La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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LA CAZA DEL CÓNDOR

LA CAZA DEL CÓNDOR

En el Yawar Fiesta el cóndor, atado al lomo del toro y abierto de alas como un gran señor, le picoteaba las carnes ensangrentadas. El mundo al revés se corregía en el encuentro del toro español y el cóndor andino.

—¿Y cómo fue que usted dio caza a este cóndor para el Yawar fiesta, compadre Remigio? —preguntó Julián, que sería el mayordomo de esa fiesta el año siguiente y quería quedar bien.

Don Remigio, enjuto y arrugado, pero ágil de mente y movimientos, alzó la mirada como buscando recuerdos en las nubes.

Le simpatizaba Julián que lo había hecho padrino de su primer hijo y trabajaba a conciencia en su chacra. Tenía buenas ideas, era generoso, cuidaba bien a sus animalitos y no zafaba cuerpo cuando había que pasar cargos y cumplir tareas en la comunidad.

—Es todo un arte compadre. Te lo voy a contar: En primer lugar lo que hay que hacer es ir buscando con paciencia un burro o un caballo viejo, mejor si está enfermo. Para eso hay que estar bien atento, hay que oír las conversaciones a la salida de la misa, en el mercado, en la plaza, y sobre todo, en la cantina. Lo importante es que todavía el animal pueda andar, y ¡no poco! Tiene que trepar una gran montaña, recuérdalo bien.

En segundo lugar hay que hacerse de un pisco bueno, fuerte, pero ha de ser pisco. Nada de ron, ni cañazo ¡nones! Pisco ha de ser. El cóndor es un dios y es un dios peruano. Así que pisco ha de ser.

En tercer lugar necesitamos una manta o un poncho de bayeta. Ha de ser muy gruesa, dura la lana, tupida, bien tupida. No me mires así compadre, que no es para abrigar al cóndor; es para protegernos el brazo. Si el pico del cóndor llega a atravesar la bayeta el veneno te agarra de todas maneras. Y es una agonía lenta, eterna. Lo he visto con estos ojitos.

—¿Un dios venenoso? —se extrañó Julián.

—Es un ave rapaz que come carroña nomás, compadre. No es un ave cazadora. Se alimenta de carne podrida. Su pico está envenenado. ¿A ver, qué más? ¡Pucha, ya me olvidé! …A mis años la memoria ya comienza a coquetear con el olvido, así que trata de no interrumpirme mucho. A ver… ¿de qué estaba yo hablando cuando me distraje? ¡Ah, sí! De lo que hay que llevar al cerro para cazar al cóndor: se precisa harto pienso, comida, coquita y agua para varios días. Nada de trago para nosotros, porque hay que estar bien sobrios, esto es algo muy serio.

Y bueno pues, se reza y subimos al Apu, el nevado más grande y majestuoso que tenemos. Bien alto hay que subir, no es un cerro cualquiera, pero no hay mucho apuro, así que se puede hacer a paso tranquilo. Al llegar arriba se le da harto pienso al burro enfermo.

—¿Pero cómo, no que estaba muy enfermo?

—Por eso mismo, para que reviente y se pudra rápido. El olor que despide es tan fuerte que el zorro, socio del cóndor, lo huele al toque y le avisa al ave. El cóndor es desconfiado, espera que el zorro le hinque el diente al burro para estar seguro de que está bien muerto y se lo deje despanzurrado, listo para el banquete.

—¿Y entonces?

—Lo dejamos al cóndor que coma, que trague hasta que se harte. Silenciosos hemos de estar, sin movernos.

—¿Y la cacería toma mucho tiempo en total?

—En total son varios días. Pero paciencia nomás hay que tener.

Cuando el cóndor se aleja del burro, ahí es donde entramos todos a tallar. Lo rodeamos y gritamos, agitamos los brazos y hacemos mucha bulla.El cóndor es muy zamarro. Tratará de meterse la pata en el pico.

—¿Y eso para qué compadre?

—Para vomitar pues, ¿no ves que está tan lleno y pesado que no puede alzar vuelo? Si vomita se aligera y lo perdemos; tanto trabajo habrá sido por las puras. Así que hay que rodearlo rapidito y cubrirlo con un poncho grueso.

—¿El de bayeta?

——No, con ese llevas envuelto tu brazo derecho. Usas otro, pero también ha de ser grueso y tupido. ¡Protege bien tu brazo Julián! Entonces le hablas. Bonito le hablas. ¡Es un dios! Y cuando abra el pico yo lo sujeto cuidando mi brazo mientras que tú, como mayordomo, le metes el pisco en el pico. Has de hacerlo con cuidado, con valor y con respeto.

—¡Ah carajo, compadre! Eso yo no lo sabía. ¡Ni idea tenía de que yo debo emborrachar al cóndor! ¡Si no, no hubiera aceptado ser mayordomo!

—Pero ya aceptaste compadre. Caballero nomás…

Después ya todo lo demás es fácil, de bajada nomás es. El cóndor va tranquilo, bien comido y bien borracho. Hace su siesta como un cristiano.

El resto lo hacen otros. Lo atan con tiras de seda, lo ponen en el trono para que reciba los honores, para que la gente lo adore, le cante. Otros son los encargados de amarrarlo en el lomo del toro … Ahí tú disfrutas con todos los demás y como mayordomo atiendes bien a tus invitados.

Cuando termina el Yawar Fiesta hay que llevar al cóndor de vuelta al cerro. También tienes que estar en la despedida.

Se le lleva al mismo sitio donde lo capturamos. Ahí se le da las gracias y se le deja ir.

—¡Vaya tarea don Remigio!

—Sí pues, no es tan fácil. Pero solo a ti te diré un secreto compadre: ¡Ya van tres fiestas que atrapamos al mismo cóndor!

—¿Y cómo sabe que es el mismo?

—Por los restos de seda en sus patas

—¡Ah caray! ¡Entonces no es un dios tan zamarro que digamos!

—Claro que sí lo es, compadre. Lo que pasa es que le gusta el pisco.

Agosto 2014 Yolanda Sala Báez


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LOS QUE MUEVEN FELICES LA COLA

LOS QUE MUEVEN FELICES LA COLA

—Encuentro alienante esa forma que tienen ustedes de hablar sobre sus perros como si fuesen personas  —estalló mi colega Denis.

—Supongo que tú no has crecido con mascotas —respondí.

Denis tenía un carácter muy inestable, podía ser encantador, un excelente compañero en la cabina de interpretación y muy ameno en las pausas. Pero algunos días andaba coronado con una nube negra y atacaba a mansalva.

Hoy era uno de esos días.

Se acomodó la corbata y carraspeando repuso —Te equivocas, crecimos con dos perros Poodle enanos.

— ¿Y tu mamá les prestaba más atención a los perros que a ti?

— ¡Que a nosotros! Éramos tres hijos pero ella sólo tenía ojos para los perros.

— ¿Tu mamá trabajaba? —le pregunté.

—Sí, enviudó cuando mi hermana menor tenía cinco años y yo siete. Fueron épocas muy duras pero nunca nos faltó nada…

— ¿Nada o nada material?

Agachó la cabeza.

—Cuéntame Denis —le dije —para eso estamos los amigos.

—Mi papá no fue el mejor esposo del mundo. Mamá lloraba mucho. Cuando él murió mis hermanos y yo creímos que ahora sí ella estaría contenta y haríamos las cosas que hacían nuestros primos y amigos con sus padres.

— ¿Qué cosas? —quise saber.

—Ir de picnic, a la playa, al zoológico…

—Pero no fue así…

—No, lo primero que hizo fue buscar empleo y lo consiguió. Unos meses después llegó a casa con los dos perros.

— “Se los he comprado para que se acompañen y se cuiden mutuamente” fueron sus palabras.

—Cuando llegaron ¿eran cachorritos?

—Sí, eran muy bonitos y muy graciosos.

— ¿Cuándo dejaron ustedes de querer a los perros?

—Cuando mi mamá empezó a darles más ternura a ellos que a nosotros.

Reconocí los celos que Denis describía porque yo también los provocaba con Hawkercito, mi Yorkshire Terrier. También lo hacía mi hermana Armida con su Junior y mis sobrinos lo detestaban.

Admito que a veces repetimos conductas y errores, sin mala intención pero con malas consecuencias.

Traté de explicarle a Denis que es muy duro ser “mamá soltera”. Por ser mujer tienes que trabajar más intensamente que tus colegas varones y por menos sueldo. Tienes que estar bien vestida, maquillada, y sonriente. Además, cuando termina tu jornada laboral, tienes que ocuparte de tareas, loncheras, uniformes, útiles, movilidad, comidas, ropa, compras, pago de cuentas, preparar todo para todos para el día siguiente.

Cuando llegas a tu casa ¿qué te espera? Un comité de hijos que reclaman dinero, jeans nuevos, permisos para ir a fiestas, convocatorias a reuniones de padres de familia, cita con la directora del colegio, dentista, visitas a familiares, revisión de las tareas. También tienes que escuchar sus quejas que para ellos son graves y que tienes que oír con atención porque implican a muchos personajes que confundes. Tienes que aconsejarlos, orientarlos, y muchas veces tienes que resondrarlos y castigarlos porque los chicos no pueden crecer sin límites. Necesitas días de 50 horas para cumplir con todas tus obligaciones. Cuando no puedes cumplirlas se desata un nubarrón sobre tu ánimo y  quieres pegar un grito de angustia y desesperación pero no puedes hacerlo delante de tus hijos.

