La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


1 comentario

Comparando velatorios

COMPARANDO VELATORIOS

«Lo que se lleva de esta vida

Es la vida que se lleva«

 

        Cuando falleció mi tío Raúl, tras una larga enfermedad, en Lima todavía podíamos acompañar toda la noche a nuestros difuntos. Era 1983, el movimiento maoísta Sendero Luminoso acababa de asesinar a 69 miembros de las rondas campesinas en un pueblo de Ayacucho e  intensificaba sus atentados con apagones y crímenes selectivos en las ciudades. En 25 años esta guerra civil produjo alrededor de 70 mil muertos, el 80% de los cuales eran indígenas de comunidades campesinas situadas en áreas de gran riqueza mineral.  En Lima y otras ciudades cundía el pánico pues los primeros en protegerse contra los atentados eran los policías y los civiles quedábamos a oscuras, a merced de los terroristas y preguntándonos dónde estallaría la próxima torre de transmisión eléctrica o el próximo banco. El gobierno impuso el toque de queda.

        Por ese motivo, el día que velamos a mi tío Raúl nos permitieron permanecer en el velatorio, pero encerrados con un pestillo que únicamente se abría por fuera y no pudimos salir hasta las  nueve de la mañana del día siguiente. Quedamos aislados del miedo y de la violencia para despedir a nuestro querido tío.

Estábamos solo los familiares más cercanos y como mi tío no tuvo hijos los sobrinos acompañamos a mi tía Eda, su viuda.

Cuando uno ama a una persona y la ve sufrir postrada más de dos años con una enfermedad insidiosa e incurable, descubre que la muerte puede ser un descanso que aplaca la pena.  Los males tan largos solo tienen un lado positivo: nos ayudan a prepararnos para el desenlace.

Mi tía Eda y sus hermanas eran muy unidas y solíamos reunirnos en su casa todos los sábados. A mi tío Raúl le encantaba la música y nosotros tenemos pasión por el baile, posiblemente debido en parte a los ancestros dominicanos. Así se explica que prácticamente todas nuestras reuniones terminaran en bailes familiares.

De manera que en el velatorio olvidamos los atentados y recordamos esas tardes felices, las anécdotas de nuestro tío fumador que iba poniendo disimuladamente platitos, vasos, servilletas, y saleros delante suyo para ocultar las quemaduras que provocaba su cigarro sin filtro en el mantel. Evocamos los bellos fines de semana que nos organizaba, en invierno con picnics en la sierra de Lima o en primavera con paseos a la costa norte, a almorzar comida china en Huacho para celebrar sus cumpleaños.

Esa noche todas las cuñadas y las sobrinas nos acercamos al ataúd,  acariciamos el cabello, la frente y las manos de nuestro tío, lo recordamos con admiración y mi tía Eda pudo despedirse del amor de su vida, con ternura y dulces palabras, como debe ser.

Nadie durmió. Toda la noche hablamos, comimos unos bocadillos, hasta cantamos las canciones favoritas de mi tío y lo imitamos cuando bailaba su cumbia predilecta: La Burrita y un par de zambas argentinas.

Mi tío fue un hombre muy bueno y un día nos confesó que su niñez fue dura y triste, pero mi tía y su familia le habían dado a conocer la alegría. Mi tío Raúl tenía siete años de edad cuando murió su padre  en la selva de Madre de Dios y él vino con su madre a Lima donde trabajó como peón de construcción. A los 14 se enroló de soldado voluntario en el ejército. Así obtuvo documentos de identidad, aprendió a leer y a escribir y se hizo de un oficio. Cuando se creó la escuela de oficiales de aviación dio el examen de admisión e ingresó  a la Fuerza Aérea.

Se casó con mi tía Eda cuando terminó de costearles los estudios a todos sus hermanos; para entonces ya era capitán. Raúl y Eda formaron la pareja más feliz que he conocido, jamás discutieron y, aunque la vida no les dio hijos, repartieron su terneza con generosidad entre todos nosotros. Los años más gratos de mi infancia los viví con ellos. La imagen más nítida que conservo es la de mis tíos bailando una zamba argentina y el velatorio de mi tío Raúl perdura en mi corazón.

        Unos quince años después la vida me llevó a Europa, a una pequeña ciudad de Flandes donde habitaba mi nuevo esposo. Fue un cambio total: en esa cultura aprendimos que hablar muy alto podía ser de mal gusto y sonreír en la calle podía resultar ofensivo. Cuando mi hija y yo conversábamos en el tren en nuestro idioma despertábamos recelo y si nos reíamos la hostilidad cundía patente.

A pocos meses de nuestra llegada falleció el padrino de mi esposo (sin que hubiera vinculación entre nuestra llegada y su deceso). Él y su esposa habían hecho fortuna transformando  su pequeño taller familiar de chocolates en una fábrica moderna. Según mis cuñados, el padrino enfermó de diabetes cuando la fábrica entró en crisis. Según mis cuñadas, la fábrica lo enfermó de diabetes y su quiebra le ocasionó la crisis mortal.

La muerte del padrino hizo que mi hija de 14 años y yo descubriéramos las diferencias que había en los velatorios entre nuestra cultura y la de mi esposo.

