NUESTRO POSHÓ
-¡Vamos a verlo, ayer llegó de Brasil!
-¿Y es enano?
– No sé, eso no se sabe con seguridad hasta que cumplen el año.
Subimos un piso y tocamos la puerta. Al entrar vimos una sombra fugaz y mínima en el pasadizo.
Con timidez salió del cuarto y vimos sus ojos curiosos en pugna con sus orejas puntiagudas que tan pronto se erguían atentas como se agachaban asustadas.
Mi mami se inclinó y levantó la motita negrita que cabía en la palma de su mano y el Yorkie continuó su lucha interna entre el temor y el interés. Luego ella me lo dio y él me lamió la cara. Lo miré con curiosidad pero sin mucho afecto, mortificada porque le habían puesto el nombre de mi Hawker, el perro que más amé en mi vida y sentí que lo querían remplazar con este extraño.
Pero este nuevo Hawker se acomodó en mi mano y continuó con su tarea de lamerme como si hubiera nacido para eso. Cuando mi mami quiso cargarlo él opuso toda la resistencia de su minúsculo cuerpo para quedarse aferrado a esta mujer grandota que le decía palabras poco amables pero que él intuía falsas.
Mi hermana Armida, dueña de este Hawker, vivía en el mismo edificio que mis papás y todas las mañanas, cuando se iba a trabajar, dejaba al perrito con ellos. Lo dejaba a las 7:30 de la mañana y lo recogía 12 horas más tarde. Mientras tanto el cachorro iba adquiriendo el hábito de ser tratado como una personita más (vicio en el que siempre incurrimos las Sala). Salía a Miraflores en brazos de mi mamá mirando con curiosidad las vitrinas, aprendió a disfrutar del paseo en carro, compartía las comidas y las golosinas con toda la familia y logró que todas sus travesuras (que no fueron muchas) le fueran perdonadas con mucho amor.
Se convirtió en el maniquí del barrio, con chompas de hilo, de alpaca y hasta un trajecito de fieltro. Y conforme crecía empezó a darse cuenta del enorme poder que podía ejercer sobre esta familia de mujeres que aman demasiado a sus mascotas.
El sonido de las llaves le anunciaba un gran paseo y se iba hasta la puerta, convencido de que miraría vitrinas y que escucharía muchas veces frases como “¡qué lindo! ¡qué chiquito! ¡mira esa carita tan linda!” mientras él sonreía con educación y beneplácito.
Pero si mi mami no lo llevaba, él retrocedía veloz a su cuarto y desataba contra ella la guerra del hielo.
Todos los sábados mi familia se reúne a almorzar y Hawkercito se integró con rapidez a nuestro clan. Mi papá fue el más reacio a aceptarlo porque Hawker tenía predilección por sus pantuflas y sus calcetines. Pero este diminuto animal con un cerebro apenas más grande que una falange de mi dedo meñique, se trazó una estrategia que le tomó un par de años pero que logró su objetivo: conquistó al general Sala. Era al único que saludaba con la mano y contemplaba con religioso respeto. Fue con el primero que jugó al carterito: llegaba con un papel en el hocico para que intentáramos quitárselo y así retozar por casi un cuarto de hora con gritos, gruñidos y tumbones.
Hawker II era un gourmet. Compartía nuestra predilección por el maní y los chocolates, distinguía muy bien entre el paté que prepara mi mami y los enlatados que sólo merecían su mirada despectiva. Cuando no nos dábamos cuenta de lo que quería nos arañaba para pasarnos la voz y empezaban las contorsiones de su cuello (como las del emperador romano de la serie inglesa “Yo Claudio”) apuntando con precisión a su objetivo.
Lo sobreprotegimos, a tal punto que lo cargábamos de la nuca porque creíamos que nunca podría llegar a la altura de la cama sin ayuda. Él cultivó muy bien esta creencia durante años y sólo en el fragor del juego se olvidaba de su rutina de «no puedo subir» y brincaba a las camas sin esfuerzo alguno. La rutina consistía en gemir, ladrar, raspar con sus uñas el borde de la cama e insistir hasta que alguien lo izaba de la nuca.
Era introvertido, disfrutaba de la compañía de todos pero prefería estar en su cama de dos plazas (un revistero con una gran almohada) desde donde seguía cómodamente y con atención todos los movimientos de la familia.
Para describirlo con una analogía humana Hawkercito era como un hombrecito muy correcto, anticuado, muy pequeño, rechoncho y refinado, que muy bien hubiera podido lucir un terno. Odiaba la soledad pero tampoco gustaba de apretones, arrumacos fuertes ni juegos toscos. Saludaba con mucha cordialidad a todos los invitados y se esmeraba por despedirse de ellos, pero no permitía que se tomaran confianzas y pretendieran besarlo o apachurrarlo. Estas últimas caricias eran para muy pocas privilegiadas.