Y entonces recibes una guirnalda de amor. Te ves convertida en diosa en dos ojos inmensos que brillan de alegría, tu voz convierte en mariposas las orejas de un ser que sintoniza contigo, tu mirada provoca ondulaciones en el cuerpo de una criatura de cuatro patas y una cola extrovertida te agradece tu presencia, la has hecho feliz con solo llegar a casa porque tú eres su diosa.

Los ojos de tu perro ríen, se tira al suelo de espaldas, te hace mil morisquetas para hacerte sonreír,  sólo quiere verte feliz y al exponer su corazón, dejando vulnerable su pecho descubierto, te está diciendo: ¡Confío en ti, por ti soy Feliz!

No te pide nada; es más: él sabe que tú estás cansada y necesitas amor, y te lo da incondicionalmente.

Denis me mira pensativo.

Interpreto su mirada.

Sonríe y mueve la cabeza:

—Ahora que me dices todo esto me doy cuenta de lo egoístas que somos los hijos…

Entonces le dije lo que esperaba oír:

—Los mejores son los perros de linaje mixto: padre chusco y madre callejera —Denis también sonrió.

—Llama a Rosemary nuestra colega de la cabina inglesa, pertenece a una organización que tiene un albergue para animales abandonados. —lo animé.

Al despedirse, la nube negra de Denis ya se había despejado, enderezó su espalda y al marcharse su paso era tan alegre que no me hubiera extrañado ver que le crecía una peluda cola y que la agitaba feliz.

Yolanda Sala Báez                                                17 de junio 2015


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LA CAZA DEL CÓNDOR

LA CAZA DEL CÓNDOR

En el Yawar Fiesta el cóndor, atado al lomo del toro y abierto de alas como un gran señor, le picoteaba las carnes ensangrentadas. El mundo al revés se corregía en el encuentro del toro español y el cóndor andino.

—¿Y cómo fue que usted dio caza a este cóndor para el Yawar fiesta, compadre Remigio? —preguntó Julián, que sería el mayordomo de esa fiesta el año siguiente y quería quedar bien.

Don Remigio, enjuto y arrugado, pero ágil de mente y movimientos, alzó la mirada como buscando recuerdos en las nubes.

Le simpatizaba Julián que lo había hecho padrino de su primer hijo y trabajaba a conciencia en su chacra. Tenía buenas ideas, era generoso, cuidaba bien a sus animalitos y no zafaba cuerpo cuando había que pasar cargos y cumplir tareas en la comunidad.

 

—Es todo un arte compadre. Te lo voy a contar: En primer lugar lo que hay que hacer es ir buscando con paciencia un burro o un caballo viejo, mejor si está enfermo. Para eso hay que estar bien atento, hay que oír las conversaciones a la salida de la misa, en el mercado, en la plaza, y sobre todo, en la cantina. Lo importante es que todavía el animal pueda andar, y ¡no poco! Tiene que trepar una gran montaña, recuérdalo bien.

En segundo lugar hay que hacerse de un pisco bueno, fuerte, pero ha de ser pisco. Nada de ron, ni cañazo ¡nones! Pisco ha de ser. El cóndor es un dios y es un dios peruano. Así que pisco ha de ser.

En tercer lugar necesitamos una manta o un poncho de bayeta. Ha de ser muy gruesa, dura la lana, tupida, bien tupida. No me mires así compadre, que no es para abrigar al cóndor; es para protegernos el brazo. Si el pico del cóndor llega a atravesar la bayeta el veneno te agarra de todas maneras. Y es una agonía lenta, eterna. Lo he visto con estos ojitos.

—¿Un dios venenoso? —se extrañó Julián.

—Es un ave rapaz que come carroña nomás, compadre. No es un ave cazadora. Se alimenta de carne podrida. Su pico está envenenado. ¿A ver, qué más? ¡Pucha, ya me olvidé! …A mis años la memoria ya comienza a coquetear con el olvido, así que trata de no interrumpirme mucho. A ver… ¿de qué estaba yo hablando cuando me distraje?  ¡Ah, sí! De lo que hay que llevar al cerro para cazar al cóndor: se precisa harto pienso, comida, coquita y agua para varios días. Nada de trago para nosotros, porque hay que estar bien sobrios, esto es algo muy serio.

Y bueno pues, se reza y subimos al Apu, el nevado más grande y majestuoso que tenemos. Bien alto hay que subir, no es un cerro cualquiera, pero no hay mucho apuro, así que se puede hacer a paso tranquilo. Al llegar arriba se le da harto pienso al burro enfermo.

—¿Pero cómo, no que estaba muy enfermo?

—Por eso mismo, para que reviente  y se pudra rápido. El olor que despide es tan fuerte que el zorro, socio del cóndor, lo huele al toque y le avisa al ave. El cóndor es desconfiado, espera que el zorro le hinque el diente al burro  para estar seguro de que está bien muerto y se lo deje despanzurrado, listo para el banquete.

—¿Y  entonces?

—Lo dejamos al cóndor que coma, que trague hasta que se harte. Silenciosos hemos de estar, sin movernos.

—¿Y la cacería toma mucho tiempo en total?

—En total son varios días. Pero paciencia nomás hay que tener.

Cuando el cóndor se aleja del burro, ahí es donde entramos todos a tallar. Lo rodeamos y gritamos, agitamos los brazos y hacemos mucha bulla.El cóndor es muy zamarro. Tratará de meterse la pata en el pico.

—¿Y eso para qué compadre?

—Para vomitar pues, ¿no ves que está tan lleno y pesado que no puede alzar vuelo? Si vomita se aligera y lo perdemos; tanto trabajo habrá sido por las puras. Así que hay que rodearlo rapidito y cubrirlo con un poncho grueso.

—¿El de bayeta?

——No, con ese llevas envuelto tu brazo derecho. Usas otro, pero también ha de ser grueso y tupido. ¡Protege bien tu brazo Julián! Entonces le hablas. Bonito le hablas. ¡Es un dios! Y cuando abra el pico yo lo sujeto cuidando mi brazo mientras que tú, como mayordomo, le metes el pisco en el pico. Has de hacerlo con cuidado, con valor y con respeto.

—¡Ah carajo, compadre! Eso yo no lo sabía. ¡Ni idea tenía de que yo debo emborrachar al cóndor! ¡Si no, no hubiera aceptado ser mayordomo!

—Pero ya aceptaste compadre. Caballero nomás…

Después ya todo lo demás es fácil, de bajada nomás es. El cóndor va tranquilo, bien comido y bien borracho. Hace su siesta como un cristiano.

El resto lo hacen otros. Lo atan con tiras de seda, lo ponen en el trono para que reciba los honores, para que la gente lo adore, le cante. Otros son los encargados de amarrarlo en el lomo del toro … Ahí tú disfrutas con todos los demás y como mayordomo atiendes bien a tus invitados.

Cuando termina el Yawar Fiesta hay que llevar al cóndor de vuelta al cerro. También tienes que estar en la despedida.

Se le lleva al mismo sitio donde lo capturamos. Ahí se le da las gracias y se le deja ir.

—¡Vaya tarea don Remigio!

—Sí pues, no es tan fácil. Pero solo a ti te diré un secreto compadre:  ¡Ya van tres fiestas que atrapamos al mismo cóndor!

—¿Y cómo sabe que es el mismo?

—Por los restos de seda en sus patas

—¡Ah caray! ¡Entonces no es un dios tan zamarro que digamos!

—Claro que sí lo es, compadre. Lo que pasa es que le gusta el pisco.

 

 

Agosto 2014                                                      Yolanda Sala Báez


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Visitas Inesperadas

Visitas Inesperadas

 

Sonó el timbre  y miré el reloj: eran las once de la mañana y no esperábamos visitas.

Milady, curiosa, me ordenó:

— ¡Abre la puerta! —Y yo obedecí.

Ante mi departamento se encontraban cuatro jóvenes. Dos punks, pelo al rape, uno de ellos con mechones púrpura y el otro anaranjados. Los dos llenos de tatuajes. Las otras lucían rastas amarradas con interminables cintas de colores fosforescentes.

A sus pies un par de bultos atados con sogas verdes.

— ¡Hola! —saludaron al unísono los punkis.

— ¡Sorpresa! —chillaron las rastas.

—Te marchaste de Bélgica sin despedirte… —reclamó el punk morado.

—Tú nos alimentabas, nos ayudabas, contábamos contigo y te fuiste sin avisarnos —protestó malhumorado el anaranjado.

—Tu esposo nos daba algo de vez en cuando… —contemporizó una de las rastas.

— ¡Pero también desapareció, la casa quedó vacía y nadie nos dijo nada! —completó su compañera.

—Y llegó el invierno

—y llovía

—nadie nos informó…

—Así que recordamos todo lo que nos contaste sobre este paraíso que tanto  añorabas —dijo, positiva la más alta de las rastas.

—Y le pedimos al simpático cartero que nos diera tu dirección. —Agregó orgulloso el punk morado.

— ¡Y aquí estamos! ¡Voilà! —gritaron todos a coro.

Entonces Milady se irguió altiva, barrió a los cuatro advenedizos con su único ojo azul y dictaminó rotundamente:

— ¡Eso sí que no! Ni hablar, ¡aquí no entra nadie más!

— ¡Pero no tenemos quien se ocupe de nosotros, como lo hacía ella en Bélgica! ¡Fue ella quien nos acostumbró! ¡Alguien tiene que atendernos!

—Muy bien, entonces váyanse al Parque Kennedy, está muy cerca de aquí, y pídanle auxilio a los voluntarios de “Los Gatos de Miraflores”. Ahí los ayudarán.

