableta te producirá una jaqueca que debes aliviar con un analgésico que te irritará el estómago y para eso sigue anotando nombres ilegibles…

         Botas a la basura la larga receta y acudes a la medicina natural.

         Sacha Barrio Healey, el sanador que has tenido la suerte de encontrar, te escucha atentamente, estudia tu pulso, tus manos, tu lengua, tus pies, evalúa tu energía, te prescribe una dieta nutritiva y saludable porque “somos lo que comemos” y te pone en manos de dos plantas humildes pero eficaces: la coca y la cúrcuma para que colaboren con la dopamina química que tienes que tomar.

       Así conoces personalmente a una hoja maravillosa que tiene muy mala prensa pero que potencia la acción de la dopamina. Es una planta que hace milenios que lucha exitosamente contra la depresión, que fortalece tus huesos, te hace comprenderte mejor, refuerza tu memoria, despierta tu alegría, te reconoce como parte integrante de la naturaleza y hace que te quieras y respetes como nunca lo habías hecho.

      Gracias a la harina de la coca, sagrada y generosa, a pesar de haber sido tan injustamente perseguida y humillada, logras convivir en paz con míster Parkinson, incluso aceptas los temblores con alegría, porque sabes que cuando dejes de temblar estarás cruzando el umbral del Parkinson rígido, que tiene mal pronóstico.  Y con estos aliados desarrollas una existencia útil, activa y hasta feliz durante diez años.

       Sabes que arrasar con la coca porque puede  ser convertida en cocaína es como destruir para siempre la vid porque puede ser convertida en licor. La coca fue un descubrimiento de una cultura de sabios ingenieros, conectados respetuosamente con la naturaleza. Es una generosa fuente de calcio (dos mil unidades de calcio por 100 gramos de coca), hierro, vitaminas, el mejor legado que nos dejaron nuestros antepasados precolombinos.

         La vida te envía al Doctor Nicanor Mori, un experimentado neurólogo, joven, de mentalidad abierta, y juntos estudian como dominar al señor Parkinson. Tu neurólogo te dosifica mejor la dopamina y te anima y fortalece. En lugar de recetarte mecánicamente una sarta de productos químicos, aplica brillantemente su sentido común.

         En tantos años de convivencia con el sísmico Parkinson han surgido muchas “curas definitivas”, te has ilusionado en vano con las células madres, con el implante de chips, has tenido buenos resultados con los imanes. Acudiste al Reiki, la reflexología, los masajes y la acupuntura. Has consultado a especialistas de Europa y Argentina, has indagado sobre los tratamientos de Cuba.

       Apenas ayer te enteraste de las bondades de la apiterapia y hoy tuviste tu primera sesión. La abeja transmite, entre otros neurotransmisores, Dopamina y Serotonina. Rosa Luz, la persona que te hizo el tratamiento te agradó, su respeto y gratitud hacia los laboriosos insectos y hacia la naturaleza en general te levantaron el ánimo. La naturaleza nos ofrece lo que necesitamos en la forma más saludable.

      También te enteras de que la Mucuna es una especie de frejol que produce dopamina pero su consumo directo es un poco complicado porque puede ser tóxico. Tal vez si la hubieras tomado al comienzo de tu enfermedad te podría haber ayudado.

         Pero el mal avanza y necesitas tomar más dopamina, enfrentas otros decenarios en el rosario de tu vida. Ya no puedes trabajar como antes, ahora tienes 63 años, y aunque tu cerebro no ha perdido muchas facultades, te sientes más vulnerable.

        Ya no eres la mujer pulpo que hacía eficientemente seis cosas a la vez, intérprete simultánea que viajaba por el mundo traduciendo temas técnicos, emitidos por los oradores en exóticos acentos. Te has vuelto lenta, tu pie izquierdo es más autónomo, se acalambra, se agarrota, frena y te atormenta cuando menos lo esperas, y cuando menos lo deseas.

        Ya no puedes viajar, a veces apenas puedes caminar. Pero, felizmente, puedes hacer en casa traducciones escritas y correcciones, puedes leer, puedes escribir y, afortunadamente, todavía tiemblas.