Llegó a casa un sobre enmarcado en negro y en su interior una carta muy formal con todo un programa de actividades;  en Lima, en cambio, apenas teníamos tiempo para comunicar el deceso por teléfono a los más íntimos y ellos corrían la voz. Dependiendo de la hora del fallecimiento, en el Perú se publicaba un aviso en el diario y el velatorio duraba máximo un día y medio, después se celebraba la misa y de ahí salía la comitiva al cementerio. El velatorio siempre era muy concurrido, la sala se llenaba de flores y las conversaciones eran muy animadas pues, por la vida agitada que llevábamos, muchos familiares sólo nos veíamos en bodas o funerales. Los visitantes formaban grupos, departían y se quedaban muchas horas con los deudos.

En la participación al velatorio de Flandes había varias alternativas para presentar las condolencias y acompañar a la viuda. Podíamos ir una tarde a una sala de velatorios entre las 18.30 y las 20.00 horas o podíamos ir a la misa de cuerpo presente al día siguiente de 12.30 a 13.15 y/o podíamos acompañar a los familiares a un refrigerio de 13.30 a 15.00 y/o podíamos ir al cementerio a las 16.00 horas.

Le pregunté a mi esposo cómo se habían dado el tiempo de armar el programa con tanto detalle, elaborado elegantemente en una imprenta con poemas y fotos. Me explicó que el padrino había fallecido 15 días antes y habían coordinado las agendas de los familiares para que todos estuvieran presentes. Extrañada le pregunté:

-¿Y dónde estuvo esos 15 días tu padrino?

– En el freezer, lógicamente.

          Al recuperarme de mi sorpresa cotejamos nuestras agendas y acordamos que mi esposo asistiría a la misa y yo iría con mi hija al velatorio de las 18.30. Fuimos después de nuestras clases pero olvidé llevar la tarjeta con los detalles y, aunque sabía que el finado se llamaba Robert, del apellido sólo recordaba que exigía sonidos guturales e impronunciables.

        El velatorio se celebraba silenciosamente en un fino local dedicado a este propósito y convenientemente situado frente a la iglesia. Preguntamos al empleado del edificio por la sala donde velaban al señor Robert.

        Nunca imaginamos que el nombre fuera tan común.  Como en la ciudad hay muchos ancianos, también hay muchas defunciones. De los diez velatorios que se celebraban ese día en ese edificio entre las 18:30 y las 20:00 horas (hora exacta), seis eran de caballeros flamencos llamados Robert.

        Agravaba esta situación el hecho de que la viuda, que sí conocíamos, no se hallaría presente por órdenes del doctor. Sin embargo sabíamos que a Robert lo acompañarían su nuera y sus nietos a quienes nunca habíamos visto.

        Nos armamos de valor y entramos a la primera sala ordenándonos disciplinadamente en la fila formada por unas seis personas. Al entrar firmamos un cuaderno. Compungidas y ceremoniosas, abrigadas con nuestros ponchos, saludamos en inglés a los deudos belgas que nos miraron extrañados. Nos acercamos al féretro donde yacía un caballero calvo, narigón y azulado. Por encima del ataúd mi hija y yo intercambiamos miradas sorprendidas; en español dijimos: “No, éste no es”, y nos retiramos lo más discreta y educadamente posible.

        El empleado del local nos condujo por el pasillo a otra sala donde dos viejitas solemnes se hallaban sentadas a ambos lados de una camilla donde reposaba un gordito incoloro parecido a Papa Noel. No había otras personas aguardando así que firmamos el cuaderno, expresamos nuevamente nuestras condolencias sacudimos la cabeza apesadumbradas y dijimos: “No, éste tampoco es” y salimos lentamente, dejando estupefactas a las canosas flamencas.

        Obstinadas continuamos el recorrido. Encontramos un Robert cuyo nieto más joven, de unos nueve años, lloraba y lo abrazamos con cariño. Para nuestra sorpresa todos sus otros familiares nos abrazaron con tanta fuerza que fue difícil retirarnos. Dos veces más hicimos cola, firmamos el cuaderno, estrechamos formalmente la mano de desconocidos, nos acercamos cautelosas al cadáver del Robert de turno, afligidas admitimos “No, éste tampoco es” y nos alejamos, sumiendo a los deudos en un mar de interrogantes:

        – Pero ¿¡quiénes son estas mujeres!? ¿Qué relación puede haber habido entre nuestro pariente y estas latinas? ¿Y la jovencita? ¿Será fruto de una relación clandestina de nuestro Robert?

        Ajenas al terremoto de sospechas que íbamos provocando con nuestras breves visitas, proseguimos tenaces la pesquisa hasta que dimos con el padrino Robert. Lamentablemente, como sus nietos tampoco nos conocían, los dejamos igualmente perplejos y les sembramos la misma incertidumbre.

Nosotras, en cambio,  volvimos a casa satisfechas de haber visto cómo eran los velatorios en Flandes y de haber cumplido correctamente con los deberes sociales en nuestro nuevo hogar.

 

Mayo 2014-05-15                                Yolanda Sala Báez