Los cuatro se miraron, movieron con mucho disgusto sus peludas colas y se dirigieron hacia la escalera.

Milady se frotó contra mis piernas, ronroneó, me premió con un dulce prrmiau prrr prrr y de un caderazo cerró la puerta maullando: — ¡Habráse visto…!

 

17 de mayo 2014                                         Yolanda Sala Báez

 

 


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Punta Corrientes

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fotos de Carmen Romero Calle

fotos de Carmen Romero Calle

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Punta Corrientes

 

Es una punta vecina a Cerro Azul, al sur de Lima. Punta rocosa donde chocan dos corrientes tejedoras de espuma. De la punta se desprende un reguero de islotes o de simples peñascos que se internan en el mar. Cuando hay marea alta y olas fieras de Semana Santa, esos humildes peñones se visten de encaje, como tul de novia desafiando una peineta rebelde y esbelta.

Una ola viene desde el lecho del sol hacia la arena y otra retrocede desde la playa para besarla y entre ambas tejen  trama y urdimbre, formando simétricos cuadrados. En ese telar acuático abundan los peces y en las primeras horas de la tarde asoman las aletas dorsales de los delfines, emergiendo en saltos alegres. Deben ser cachorros porque se mantienen juntos y saltan en desorden. ¿Será ésta tal vez su escuela, donde aprenden a nadar en corrientes cruzadas?

Las aves los observan a la distancia y cuando se van los delfines, se posesionan del mar y de sus peces.

Este cuadro marino, de aguas verdes que se ponen blancas con el encaje de espuma, olas que tejen, aves que trazan horizontes paralelos, delfines que emanan como milagrosa risa del mar Pacífico, es un don, un regalo que la vida nos ofrece para recordarnos lo poquito que somos en la inmensidad de la naturaleza.

Lo vemos, lo fotografiamos y lo filmamos temblando porque pronto habrá plataformas petroleras en Cerro Azul y este milagroso espectáculo solo será un recuerdo, triste y amargo.

 

 

Foto de Mariella Corvetto

Oro Lúcuma en Cerro Azul

 

'escultura' natural

Escultura hecha por el viento en la playa de Cerro Azul

 

Agradezco las preciosas fotos tomadas en Punta Corrientes por Carmen Romero Calle y a nuestros acogedores y fraternos anfitriones: Mónica Taurel y Alfredo Menacho por regalarnos esta experiencia.

 

 

 

 

 

A Mariella Corvetto y Mariella Sala  mil gracias por las fotos de Cerro Azul

Punta Corrientes, abril 2014                              Yolanda Sala Báez


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DE CINDERELLA A MILADY

DE CINDERELLA A MILADY

La independencia es uno de esos valores que uno ansía por inalcanzable en la adolescencia y realmente aprecia en la vejez. Y la independencia tiene un precio: la soledad. Hoy que he pasado los sesenta valoro aún más la sabiduría de mi padre que nos decía que nadie nos enseña las cosas más importantes de la vida: cómo criar bien a los hijos, cómo transitar por la jubilación, cómo envejecer con dignidad. Y me temo que ahora, muchos, envejecemos en soledad. Trato de llenar ese vacío con la lectura.

Mi libro favorito es Jerry de las Islas, de Jack London y este año he descubierto a London, no como autor, sino como hombre sensible y político. También he descubierto a Giuseppe Garibaldi y no puedo dejar de incluir en la comparación a ese otro gigante: Ernesto Guevara. Los tres han vivido con tanta intensidad que leyendo sus biografías intuyo que necesitaron al menos cinco vidas más que los seres comunes y corrientes.

Permítanme una digresión: me apena pensar que quizás mi generación haya sido la última que ha tenido héroes de verdad. Hoy los modelos a imitar son jugadores de fútbol o cantantes de rock, efímeros y fabricados por los medios, como parte de su tarea de banalización, embrutecimiento y condicionamiento masivo. Los valores que nuestros héroes tenían eran la generosidad, el coraje, el idealismo, la solidaridad. Hoy sólo tienen que ser egoístas, jóvenes y ricos.

Garibaldi vivió 75 años,  London vivió 60 y el Che no llegó a los 40. Garibaldi y el Che empuñaron las armas y lucharon por la libertad de otros pueblos, London tuvo una vida de aventuras y vivió a fondo su compromiso político. Los tres saborearon la vida, con sus  tragedias y sus alegrías y se les puede parangonar. Pero de los tres creo que me identifico más con London. En sus últimos años escribió Jerry de las Islas, una historia sobre un terrier irlandés que fue criado en una plantación de las Islas Salomón y cuyas aventuras son descritas con maestría y corazón por un Jack London profundamente desencantado de la humanidad.

A veces, hago un balance de lo que aprendí y de lo que dejé de hacer, de lo que valió la pena y de lo que fue una pérdida de tiempo. Entre mis recuerdos destacan muchas personas que tengo el privilegio de llamar amigas. Pero cuando leo lo que pasa en este mundo, cuando pienso en las injusticias que he visto en mi país, en la India, en Bangladesh, en todas partes, puedo entender mejor a Jack London y decir como Lord Byron “cuanto más conozco a los hombres más quiero a los animales”.

¿En qué momento la humanidad perdió la brújula?  ¿Cómo y por qué dejamos que unos pocos se apoderen de todas las riquezas con esa voracidad tan propia del capitalismo salvaje? ¿Qué es lo que hace que el hombre tenga esa avaricia, esa codicia, esa rapacidad que lo hace acopiar riquezas que no podría terminar de disfrutar aunque viviera milenios? ¿Cómo es posible que en ese afán de poder se insensibilicen ante el dolor, la miseria y el hambre que causan? ¿Cómo pueden dormir tranquilos los dueños de los bancos que han estafado y creado tantas crisis por jugar a la especulación, despojando a familias honradas de sus viviendas y arrojándolas a vivir en la miseria?

¿Cómo se pueden vender los políticos para legislar siempre a favor de la rapiña de las empresas y en contra de los derechos básicos de quienes los eligen?

¿Para esto hemos evolucionado como especie?

La naturaleza no es ajena a la violencia ni a la maldad, pero en los animales hay una ética que la mayoría de seres humanos ya hemos perdido. Abrigo la fe y la esperanza de que haya todavía mucha gente que respete la naturaleza pero si yo cuento a las personas éticas que conozco y cuento a las que no lo son, me temo que el resultado es muy desalentador.

Quizás por eso siempre busco la compañía de animales, sólo en ellos y en mis valiosas amigas y amigos encuentro una conducta limpia. Como soy sociable necesito compañía y me acompañan mucho grandes escritores como London, Farley Mowat, James Herriot, Temple Grandin, Gerald Durrel, Robert Ardrey, Elizabeth Marshall Thomas y otros más.

Sin embargo siento mi alma llena sólo cuando tengo cerca de mí a un perro o un gato que me permite mimarlo, hablarle, tratar de entenderlo. Por mi enfermedad ya no puedo tener un perro que requiere paseos y salidas, ni un cachorro que necesita mucha energía y dedicación, así que ante la soledad de mi departamento volví a recurrir a los Gatos de Miraflores.

Recibí varias propuestas y la elegida fue Cindy, una gata que tiene de siamés y de tigrillo y que por su color ceniza fue bautizada con ese nombre. Pero yo temo que a veces los nombres tienen sus designios y por eso hay que elegirlos con cuidado. Cindy también se le dice a la Cenicienta, o Cinderella en inglés y eso fue esta gata que hoy es mi compañera.

La encontraron abandonada con sus cinco crías que fueron pronto ubicadas con personas altruistas. Casi de inmediato Cindy adoptó a toda una camada de gatitos huérfanos. Como buena gata Cindy defendió ambas camadas con fuerza y valor. Porque ocurre que en el reino felino el macho tiene muchas hembras y cada hembra tiene su propio territorio. Como explica Elizabeth Marshall, es como si el territorio de cada hembra fuera un pétalo de margarita y el macho fuera el dueño de la flor entera. Cuando se repite la época de celo los machos luchan feroces por apropiarse de toda la margarita y, si alguno derrota al macho reinante, recibir a las hembras con sus respectivos territorios. Para proteger su nuevo reino el macho ganador destruye a los cachorros que las hembras hayan tenido con el gato derrotado.

Las víctimas son los gatitos, pero las madres no sufren menos, por eso tienen una conducta furtiva y siempre esconden a sus crías, llegando a cambiar varias veces su escondite para evitar que el nuevo macho las mate.

Cindy actuó en la forma que le imponía su instinto y no hizo amistades en el felinario donde le dieron refugio. Cuando todos sus cachorros se fueron los demás gatos se sintieron con derecho a maltratarla y ella buscó refugio en una pequeña caja de cartón para evitar los constantes ataques. No sólo la agredían los machos, lo hacían las hembras, hasta las más jóvenes y su vida era miserable.

Me contaba mi ángel de Miraflores que cuando encontraron a Cindy con sus crías sólo tenía un ojo pero la herida estaba cerrada. Como no puede hablar nunca sabremos cómo perdió ese ojo azul esta madre ejemplar.

Cuando la cargué, la siamesa atigrada me miró interrogante y al hacerle cariño ronroneó muy quedo. De esa forma sellamos nuestra amistad.

Después de haber tenido de huésped a Nayla, la blanquinegra gatúbela de mi hija, temía caer bajo el dominio de una gata demasiado asertiva pero felizmente no ha sido así.