         Estás en esa etapa de la vida en que empiezan a irse para el silencio tus seres más queridos, tus mascotas, tus colegas, tu adorada y admirada hermana, arrasada en pocos meses por otro mal neurológico. Te divorcias, vives sola. Entonces se envalentona la depresión y la madre coca se ve en aprietos para dominarla.

        Quieres aislarte, te fastidia que te hablen, odias las preguntas. Te estás volviendo un ogro.

         Te detienes y analizas todo lo que te rodea, ¿Qué ves en la televisión? Basura, cinismo y violencia que te estresan. ¿Qué oyes en la radio? Estridentes tonterías y chismes que te repugnan. ¿Qué lees en los diarios? Mentiras, calumnias, insultos.

       Y todo eso te afecta, temes ser una víctima más de la cacareada violencia ciudadana, mientras que los verdaderos ladrones: los bancos se roban impunemente tus ahorros y los de todo el mundo, escudados por gritos de Goooool y  concursos que humillan a los participantes.

       Te das cuenta de que se transmite la misma basura, en distintos idiomas, en todo el mundo. ¡Cómo no vas a deprimirte!

         Recurres entonces a la mejor terapia posible: deshacerte de la televisión. Buscas en internet la información verdadera en medios y foros alternativos, escuchas los programas radiales del argentino Felipe Pigna sobre historia, relatos a cargo de admirables escritores. Resucitas tu música preferida para huir de ese taladro monocorde, que hace papilla las neuronas en casi todas las estaciones de radio y lugares públicos. Frecuentas a tus queridos amigos pensantes, disfrutas con ellos de la música que te alegra, sostienes largas conversaciones que te enriquecen, evocas gratas anécdotas, disfrutas con películas en las que los actores actuaban, con documentales y series históricas. Relees los clásicos de tu infancia, aquellos libros que sí que formaban, que tenían ética y que nos convirtieron en personas útiles, no en bobos consumidores estresados porque no podemos comprarlo todo.

       Caminas en el parque, aprendes yoga, recibes acupuntura, contemplas el mar al atardecer con tus primas queridas, hueles las flores, aspiras con avidez el aire salado de tu océano Pacífico que tanto echaste de menos. Conversas con desconocidos que al despedirse te bendicen, agradeces el trato preferencial que te dan en los lugares públicos.

      Te simplificas la vida: remplazas los estresantes botones, broches y cierres con cómodos elásticos, los pasadores ceden el paso al velcro y ya no te atormentas luchando contra tapas herméticas pues algún genio (¡quizás parkinsoniano!) diseñó abrelatas y tijeras con orejitas especiales para esos avatares.

         Descubres las regalías de la soledad a tu edad. Ya no tienes que adaptarte a nadie, complacer a nadie, sacrificarte por nadie. Si no quieres hablar: cantas, si quieres bailar ¿qué te lo impide? Si quieres comer: ¡buen provecho! comes lo que te apetece y cuando lo deseas. Ya no tienes que cumplir con las obligaciones y expectativas que otros te imponen. Por fin eres libre de ser como tú quieres ser.

         Pero debes admitir que Mr. Parkinson no ha sido solo el malo de la película. También te ha permitido ser más selectiva en materia de trabajo y disponer del tiempo para escribir y estudiar literatura, sin sentirte culpable.

         Y, por haber sabido reconocer las ventajas de la vejez, te premias con el mejor regalo que la madre naturaleza ha puesto a tu alcance.

         Desde que perdimos el don de comunicarnos con ella, cuando permitimos que nuestra especie la deprede, empezamos a irnos cuesta abajo. Nos volvimos peones que no valemos nada en un sistema que todo lo destruye, un sistema que no se cansa de acopiar riquezas a expensas del padecimiento de los más débiles. Un sistema que inventa religiones que justifican el robo y que le conceden al ser humano una supuesta superioridad, nombrándolo “rey de la creación” con licencia para destruir todo lo que tiene vida.