Desde que llegó a casa esta preciosa gata, con cinco kilos de cariño a cuestas, ha tenido una conducta encomiable, que me recuerda a mi pequeña Minervita, la gatita flamenca que se quedó en Sint Niklaas.

Esta gata delicada pide permiso para subir a la cama, anuncia que está entrando al baño y solicita caricias. Es por eso que hoy Cindy se llama Milady.

Poco a poco Milady ha ido descubriendo lo que significa jugar y me fascina ver que tiene gran afinidad con mi Hawker III: la mejor parte de su juego consiste en poner la pelota o el juguete en un lugar inaccesible que sólo yo puedo alcanzar tirándome al suelo y usando mi bastón como gancho.

Lo más interesante es cómo ha empezado a proferir distintos maullidos, ronquidos, suspiros y otros mensajes que felizmente han dejado atrás los años de silencio y justificado recelo.

Sus primeros días en mi casita fueron tensos, la recorría en estado de alerta y cuando se sentía demasiado cómoda se sobresaltaba sin motivo, como diciendo: “esto no puede durar mucho, es demasiado bueno para ser cierto”. El primer día que se vio triplicada en el espejo se erizó y brincó aterrada.

Pero, hembra a fin de cuentas, poco a poco se dio cuenta de que ese animal hermoso que le devuelve la mirada es ella misma y dedica muchas horas al estudio de su imagen.

Yo no veo televisión pero tengo preciosas series que, en directa oposición con lo que hace la televisión basura, me educan, entretienen y fomentan la meditación. Mis favoritas son las de la BBC hechas en base a los relatos del veterinario James Herriot. Cuando Milady escucha la canción característica de la serie se acomoda en mi cama, apoya su codo en mi muslo y sigue atenta el episodio. Cuando aparece un gato, un caballo, un perro, cabra o conejo se voltea para mirarme con su único ojo y lo hace dos veces como para asegurarse de que yo también lo he visto.

Si los gatitos u otros cachorritos lloran o se quejan Milady se yergue, se acerca al televisor y me mira como preguntándome si no pienso hacer algo al respecto, pero si el capítulo abunda en diálogos entre seres humanos Milady bosteza y se echa a dormir. Esta gata exquisita es tan inteligente que sabe que nuestra especie no merece su atenta dedicación.

Anteanoche vimos la película Entre Lobos, que expresa lo que ya he escrito en estos textos varias veces, basado en un hecho real, el protagonista declara que nada de lo que aprendió con los seres humanos valía tanto como lo que aprendió de los lobos. La escena en que el muchacho aúlla con su amigo lobo es muy emocionante. A Milady la impresionó tanto que en la madrugada me despertó con un sonido nuevo. Estaba profundamente dormida pero el “uuuu” sonaba clarísimo.

Mis Hawkers soñaban y dormidos movían las patas, a veces jadeaban y alguna vez ladraron levemente, sin despertarse, pero ninguno de ellos aulló en sueños.

Poco a poco Milady ha ido perdiendo la timidez y sus expresiones de cariño se han intensificado, pero rehúye a los extraños y en cuanto suena el timbre desaparece. Con ella aprendo algo todos los días, me impresiona que una gata tan voluminosa pueda volverse invisible en un departamento de un solo dormitorio y cuando viene su veterinario, el doctor Arana, tengo que cerrar todas las puertas para poderla atrapar, pero es tarea difícil.

Milady me ha hecho comprender que la fama de solitario independiente que acompaña al gato es inmerecida. El perro demuestra su odio a la soledad gimiendo, aullando, raspando puertas. Todos nos enteramos cuando el perro sufre.

El gato también sufre si se le deja totalmente solo por mucho tiempo, pero su dignidad le impide demostrarlo.

Hoy, mientras escribo, Milady duerme en mi escritorio, habiendo pedido primero, con modales impecables, permiso para subir. Me alegra volver a casa y encontrarla en mi cama, perezosamente extendida como una odalisca, o decorando la refrigeradora como una estatua de porcelana. Porque, mientras el perro sale a saludarte con expresiones de júbilo, el gato espera que tú le rindas homenaje. Otra diferencia entre esas especies estriba en que el perro se mueve y te deja el paso, en cambio al gato no se le ocurre tomarse la molestia de cambiar de pose, tú eres quien debe cambiar de camino.

Posiblemente estas diferencias obedezcan a la naturaleza más sociable del perro, descendiente de un cazador grupal que pudo domesticarse porque es muy gregario. Los felinos (salvo los leones que son de familias extensas) suelen ser cazadores individuales y acatan sólo formalmente las jerarquías espaciales.

La capacidad de comunicación de Milady aumenta cada día, ahora se le ha dado por repetir mis ruidos. Si pronuncio cinco sílabas ella emite cinco soniditos armoniosos y si la resondro el tono de su réplica manifiesta su disgusto.

Ayer Vera tuvo la gentileza de mandarme dos fotos preciosas de Leo * ; está guapísimo reposando en su jardín. Le muestro las fotos en la pantalla de la computadora a Milady.  Observa la foto con atención,  le da la espalda y, desdeñosa, abofetea la imagen con su cola gris rayada. Me pone las patas en los hombros y me ronronea a todo pulmón para que apague la computadora y vayamos a la cama.

Es tan femenina mi hermosa Milady…

Recuerdo un verso de Robert Browning recitado en una de las series de James Herriot:

Grow old along with me Envejece junto a mí
the best is yet to be Lo mejor está aún por venir

Y eso espero Milady, hermosa Lady Milady, y te doy las gracias porque ya no pago mi independencia con soledad. Tu generosa compañía me alegra, me da un pretexto para hablar sola sin que crean que estoy loca. Eres como el bastón que me permite todavía desplazarme por las calles de Miraflores. Y tu ronroneo me hace sentir necesaria y querida.

Pero no debo olvidarme del versito que recitábamos con mi hijita:

Solos venimos, solos nos vamos

Nada trajimos, nada nos llevamos

 * 

LEO

Yolanda Sala Báez ,  abril 2014ImagenImagenLima, 2014


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EL PUMA Y YO

EL PUMA Y YO

 Hace una semana decidí morir. Mi pobre mujer se me adelantó hace un mes, consumida por el esfuerzo de atenderme. Era 10 años menor que yo pero en el ataúd parecía mi abuela.

Ahora vago solo por el apartamento en mi silla de ruedas, pero como el frío empieza a  alejarse he resuelto salir a la calle, necesito dar mis últimos paseos.

¡Qué absurda es la vida! bastó un estúpido accidente para que yo, un deportista saludable y vigoroso, quedara encadenado a una silla de ruedas, dependiente de una frágil mujer.

Yo que escalaba montañas por el mero placer de forzar mis músculos……… yo que gozaba corriendo en los bosques y zambulléndome en las impetuosas corrientes de los ríos………

Odio que me tengan lástima pero más odio no poder caminar.

Estoy en el zoológico, ¡qué curioso! No sé cómo llegué aquí. Los monos me desesperan con sus movimientos histéricos, saltan y gritan y corren y pelean sin razón alguna, parecen seres humanos estresados ¡qué falta de dignidad!

En cambio ese puma…es adulto, está en el esplendor de su vida, ¡qué musculatura! ¡qué elegancia! ¡qué andar tan majestuoso! Pero su mirada inteligente me dice que conoce su futuro. ¡Semejante criatura, saludable y encerrada entre barrotes, recorriendo eternamente el mismo espacio asfixiante, observado por la gente como si se tratara de un objeto curioso! Ignoran que la madre naturaleza lo creó tan perfecto, que en dos millones de años no le ha modificado un pelo.

Regresaré a visitarlo ¿cuántos años más durará en su encierro? Cuando viven en cautiverio estos felinos no llegan ni a los 6 años, si por fortuna no se enferman o enloquecen primero.

Ya oscurece, voy a casa, pero me golpea la ironía de la vida. Ese puma hermoso, joven y fuerte, pleno de vida, con todas sus facultades, está condenado a prisión perpetua y vivirá unos pocos años más. Yo en cambio: viejo, inútil, inválido, inservible, amarrado a una silla de ruedas podría durar hasta 20 años más, si me aferrara a la vida.

¡Un circo! Hace tantos años que no voy al circo…que sea mi despedida.

Los acróbatas me exasperan, me recuerdan a los monos del zoológico con su atolondrado derroche de movimientos. Las burlas de los payasos me enfurecen, sus colorinches me dan rabia. El mago me indigna, me cree un imbécil.

¡Ah! Llegó el turno de las fieras.

Encienden los proyectores con luces multicolores pero los tigres y leones no se ciegan, entran todos a escena con su andar principesco y sólo yo noto que cada una de las ocho fieras clava sus ojos brillantes en mi silla de ruedas.

Su instinto depredador me evalúa en unos cuantos segundos. Saben que no lucharía por mi vida, ni podría huir corriendo, saben que su ronroneo me amodorraría mientras trituran mi nuca con sus poderosos colmillos. Mi  inútil vida por fin serviría de algo porque mi carne blanda y tibia los alimentaría.

Es posible que después de devorarme tomen entre sus patas lo que quede de mi cara y, lamiéndola con sus lenguas ásperas, me agradezcan por servirles de comida, como lo hacen los felinos cazadores.

¡Con qué gracia y precisión ejecutan sus actos! sus ojos inteligentes adivinan las instrucciones del domador, el leve chasquido del látigo les marca el compás de la coreografía. Han ensayado horas y horas, matizando sus faenas circenses con largas siestas. Los he visto pasar el tiempo observándolo todo con curiosidad de gatos. Desde sus jaulas siguen atentos los movimientos de los artistas, el trabajo de los tramoyistas; disfrutan con los aplausos de la gente y con sus gritos de suspenso.