         Tu vigía te advierte que necesitas recuperar la comunicación con la tierra, aquel contacto directo, equitativo y natural que nos era innato y que se nos ha atrofiado. Y buscas – o te encuentra – un conector mejor que la dopamina.

         Adoptas o, mejor dicho, te adopta una gata. Una gata majestuosa y maternal que ha sufrido, que reparte su tiempo entre su bella existencia y la tuya; que te relaja con el ronroneo que emite en la misma frecuencia que los latidos de la tierra; que te abriga el corazón y el cuerpo. Ella te acompaña, te sosiega; tiene un refinado sentido del humor y se divierte compartiendo juegos contigo, alejándote de la computadora y el sedentarismo, vigila que tomes tu medicina, te tiene paciencia y jamás te considera una vieja temblorosa, inútil o vulnerable.

         Es más, cuando un leve temblor de tierra mueve la cama, tu gata abre su único ojo, te mira como diciendo: ¡Ah! Eres tú, y regresa a sus ocupaciones favoritas: ronronear y dormir

         Recuperas las riendas de tu vida.

          Cuando no vivías con el señor Parkinson solamente supiste dar, ahora tienes que aprender a recibir.

          Por eso aceptas y agradeces el cariño solidario de tu hija, de tus primas, tus amigas, tus sobrinos, tus colegas y te dedicas seriamente a estudiar, para escribir lo que consideras importante preservar en la memoria de esta absurda y arrogante especie a la que perteneces.

         Y le dices a Mr. Parkinson que no tienes tiempo que perder con sus caprichos, que ya has puesto mucho de tu parte y que ahora es su turno: ¡O se acomoda o se larga!

 

Lima, Marzo 2014


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Presentación

Yolanda Sala Báez

Nació en Lima, Perú, el 13 de noviembre de 1950. Estudió primaria y secundaria en el Colegio inglés San Silvestre, Estudios Generales en la Universidad Garcilaso de la Vega, aerolíneas en Tokio y Lengua y Civilización del Japón en La Sorbona.

Estudió Antropología en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos donde obtuvo el segundo premio literario en el Género Testimonio durante los Juegos Florales Túpac Amaru realizados en 1980 con su relato titulado San Marcos – Alma Mater (1975 – 1979)

Ama los libros, los animales la música mexicana, peruana y argentina, y los viajes. Odia la televisión.

Yolanda ha trabajado en Turismo y colaboró desde 1979 hasta 2009 con Minka, Organización de Comercio Alternativo que apoya a los artesanos peruanos.

Es traductora, intérprete y escritora autodidacta. Algunos de sus artículos y relatos han sido publicados en diversos medios del Perú, Bélgica y Holanda.

Ha celebrado 35 años como traductora e intérprete profesional. Domina el inglés, español y francés, tiene conocimientos de holandés e italiano y nociones de japonés.

Gregaria por naturaleza Yolanda ha sido integrante de la primera junta directiva del sindicato del Ministerio de Industria y Turismo. Es una de las fundadoras de la Asociación de Traductores Profesionales del Perú que ha tenido el honor de presidir en dos oportunidades. Perteneció a la Cámara de Traductores, Intérpretes y Filólogos de Bélgica y ha sido Vicepresidenta de Educación del Toastmaster’s Club de Lima.

Tiene una hija de 29 años y al casarse en segundas nupcias vivió desde 1998 hasta 2010 en Bélgica donde, además de trabajar como traductora e intérprete free-lance, fue presidenta del Comité de Asesoramiento en Cuestiones de Migración de la Comuna de San Nicolás donde residía. Fue miembro de Solidaridad Latina, organización cultural y social articulada a organizaciones de base latinoamericanas. Participó en el programa radial de Solidaridad Latina en Amberes, todos los domingos de 10 a 12 del día.

Actualmente, a los 63 por fin está dedicándose a la ilusión de su vida: desarrollar sus proyectos literarios.

Feliz de estar nuevamente en su país vive con su gata Milady.


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LA JERGA SOCIOLÓGICA Y POLÍTICA

LA JERGA SOCIOLÓGICA Y POLÍTICA

Quienes traducimos seguramente hemos notado con interés las distintas frases que se ponen de moda entre los intelectuales peruanos.

En la época republicana los segmentos raciales del virreinato se fusionaron en el concepto de «pueblo». En el movimiento independentista los pueblos de indios y de esclavos se mezclaron y en la lucha libertaria surgieron “montoneras” y “patriadas”. Contra la corrupción del caudillismo el pueblo se rebeló y manifestó su disgusto con asonadas y cierra puertas.

A nivel mundial la revolución rusa parió el reconocimiento de “las masas» que en todo el mundo participaron en insurrecciones,  entre las más próximas a nosotros: México, Bolivia, Cuba, Nicaragua, etc.

En el Perú, en la etapa de reformas estructurales del gobierno militar del General Juan Velasco Alvarado, las masas se convirtieron en «las grandes mayorías», y los programas del Estado aspiraban a tener una «ancha base [social]».

Con el regreso a la democracia se desmontaron las reformas, el socialismo dejó de estar de moda y las masas con su ancha base se comprimieron en la jerga de los proyectos sociales. La nueva denominación para la población mayoritaria era «la colectividad» y, paulatinamente en los eventos internacionales quedó como un «colectivo», en singular.

Cuando en plena crisis de los 80 las mujeres del pueblo salieron al frente de la lucha se empezó a hablar cautamente de las organizaciones «de base» y, sobriamente en los 90 Fujimori convirtió al pueblo en «los perwanos».

En el nuevo milenio, con el surgimiento de innumerables ONGs, financiadas por los países del primer mundo, se impuso una nueva jerga de interesante evolución.  Los primeros proyectos presentados a las fundaciones extranjeras para obtener financiamiento tenían objetivos sociales y prioritarios, alcanzables mediante acciones muy definidas.  Pero también en sus términos las modas fueron variando.

Para amortiguar evaluaciones negativas sobre el logro de los objetivos señalados en los proyectos, ya no se decía que “los objetivos se cumplirán” sino que «se desplegarán esfuerzos para alcanzar», después se difuminaron un poco más y se decía que  «se procurará»; luego simplemente se «apuntaba al logro» y como esto todavía implicaba una determinada exigencia de destreza [o puntería], los objetivos se elevaron al limbo del azar pues «se apostaba al logro» y bajaron al transitorio «pasarán por» para finalmente quedarse en una ajena e impersonal «lectura».

Pero creo que lo más preocupante fue la creciente y progresiva separación entre los organismos de ayuda y aquellos a quienes pretendían ayudar, con ellos primero se “identificaban plenamente”, para luego pasar a “apoyarlos en sus esfuerzos de auto-ayuda”, y a los cuales ahora solamente “acompañan”.

Los pobres, que habían tenido “participación plena” en proyectos solidarios, pasaron a ser “poblaciones objetivo”, después los llamaron “beneficiarios”, con la política neoliberal los bautizaron “clientes” y los planes que habían sido “planes de desarrollo”, y por un tiempo “planes de lucha contra la pobreza” se volvieron “planes de negocios”.

En esta etapa del segundo milenio, el mundo se ha sometido por completo a las grandes corporaciones internacionales. A pesar de conservar los mismos objetivos que ya en 1908 describía claramente Jack London, en su visionario libro Talón de Acero, es decir: ganar más dinero a cualquier costo, las corporaciones se han sofisticado un poco y apelan a su eterna aliada, la religión, para uncirse a sí mismas calificativos místicos.

No hay empresa hoy en día, grande, mediana o pequeña, que no tenga su Visión (¿profética?) y su Misión (¿sagrada?) y no falta alguna que tiene una (¿santísima?) Trinidad de productos.

En los años 80 se hablaba de compañías, empresas, o firmas y cuando la Thatcher y sus secuaces académicos de Harvard y otros menos académicos  como Pinochet “liberalizaron” el mercado (como si alguna vez hubiera estado esclavizado) se empezó a hablar de los Grupos que fueron formándose gracias a estrategias “creativas” que consistían en absorber a las empresas pequeñas para las que crearon el término de PYMES.