Sí, estas fieras tienen suerte. Viven hasta 18 años, su inteligencia y su coordinación no se atrofian, sus músculos se ejercitan, mantienen respetuosas relaciones jerárquicas entre sí y con su domador, están entretenidos cuando no trabajan.

No pude dormir.

Hoy regresé al jardín zoológico y me planté ante la jaula del puma. Él cesó su paseo nervioso y se echó cerca de las rejas a mirarme. Siento su olor intenso, veo que a veces sus músculos vibran con un tic nervioso. Cuando lo aburre mi escrutinio bosteza y se lame las patas, como cualquier gato doméstico. Cierra los ojos y cuando menos lo espero otra vez fija su mirada de oro en mis ojos. ¡Quiere decirme algo! ¡Concéntrate porque yo también tengo algo que decirte!

Vestido con mi ropa y mis zapatos, camina con desenvoltura no obstante su apuro. Está llegando a la puerta del Zoológico. Antes de perderse entre la gente de la calle se voltea y sus ojos dorados me envían un lacónico ‘gracias’.

Ante mi jaula hay mi silla de ruedas vacía ¡qué divertido! ¡todo un milagro para los visitantes! ¿cuántas especulaciones religiosas no suscitará?

 

En la jaula sólo queda un puma paralítico que ojalá pronto reciba la anhelada y piadosa inyección.

¿Mi amigo de ojos dorados seguirá mi consejo? ¿se irá al circo? Eso espero, pero uno nunca sabe qué harán estas fieras, son tan impredecibles…

 

 

 

Yolanda Sala
NOTA HAY UNA VERSION GRABADA EN MP3 POR ROBERTO CEDRES PARA SU PROGRAMA DE RADIO EN HOLANDA 

 

 


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Nuestro Poshó

NUESTRO POSHÓ

-¡Vamos a verlo, ayer llegó de Brasil!

-¿Y es enano?

– No sé, eso no se sabe con seguridad hasta que cumplen el año.

Subimos un piso y tocamos la puerta. Al entrar vimos una sombra fugaz y mínima en el pasadizo.

Con timidez salió del cuarto y vimos sus ojos curiosos en pugna con sus orejas puntiagudas que tan pronto se erguían atentas como se agachaban asustadas.

Mi mami se inclinó y levantó la motita negrita que cabía en la palma de su mano y el Yorkie continuó su lucha interna entre el temor y el interés. Luego ella me lo dio y él me lamió la cara. Lo miré con curiosidad pero sin mucho afecto, mortificada porque le habían puesto el nombre de mi Hawker, el perro que más amé en mi vida y sentí que lo querían remplazar con este extraño.

Pero este nuevo Hawker se acomodó en mi mano y continuó con su tarea de lamerme como si hubiera nacido para eso. Cuando mi mami quiso cargarlo él opuso toda la resistencia de su minúsculo cuerpo para quedarse aferrado a esta mujer grandota que le decía palabras poco amables pero que él intuía falsas.

Mi hermana Armida, dueña de este Hawker, vivía en el mismo edificio que mis papás y todas las mañanas, cuando se iba a trabajar, dejaba al perrito con ellos. Lo dejaba a las 7:30 de la mañana y lo recogía 12 horas más tarde. Mientras tanto el cachorro iba adquiriendo el hábito de ser tratado como una personita más (vicio en el que siempre incurrimos las Sala). Salía a Miraflores en brazos de mi mamá mirando con curiosidad las vitrinas, aprendió a disfrutar del paseo en carro, compartía las comidas y las golosinas con toda la familia y logró que todas sus travesuras (que no fueron muchas) le fueran perdonadas con mucho amor.

Se convirtió en el maniquí del barrio, con chompas de hilo, de alpaca y hasta un trajecito de fieltro. Y conforme crecía empezó a darse cuenta del enorme poder que podía ejercer sobre esta familia de mujeres que aman demasiado a sus mascotas.

El sonido de las llaves le anunciaba un gran paseo y se iba hasta la puerta, convencido de que miraría vitrinas y que escucharía muchas veces frases como “¡qué lindo! ¡qué chiquito! ¡mira esa carita tan linda!” mientras él sonreía con educación y beneplácito.

Pero si mi mami no lo llevaba, él retrocedía veloz a su cuarto y desataba contra ella la guerra del hielo.

Todos los sábados mi familia se reúne a almorzar y Hawkercito se integró con rapidez a nuestro clan. Mi papá fue el más reacio a aceptarlo porque Hawker tenía predilección por sus pantuflas y sus calcetines. Pero este diminuto animal con un cerebro apenas más grande que una falange de mi dedo meñique, se trazó una estrategia que le tomó un par de años pero que logró su objetivo: conquistó al general Sala. Era al único que saludaba con la mano y contemplaba con religioso respeto. Fue con el primero que jugó al carterito: llegaba con un papel en el hocico para que intentáramos quitárselo y así retozar por casi un cuarto de hora con gritos, gruñidos y tumbones.

Hawker II era un gourmet. Compartía nuestra predilección por el maní y los chocolates, distinguía muy bien entre el paté que prepara mi mami y los enlatados que sólo merecían su mirada despectiva. Cuando no nos dábamos cuenta de lo que quería nos arañaba para pasarnos la voz y empezaban las contorsiones de su cuello (como las del emperador romano de la serie inglesa “Yo Claudio”) apuntando con precisión a su objetivo.

Lo sobreprotegimos, a tal punto que lo cargábamos de la nuca porque creíamos que nunca podría llegar a la altura de la cama sin ayuda. Él cultivó muy bien esta creencia durante años y sólo en el fragor del juego se olvidaba de su rutina de «no puedo subir» y brincaba a las camas sin esfuerzo alguno. La rutina consistía en gemir, ladrar, raspar con sus uñas el borde de la cama e insistir hasta que alguien lo izaba de la nuca.

Era introvertido, disfrutaba de la compañía de todos pero prefería estar en su cama de dos plazas (un revistero con una gran almohada) desde donde seguía cómodamente y con atención todos los movimientos de la familia.

Para describirlo con una analogía humana Hawkercito era como un hombrecito muy correcto, anticuado, muy pequeño, rechoncho y refinado, que muy bien hubiera podido lucir un terno. Odiaba la soledad pero tampoco gustaba de apretones, arrumacos fuertes ni juegos toscos. Saludaba con mucha cordialidad a todos los invitados y se esmeraba por despedirse de ellos, pero no permitía que se tomaran confianzas y pretendieran besarlo o apachurrarlo. Estas últimas caricias eran para muy pocas privilegiadas.

El doctor Venero, su querido y magnífico veterinario, lo engreía y trataba con ternura. Recuerdo que para ponerle sus vacunas lo hincaba con el dedo y le decía, «a ver, esa pulguita, y esa otra pulguita…» y mientras Hawkercito seguía juguetón esperando la «pulguita» el doctor le ponía la inyección y Hawker II ni se enteraba.

Mis sobrinos le tenían una enorme antipatía porque mi hermana moría por él. Armida llegaba de la oficina y recogía a su «Poshó», se lo llevaba cargado como un paquete y se encerraba con él en su cuarto a ver en paz su telenovela y descansar de más de 12 horas de trabajo.

Hawkercito tenía la cualidad de ocupar un espacio afectivo inmenso, imponía su personalidad porque era un ser independiente y uno sentía que él nos concedía su amor, que no era un derecho nuestro. Siempre lo respetamos como respetamos a todos nuestros amigos de dos y de  cuatro patas.

Por eso no puedo entender esta nueva moda de imponerles a los perros una jerarquía en la que el dueño debe ser el Alfa, el jefe. Me irrita ver a algunos que sacan a pasear al perro y lo obligan a sentarse o pararse en cualquier momento, sólo para exhibir su capacidad de mando y pienso que esas personas no deberían tener mascotas sino sicoanalistas.

Armida quiso inscribir al Poshó en el Kennel Club Peruano pero lo rechazaron porque sólo tenía un testículo y eso lo descalificaba, pero para nosotros eso jamás fue importante. Aunque informal e indocumentado siempre lo consideramos el rey.

Los placeres de la vida sibarita, que en nuestra ignorancia fomentamos, un día casi causaron una tragedia. Años después me enteré de que tuvo un caso de «histeria digestiva». Ese sábado el Poshó comió maní, pizzitas, canchita con tocino tostado, galletas con paté, papas fritas con salsa de palta y remató con la espuma del pisco sour a la que era muy adicto.

Cuando almorzábamos empezó a portarse como si hubiera enloquecido, dio una serie de vueltas a toda velocidad y de pronto quedó quieto, paralizado en el suelo con los ojos abiertos. Nos pusimos  muy nerviosos y no atinábamos a reaccionar. Jamás sabré por qué hice lo que hice ni cómo supe que era lo correcto. Sin embargo lo levanté y saqué su lengüecita rosada a un costado para poderle soplar aire en la boca. Lo hice un par de veces y él parpadeó, luego volvió en sí, me desconoció y me mordió. Se paró y empezó a dar vueltas en círculo hasta que se tranquilizó.

El sábado siguiente no nos atrevíamos a darle ninguno de sus aperitivos favoritos pero mi mamá acuñó una frase famosa: «este perrito no va a durar mucho, nació con muchos defectos, así es que más vale que tenga calidad de vida aunque no tenga mucha cantidad»…..Y ése fue el himno de su vida.