A las enormes empresas se les llamó Corporaciones (traduciendo cada vez con menor esfuerzo los términos del idioma inglés) tal vez en un intento de asociarlas con la imagen aún romántica de aquellos primeros gremios de artesanos que huyendo de los señores feudales se asentaron en los burgos y se protegían en sus corporaciones.

Cuando las Corporaciones modernas empezaron a ver que los esfuerzos de los pequeños empresarios autoexplotados daban buenos resultados les aplicaron el nombre de Emprendimientos y los obligaron a gastar muchos miles de dólares en Certificarse, que no es otra cosa que uniformizarlas para que sean más fácilmente devorados por las grandes Corporaciones. No contentos con ello, las Corporaciones se convirtieron en personas con más derechos jurídicos que los simples seres humanos.

Pero como durante los años 80 nos habían bombardeado con el concepto de que todo Monopolio (sobre todo el estatal) era maligno, hoy  denominan “ejemplo exitoso de integración vertical” a las 147 empresas que dominan el mundo. https://www.youtube.com/watch?v=Rue2-g5F82U

Su enfoque ya no es satisfacer al cliente (aunque pasó por una graciosa racha en que sólo faltaba decir que buscaban el orgasmo del cliente).  Nadie da la cara, jóvenes enganchados en call centers, estresados y mal pagados son el único puente entre las corporaciones y el público. Ahora lo único que importa es tener contentos a los accionistas, ahorrar costos y vender más. Para ello se reduce la plantilla a la cuarta parte, se reducen los sueldos y aumentan las jornadas de trabajo. Se exige fidelidad (¿la santa Fe?) de los trabajadores a la empresa aunque ésta de ninguna manera les puede ofrecer estabilidad alguna porque las misteriosas manipulaciones del (sagrado) mercado son las que deciden los avatares de todas las compañías.

El capitalismo salvaje que es realmente como debería llamársele, ha logrado su sueño. Regresa a las formas de trabajo que tenía hace casi 100 años. Retoma el trabajo esclavo, el forzado y el infantil y cuando se le denuncia se rasga las vestiduras. Como los dueños de las grandes corporaciones son socios del monopolio de los medios de comunicación nos saturan con el cuento de la Responsabilidad Social de las Corporaciones, hacen donaciones a un par de obras de caridad, si es con un una campaña sico-social (vale decir: concierto de rock, chicas semi desnudas y muchas luces), tanto mejor, se agencian alguna etiqueta ecológica o de comercio justo y mandan a un equipo de escritores inspirados a que les redacten un Código de Conducta (sus supuestos “mandamientos”) que enmarcan y colocan en lugares visibles de sus fábricas; poco importa que sus trabajadores no los puedan leer porque están en inglés. https://www.youtube.com/watch?v=_H1YiG2Wj_8

Además los accionistas han logrado ser exonerados de impuestos que en cambio los pobres sí deben pagar (porque como dijera algún presidente latinoamericano: los pobres tienen que pagar la deuda externa 1) porque son muchos más y 2) porque están acostumbrados).

Y así vivimos, sometidos a los designios de invisibles CEOs, ahogándonos en un mar de siglas, equipos descartables y alimentos envenenados que nos producen enfermedades que los laboratorios, dirigidos por los mismos CEOs supuestamente nos curarán en los modernos servicios de salud que se han privatizado para volverlos más eficientes y sólo son accesibles a los ricos o los temporalmente empleados.

Y no hablaré de las crisis bancarias, los OTCs, ETDs, subprime, etc. que se producen ahora con regularidad, les roban sus ahorros y su vivienda a los consumidores (que es como se nos considera hoy por hoy) y amenazan con declararse en una quiebra, que produciría la muerte de este sistema económico. Los Estados, cuyos políticos están en la nómina de esas corporaciones, rápidamente aprueban el “rescate” de los mafiosos, dedicándoles el dinero pagado por los trabajadores y entre campeonatos de fútbol, concursos, campañas mediáticas sobre inseguridad ciudadana, nalgómetros y chismes de pacotilla entre otros elementos sicosociales,  sigue el circo.

Hasta que suene el reloj despertador de las masas.