Armida a veces se iba de viaje y Poshó se quedaba donde mi mamá, acompañándola en las tardes de tejido con su silenciosa presencia. De rato en rato se estiraba y salía de su cama poniendo en práctica sus rutinas de «no puedo subir» y del carterito, pero no duraban mucho y una vez satisfechas sus necesidades de cariño él regresaba a la tranquilidad de su cama.

Transcurrieron muchos meses hasta que, como de costumbre, un día Armida llegó a las ocho de la noche para llevárselo a su casa. Enorme fue su sorpresa cuando Poshó no sólo no salió a saludarla sino que se metió debajo de la cama de mis papás para que no lo alcanzaran.

Tras muchos esfuerzos Armida lo sacó y se lo llevó a su casa. Hawkercito II se pasó toda la noche rascando la puerta de la casa para que lo dejaran regresar al piso 7 donde llevaba una vida más placentera y más acompañada. Fueron dos noches de suplicio en que nadie pudo dormir y al final Poshó se salió con su gusto y se instaló en casa de su «abuelita».

Yo lo veía cuando visitaba a mis papás y él siempre me buscaba, pero yo seguía tontamente mortificada. El primer Hawker había sido un verdadero campeón: fue audaz, valiente, un verdadero león repleto de coraje. Se había enfrentado en su vida a manadas de perros de chacra, a contingentes de belicosos perros de construcción; todos los días se peleaba con tres Boxers que eran seis veces más grandes que él y un día, aunque casi se lo traga un mastín, él volvió al ataque. Sus hazañas se recuerdan con admiración.

Y aquí estaba este perrito, pequeño y timorato, convencido de que no era un perro. Que se aterraba porque unos extraños animales de cuatro patas se le aproximaban para olerlo. Que le temía hasta a su sombra y que ladraba para ver si así ahuyentaba a sus probables enemigos pero que luego se inclinaba, aceptando con resignación su suerte. Por eso yo no lo quería, porque no siendo éste más que un pequeño cobarde lo habían llamado igual que a mi león.

Hawker II iba a Ancón a pasar la temporada de playa con mis papás. Era un placer verlo tomar el sol en la terraza del departamento. Como era curioso, cuando alguien estaba contemplando el paisaje se hacía cargar para también disfrutar del mar.

Siempre fue un perrito bueno, no necesitaba salir con correa porque obedecía la voz de mando. Jamás se escapó cuando se abría la puerta y cuando iba al malecón se encargaba de saludar con mucho respeto a todos sus conocidos. Recuerdo a una pareja cuyo departamento quedaba en el primer piso del edificio vecino. Dejaban junta la puerta de su departamento y Poshó entraba a saludarlos todas las mañanas y a despedirse antes de irse a dormir por la noche. No jugaba ni molestaba, sólo saludaba a nuestro vecino que desde su silla de ruedas decía con alegría: «Llegó nuestro pequeño amiguito».

Empecé a ir a Ancón con mi hijita para pasar el verano y mis papás nos recibieron con el cariño de siempre. Me llevé mi computadora y hacía mis traducciones mirando el mar y disfrutando de la playa. Poco a poco Hawker me impuso su grata compañía. Me venía a buscar cuando quería salir y bajábamos juntos cuatro o cinco veces al día al malecón.

Era sumamente pudoroso y con la mirada me indicaba que era el momento de que él empezara a dar vueltas y de que yo mirara a otro lado. Muchas veces se ponía entre dos muros pequeños para que yo no lo viera.

Cuando alguien lo saludaba o mencionaba las palabras – para él ya usuales- “¡qué lindo!” de inmediato se echaba de espaldas y se dejaba acariciar.

Su carita era preciosa, no he visto ningún otro Yorkshire Terrier con facciones tan bonitas. Era un manto negro que nunca se volvió plateado y sus años se reflejaban sólo en su encanecida barbita.

El Poshó tenía su canasta de dos plazas en el pasadizo, protegido del frío, junto al cuarto de mis papás. Sin embargo, poco a poco, se fue mudando a mi cuarto y tuve que colocar un taburete para que pudiera subir a mi cama.

Por las tardes yo leía sentada en la mecedora y de repente llegaba el Carterito. El juego terminaba cuando, rendido, él se echaba en mis faldas y comenzaba su interminable tarea de lamerme.

Mi mami le dedicaba horas enteras todos los días. Lo lavaba cada vez que venía de la calle, luego lo secaba con la secadora y lo peinaba echado en su toalla sobre la mesa. El enanito ponía una cara de resignación acompañada de un gran suspiro y se dejaba hacer: quedaba precioso.

Retribuía los cuidados con su compañía y compartía sus tardes y sus chocolates. Le fascinaba robarse los papelitos que usaba mi mamá al hacerse la pedicura y no dudaba en robarse sus limas y hasta sus lápices de cejas cuando menos se esperaba.

Cuando mi papi empezó a perder el oído la compañía de Poshó fue invalorable porque ladraba al oír la puerta y al oír el teléfono. También se desvelaba, patrullaba toda la casa y luego y se iba a ver a su abuelito que leía de madrugada.

Cuando terminó el verano mi hija Yolita y yo regresamos a Lima. Mi mamá me comentó que el animalito se había quedado en mi cama llorando dos días, junto a mi almohada y sin querer comer. Cuando regresamos el fin de semana, Hawkercito me recibió como si yo hubiera regresado de ultratumba y no me dejó ni a sol ni a sombra. Era conmovedor ver a este pequeño e independiente animalito entrar en pánico cuando volteaba y no me veía. Todos se morían de risa cuando me veían pasar porque pegado a mis pies venía el chiquitín. En cuanto cerraba la puerta del baño empezaban sus arañazos y gritos desesperados con ladrido y todo. Cuando hablaba por teléfono me pedía que lo cargara y se quedaba echado en mi falda.

En casos de emergencia usaba la alfombra de la sala como baño y mi mami le bloqueó la entrada con un biombo y varias mesas. Si yo estaba en la sala leyendo, Hawker se desesperaba y sus gritos y arañazos nos conmovían a todos. Era tanta su desesperación cuando yo me iba a Lima y él se quedaba en Ancón que nos preocupaba a todos: no comía, lloraba, toda la semana andaba como alma en pena hasta que yo llegaba el viernes. Sábado y domingo eran días de una obsesiva persecución y la partida siempre era una tragedia. Al terminar el verano él logró lo que quería: se fue a vivir conmigo y jamás podré agradecer bastante ese privilegio.

Cuando una mujer es jefe del hogar recaen en ella todo tipo de responsabilidades que pesan más porque no son compartidas. El trabajo que extenúa no termina cuando uno llega a su casa. Ahí nos esperan otros problemas, otras tareas, muchas preocupaciones y un gran vacío sentimental. Muchas veces caía tumbada sintiendo que mis hombros no soportarían más tanta presión y que si yo reventaba a nadie le importaría.

Mis padres siempre fueron para mí un enorme apoyo y la alegría y dulzura de mi hijita le han dado a mi vida un gran sentido y felicidad. Pero al terminar el largo día quedábamos yo y mi soledad. Y ese vacío lo llenó mi Poshó.

Cuando mi carro estaba por doblar la esquina de nuestra calle, ya Hawker empezaba con los gritos:»¡Ya viene, ya viene mi mamá!», cuando yo tocaba el claxon sus gritos ya se teñían de histeria: «¡Apúrense, abran, abran!»

Los primeros meses salía disparado en cuanto abrían la puerta de la casa y se iba primero a su árbol y luego a mi puerta del carro para que lo haga subir. Así se hacía la ilusión de que llegábamos juntos a la casa. Gritaba, gemía, suspiraba y emitía señales en un patrón muy similar todos los días. Siendo traductora hubiera dado los dos brazos por entender cada uno de sus signos.

Pero supongo que el lenguaje era el de bienvenida al cazador de la manada, lenguaje que brotaba porque yacía en sus recuerdos genéticamente heredados de alguna manada de caninos salvajes que vivieron hace más de 12000 años.

Esas noches son inolvidables. Me sentía apreciada, atesorada. Mi llegada marcaba una época en su vida. Había llegado su Dios y él le cantaba sus alabanzas y su amor.

Tan pronto entraba a mi casa comenzaban los gritos, yo tenía que subir las escaleras e ir donde estaba su plato de comida, intacto desde la mañana porque él para comer esperaba a la jefa de su manada.

Cuando yotrabajaba en casa el Poshó comía las 11:00 a.m., luego a las 6:00 p.m. y a las 11:00 de la noche. Pero cuando  yo trabajaba en algún evento internacional y estaba todo el día fuera de casa él no comía nada hasta mi regreso.

Cada vez que tomaba un bocado de comida me miraba como diciendo: «¿Ves? te estaba esperando» y ese rito se repetía hasta que el plato quedaba vacío.

El ritual fue variando, mucho después comprendí que era porque empezaba a perder la vista. Ya no se arriesgaba a bajar todas las escaleras y se quedaba en el descanso pegando de gritos desesperados hasta que yo entraba a la casa. Los gritos eran: «¡Por favor sube, no puedo bajar, estoy nervioso, me puedo caer, no puedo bajar!» Yo lo seguía por las escaleras hasta que terminaba de comer, siempre volteando para observar mi expresión.

Sin embargo muchas veces, sobre todo en nuestros juegos, Hawkercito se olvidaba de que «no podía bajar» y usaba las escaleras sin ningún problema. Lo mismo ocurría con mi cama. Cuando vino a mi casa y a pesar de que mi cama era más baja que la de Ancón, le puse un taburete para que subiera. Se paraba en el taburete y rascaba mi cama porque «no podía subir». Pero cuando jugábamos subía y bajaba sin taburete y sin ayuda alguna.

Mi hijita participaba en nuestros juegos. Jugábamos a las escondidas. Cuando le tocaba esconderse, él se metía bajo una cama, pero donde se le podía ver, nunca al fondo donde siempre se refugiaba para gozar de su tranquilidad. Cuando repetíamos «¿Dónde está?» él cerraba sus ojos, convencido de que si él no veía, nadie lo podía ver. Cuando gritábamos «¡Ahí está!» saltaba lleno de alegría y todos reíamos felices.

Le encantaba viajar en auto, al comienzo era un poco infeliz porque yo tenía un Chevrolet y él sentado en el asiento delantero sólo alcanzaba a ver la guantera. Su tía Miriam le regaló un asiento especial y su vida cambió por completo. Miraba toda la calle y con el aire acondicionado podía ventilarse sin sacar la cara por la ventana.

Muchísimas fueron las madrugadas que tuve que trabajar en casa con alguna traducción urgente. En pleno invierno el Poshó era mi única compañía, se echaba a mis pies y más o menos cada hora me pedía que lo cargue. Me lamía las manos y con su cabecita me apuntaba hacia mi cuarto: «Ya es muy tarde, mami, vamos a dormir». Cuando pasaban las 4:00 a.m. se desesperaba y sus exigencias de cariño se repetían cada 10 minutos. Tuve que comprarle una canastilla chica para que estuviera abrigado en el escritorio mientras yo trabajaba. Era su camita de una plaza.

En mi cuarto yo leía todas las noches y él no se aparecía, a veces me contemplaba desde su cama porque no era un perrito pegajoso. Otras veces, cuando veíamos películas, él se sentaba de espaldas al televisor y frente a mí: yo era su programa favorito y me miraba y suspiraba con devoción durante horas. Era conmovedor su cariño.

Tan pronto apagaba la luz sentía sus uñas en el piso, su salto al taburete y la rutina de: «no puedo subir». Cuando yo prendía la luz de mi lamparilla ¿a quién crees que veía? pues, al carterito. Esas eran las dos horas más ricas de cada día para mí. Jugábamos con la «cartita», se acostaba panza arriba y me iba indicando dónde le picaba la pulguita y a cambio él me daba la muestra más intensa de amor de un perrito: con sus dientes y con suavidad me «mataba mis pulguitas» en la mano. Después regresaba el carterito, o si no, se llevaba una de mis zapatillas.

Yo tenía que perseguirlo para que me la devuelva. Volvía a apagar la luz y comenzaban los gemidos. El Poshó empezaba su sesión con su almohadita. Su tía Miriam le regaló una almohadita para Navidad y en las noches él gemía porque quería desfogarse con ella.

Era el momento de empezar otra rutina. Yo iba a su cama y hacía el ademán de quitarle su almohadini, él gruñía y se volvía feroz. Los ojos le brillaban y sus belfos se temblaban de ira. Luego de varios amagos de hurto de almohadini él la arrastraba debajo de mi cama y empezaba su eterna danza sexual. Su cabecita se golpeaba con los maderos de mi cama pero él no cedía en su ritmo. Lo dejaba entretenido en su quehacer y me iba a dormir.

Los días de interpretación él me castigaba por no estar en casa y durante la noche repetía la rutina de «no puedo subir» por lo menos diez veces. Cuando yo hacía traducciones en la casa todo el día, se subía a mi cama por la noche una sola vez y allí amanecía. A veces sentía que rascaba mi sábana para acomodarse mejor, o se enrollaba, con su cabecita bien pegada a la mía. Eran momentos difíciles de describir, sentía que un animalito cuyo lenguaje no conocía y a cuya especie yo no pertenecía me aceptaba sin reparos de ningún tipo, ponía su vida y su sueño en mis manos y jamás me pedía nada a cambio.

Para evitar más estropicios en la sala empezamos a salir al parque a caminar. El parque frente a mi casa tiene cuatro caminos en X además de los cuatro bordes y Poshó se encargaba de que los recorriéramos todos. Al principio estaba tan gordito y era tan inactivo que si recorríamos media cuadra se cansaba y se agitaba. Pero poco a poco empezamos a caminar más rápido. Dejaba mensajes en todos los árboles y leía todos los que le dejaban los perros del barrio. Me hacía la ilusión de que era un Robinson Crusoe dejando mensajes a los mismos personajes a quienes se negaba a reconocer en persona.

Antes de cruzar la pista él cumplía otros dos rituales: primero ir a su árbol, que era para su exclusivo uso porque era un cactus y ningún otro perro se atrevía a usarlo. El segundo consistía en irse a despedir del guardián. Se paraba en dos patas, luego enseñaba la barriguita y enseguida venía donde mí, señalándome la pista y el momento de volver a nuestra casa.

Últimamente se había obsesionado con el olor que dejaban los pájaros en sus heces, estudiaba sus huellas con más interés que los orines de otros perros. Un día visitamos a mi primo Carlos Sala, un fotógrafo extraordinario, que tenía en casa dos periquitos australianos. Hawkercito se volvió loco y me hacía los gestos más exagerados para que los viera. Nunca había visto dos avecitas que no se espantaran al tenerlo cerca y como los pajaritos habían ensuciado un poquito su jaula, no le cabía duda alguna de que eran los mismos que dejaban las huellas del parque. Fue una tarde memorable porque no se quiso alejar de la jaula, ladró, gimió, los llamó, y finalmente los siguió hasta la cocina donde los dejaron mis sobrinos.

Gracias a él y a nuestros paseos descubrí en mi barrio una fauna de lo más interesante. Un afgano que es el perro alfa y rey del parque. Una Doberman con su amiga pastora alemana que salen tres veces al día y son muy pacíficas. Comparten su vivienda con un pequinés muy sociable que se sale todo el día por las rejas pero que regresa apurado para compartir con ellas sus salidas oficiales por la puerta principal al mediodía.

Junto a mi casa vive un Poodle que es el ejemplar que más me recuerda a mi primer Hawker. Conoce y domina lo que los franceses llaman «la joie de vivre» o alegría de vivir. Él es amigo de todos, disfruta de la vida, pasea por el parque y detesta los problemas. Se llama Raschid. En una oportunidad, las perras que viven con el pequinés entraron en celo y los perros de muchas cuadras a la redonda montaron guardia cerca de su casa. El afgano y unos 10 perros de raza fina que estaban en el parque, detectaron a un pobre perro chusco que, atraído por los olores del celo, cometió el error de violar los límites territoriales del parque. En pocos segundos el afgano y su pandilla atacaron al que había invadido su reino y se armó un cataclismo en que se oían los gritos de dolor del sorprendido intruso. Hawker y yo mirábamos aterrados la paliza cuando vimos que se alejaba de la pandilla nuestro buen amigo Raschid. Sin prisa y sin volver la cara, Raschid saludó al melindroso Hawker y luego se fue a su casa.

Raschid ha sido el único perro al que Hawker, después de varias temporadas, le permitió los saludos olfativos propios de su especie.

También van al parque varias hembras. Hay una Schnauzer chica, llamada Arena, y una Yorkie mediana que se escapa de los barrotes y regresa corriendo a ellos en cuanto la gritan. Las dos odiaban a Hawker, en cuestión de segundos lo detectaban y se lanzaban para morderlo.

Hace menos de un año se mudó cerca de nuestra casa una simpática familia con un Yorkshire Terrier grande, muy parecido a mi primer Hawker. Fluffy ya tiene 10 años y es tal su calma y parsimonia, que yo lo saludaba como «su serena majestad». Ni los gritos ni las carreras de los niños le arrancaban un ladrido.

Poshó no intimó con él, pero íbamos en vías de lograrlo. Cuando salía con Hawker buscábamos a Fluffy y si él no estaba, Hawker olía y dejaba huellas por toda su reja. Pero cuando Fluffy estaba, Hawker fingía no verlo y seguía de largo.

A Poshó le llamábamos «el exorcista» porque su afán de no ver a los perros que lo aterraban era tal que volteaba la cara en ángulos increíbles.

Armida moría por él, llamaba todas las semanas y a veces todos los días, para preguntar cómo estaba su cholo, su Poshó (fue ella quien así lo bautizó).

Armida nunca entendió por qué Hawker se obsesionó conmigo y la verdad es que yo tampoco.

Poshó y yo éramos inseparables y cuando iba a ver a mis mejores amigas muchas veces lo llevaba. Se sentaba en mis faldas y no molestaba en absoluto.

Sus celos para con quien se me acercara eran terribles. El día que cumplí 45 años celebré en casa de mis padres, una linda reunión con mucho baile. Cada vez que yo bailoteaba, Hawker se prendía de los pantalones de mi pareja de baile. No era de temer porque su dieta rica en dulces y chocolates había ido causando estragos en su dentadura. Ese día yo lo arrancaba de los pantalones de mis parejas de baile y lo encerraba en el cuarto de mis papás. En cuanto alguien abría la puerta él se escapaba y volvía a las andadas. Me iba bailando con Hawker a encerrarlo en el cuarto cuando nos vio mi amiga Rosita y me comentó que la había enternecido vernos juntos, bailando.

Mientras le hablaba él me lamía la cara y me hacía ruidos y había entre nosotros una atmósfera que la hacía pensar en una pareja de viejitos que conversan en un idioma que sólo ellos dominan.

Una vez mi hermana nos llevó una perrita llamada Chiqui para que se cruzara con Hawker. Estábamos en la sala cuando llegó la visita y Hawker salió a saludar como siempre solía hacerlo. La perrita entró a mi sala, me miró y hubo un flechazo, ella me pidió los brazos y la cargué. En ese momento Poshó nos miró. Se metió bajo un sofá y le declaró la guerra.

Chiqui es una Yorkie excepcional. Hembra de muchos recursos no duda en resolver problemas y salvar obstáculos. Se apoderó de mi casa, de mi cama y de mí. No permitía que nadie se me acerque, especialmente Hawker y el pobrecito, oculto bajo algún mueble, seguía con honda infelicidad los movimientos posesivos de esta flaquita terrible.

Para promover el cruce los encerramos en mi escritorio, poniendo dos mesitas como obstáculo. Chiqui, más pequeña que el Poshó, se paró en dos patas, empujó una mesita y entraba y salía como Pedro por su casa. Hawkercito en cambio, gemía su desdicha en una esquina y cuando vino mi mami de visita la urgía con desesperación: «¡Por favor ayúdame, no puedo escapar!»

Intentamos cruzarlo otras dos veces, con apoyo de veterinarios, pero todo fue en vano. El pequeño no quería saber nada de perritas y como era tan aficionado a las almohadas mi mami sugirió que en el futuro le pusiéramos una funda a la Chiqui a ver si de esa manera superábamos el problema.

Jamás le dimos importancia al hecho de que Hawker no tuviera crías, pero creo que cometimos un error. Ahora que mi Poshó no está, daría mi vida por tener un cachorro igual a él.

Hawkercito II murió hace quince días. El domingo se puso mal y a pesar de los esfuerzos del doctor Cavero, falleció el Lunes 11 de diciembre de 1995.

Su partida ha sido una tragedia. El primero en lamentarla fue mi papi. Me dijo que no debía tener ya más perros porque uno sufre demasiado cuando mueren. Mi respuesta fue que Hawkercito me haría llorar una semana, sufrir meses… pero me había dado a mí y a todos, ocho años de maravillosa alegría. Si tuviera que sufrir ocho años por ello, lo haría con mucho gusto.

A todos nos dio algo: a mi mami que lo quería y lo cuidaba le dio mucha compañía, sin cargosería porque es lo que ella más aprecia. A mi hermana Armida le dio la amistad de quien sólo da y nunca pide nada. A mí me brindó un extraordinario cariño por el cual siempre estaré sorprendida y agradecida.

Desde que murió, llegar a mi casa es una tragedia, no quiero tocar el claxon y no quiero ni mirar el parque. Cuando apago la luz de mi cuarto espero oír sus uñitas en el piso y su rutina de «no puedo subir». Cuando trabajo hasta tarde me volteo y miro su canastilla vacía. ¡Faltaba tan poquito para que viniera a su querida playa y a los amorosos cuidados de su abuelita! Y cuando estamos en Ancón me volteo inconscientemente a mirarlo cómo toma su baño de sol en la terraza o espero oírlo raspando la puerta del baño para que lo deje entrar. Se ha ido, como dice Miriam, a ese jardín donde algún día nos volveremos a encontrar.

Pero en medio de mi tristeza lo que más me duele es haber perdido años de su cariño tratando de compararlo con mi otro Hawker. Mi Poshó ha logrado que entienda que cada ser es diferente, merecedor de amor y de respeto por ser diferente. Hawker II no fue nunca Hawker I y me alegro que así fuera. Ambos están en mi corazón para siempre y tengo con ellos una deuda eterna por todo lo que me dieron y todo lo que me enseñaron.

Diciembre 1995


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LAS VIBORAS

Las víboras, mortificadas por la interrupción y trenzándose entre ellas, retrocedieron hacia las cuevas como lo hicieran sus padres algunos años atrás, cuando llegaban los indios con sus tipis y sus caballos pintos de coces poderosas.

Pronto visitarían las cuevas del cañón dejando las ofrendas de carne y flores que las serpientes tanto apreciaban, luego los guerreros partirían en un largo viaje, vistosos, con caras y plumas coloridas y lanzando de alaridos mientras las mujeres, en su ausencia, mantendrían a los niños bajo vigilancia, encenderían fogatas y alimentarían las llamas con flores de olores estimulantes… y peligrosos.

Al volver los hombres en los pintos, el atardecer retumbaría con tambores cadenciosos. De noche los guerreros, transformados en lobos y en venados, danzarían dando gracias al Dios búfalo Wakan – Tanka y pasadas algunas semanas partirían hacia las grandes praderas.

Las serpientes no tenían nada que temer. Los indios las respetaban y antes de partir siempre les dejaban como ofrenda pequeños huesos aún carnosos.

Sin embargo los recién llegados no danzaron, ni pusieron las ofrendas en los lugares convenidos. Partían en su carreta y volvían con grandes maderos y exóticos animales. Trabajaban silenciosos todo el día en el campo.

¿Quiénes eran estos seres humanos, a qué dioses les danzaban en secreto? ¿Por qué no partían de cacería?

 

Al cabo de algunas lunas se les unieron otros hombres blancos, con otras mujeres fuertes y los niños no dejaron de aumentar, explorando descalzos y audaces los alrededores.

Las serpientes tomaron su cuota de sangre de algunos niños de cabellos de oro pero, atacadas y casi exterminadas con humos y piedras por los rubios gigantes furiosos, no les quedó más remedio que replegarse a las cavernas donde reposaban los antiguos huesos.

En esas mágicas cuevas sagradas, entre muros rojizos otrora ahumados con hierbas y encantos, entre pasadizos laberínticos y pinturas mágicas de bisontes y flechas, las serpientes aguardaron las ofrendas de los indios, pero aguardaron en vano.

―¿Y estas pieles? ―preguntó ingenuamente, un par de siglos después la turista disfrazada de exploradora africana.

―Víboras de cascabel, muy antiguas ―repuso el cobrizo guía de largos cabellos negros, perfil de águila y elegantes lentes de sol.

―¡Qué pena que las pieles se hayan acartonado, aquí habría material de sobra para carteras muy caras y bellos pares de botas!

 

 Yolanda Sala Báez


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Perritos sin hogar

LOS PERRITOS SIN HOGAR

Una caja de cartón fue nuestra cuna, éramos seis y aprendimos a juntarnos tanto que parecíamos un solo ser. Mamá nos alimentaba todas las noches para que nadie encontrara nuestra caja. Nunca la oímos ladrar, era larga y silenciosa. Se tendía en el suelo y nos lamía, de uno en uno. Su lengua suave limpiaba nuestros ojos, todavía cerrados, también hurgaba en nuestras bocas y después recorría todos nuestros cuerpos, demorándose en nuestras panzas rosadas hasta que se cayeron nuestros ombligos.

Cuando abrimos los ojos descubrimos que era negra, de ojos amarillos y orejas caídas. Su cola era larga pero nunca la llevaba erguida, mamá no era una luchadora, era más bien una furtiva ladrona y traía en su hocico las comidas más extrañas. La saludábamos con grititos apagados porque ya ella nos había mostrado lo que podía hacer el portero. Un enorme hombre peludo, que apestaba a vino rancio, a maldad y a cebollas añejas.

Mamá nos enseñó a convertirnos en sombras de la pared y aprendimos porque nos dijo que de ello dependían nuestras vidas. Para mi hermana mayor fue una prueba muy difícil. Ella era la única de la camada que tenía la cola parada y solía lanzarse contra todo y contra todos sin medir peligros. Pero la veloz dentellada de mamá fue suficiente advertencia.

Esto fue lo que vimos vimos un día que estábamos protegidos por la sombra de la pared cuando oímos el grito del portero.

-¡Así que ahí están, malditos! – soltó en medio de una carcajada. Con la escoba golpeó y golpeó y golpeó y golpeó mientras lo que parecía bolitas de pelo y en realidad eran gatitos lanzaban gemidos débiles y agudos, que fueron extinguiéndose junto con sus tiernas vidas.

Creo que aquel susto nos dejó muditos. Aprendimos a dejar la caja para escondernos entre unos tubos que mamá encontró y que sabía tapar con unos costales viejos, que tenían olores fascinantes. Después nuestra hermanita se iba con ella, salían las dos cuando era oscuro y regresaban a la hora del mayor calor.

Eran las horas más pesadas pero también las más seguras porque el portero cerraba su puerta y rugía como león hambriento, sacudiendo las cortinas de la ventana con sus resoplidos.

Mamá llegaba silenciosa, deglutía lo que había tragado: pedazos de papel con restos de carne, migas de pan, zanahorias, a veces trozos de frutas y una vez mucho queso. Nuestra hermanita mayor nos olía, nos lamía. En su pelo había esencias de lugares raros, llenos de misterios y comida, pero también huellas de miedo, de sorpresa, de sudores fríos.

Pegados a ellas salíamos todos, a beber agua en una batea de la anciana lavandera, que tendía en un cordel enormes trapos que el viento sacudía y que nos hacían correr desesperados, hasta que mi madre nos mostró que no eran aves carnívoras sino solamente telas inofensivas.

Un día mamá salió con nuestra hermana, pero no volvieron. Teníamos hambre y miedo, pero no podíamos llorar, nos juntamos más, a pesar del calor y nos dio la noche, con nuestras barrigas repletas de hambre y nuestros corazones hartos de llorar.

Yolanda Sala,  abril 2014