El doctor Venero, su querido y magnífico veterinario, lo engreía y trataba con ternura. Recuerdo que para ponerle sus vacunas lo hincaba con el dedo y le decía, «a ver, esa pulguita, y esa otra pulguita…» y mientras Hawkercito seguía juguetón esperando la «pulguita» el doctor le ponía la inyección y Hawker II ni se enteraba.
Mis sobrinos le tenían una enorme antipatía porque mi hermana moría por él. Armida llegaba de la oficina y recogía a su «Poshó», se lo llevaba cargado como un paquete y se encerraba con él en su cuarto a ver en paz su telenovela y descansar de más de 12 horas de trabajo.
Hawkercito tenía la cualidad de ocupar un espacio afectivo inmenso, imponía su personalidad porque era un ser independiente y uno sentía que él nos concedía su amor, que no era un derecho nuestro. Siempre lo respetamos como respetamos a todos nuestros amigos de dos y de cuatro patas.
Por eso no puedo entender esta nueva moda de imponerles a los perros una jerarquía en la que el dueño debe ser el Alfa, el jefe. Me irrita ver a algunos que sacan a pasear al perro y lo obligan a sentarse o pararse en cualquier momento, sólo para exhibir su capacidad de mando y pienso que esas personas no deberían tener mascotas sino sicoanalistas.
Armida quiso inscribir al Poshó en el Kennel Club Peruano pero lo rechazaron porque sólo tenía un testículo y eso lo descalificaba, pero para nosotros eso jamás fue importante. Aunque informal e indocumentado siempre lo consideramos el rey.
Los placeres de la vida sibarita, que en nuestra ignorancia fomentamos, un día casi causaron una tragedia. Años después me enteré de que tuvo un caso de «histeria digestiva». Ese sábado el Poshó comió maní, pizzitas, canchita con tocino tostado, galletas con paté, papas fritas con salsa de palta y remató con la espuma del pisco sour a la que era muy adicto.
Cuando almorzábamos empezó a portarse como si hubiera enloquecido, dio una serie de vueltas a toda velocidad y de pronto quedó quieto, paralizado en el suelo con los ojos abiertos. Nos pusimos muy nerviosos y no atinábamos a reaccionar. Jamás sabré por qué hice lo que hice ni cómo supe que era lo correcto. Sin embargo lo levanté y saqué su lengüecita rosada a un costado para poderle soplar aire en la boca. Lo hice un par de veces y él parpadeó, luego volvió en sí, me desconoció y me mordió. Se paró y empezó a dar vueltas en círculo hasta que se tranquilizó.
El sábado siguiente no nos atrevíamos a darle ninguno de sus aperitivos favoritos pero mi mamá acuñó una frase famosa: «este perrito no va a durar mucho, nació con muchos defectos, así es que más vale que tenga calidad de vida aunque no tenga mucha cantidad»…..Y ése fue el himno de su vida.
Armida a veces se iba de viaje y Poshó se quedaba donde mi mamá, acompañándola en las tardes de tejido con su silenciosa presencia. De rato en rato se estiraba y salía de su cama poniendo en práctica sus rutinas de «no puedo subir» y del carterito, pero no duraban mucho y una vez satisfechas sus necesidades de cariño él regresaba a la tranquilidad de su cama.
Transcurrieron muchos meses hasta que, como de costumbre, un día Armida llegó a las ocho de la noche para llevárselo a su casa. Enorme fue su sorpresa cuando Poshó no sólo no salió a saludarla sino que se metió debajo de la cama de mis papás para que no lo alcanzaran.
Tras muchos esfuerzos Armida lo sacó y se lo llevó a su casa. Hawkercito II se pasó toda la noche rascando la puerta de la casa para que lo dejaran regresar al piso 7 donde llevaba una vida más placentera y más acompañada. Fueron dos noches de suplicio en que nadie pudo dormir y al final Poshó se salió con su gusto y se instaló en casa de su «abuelita».
Yo lo veía cuando visitaba a mis papás y él siempre me buscaba, pero yo seguía tontamente mortificada. El primer Hawker había sido un verdadero campeón: fue audaz, valiente, un verdadero león repleto de coraje. Se había enfrentado en su vida a manadas de perros de chacra, a contingentes de belicosos perros de construcción; todos los días se peleaba con tres Boxers que eran seis veces más grandes que él y un día, aunque casi se lo traga un mastín, él volvió al ataque. Sus hazañas se recuerdan con admiración.
Y aquí estaba este perrito, pequeño y timorato, convencido de que no era un perro. Que se aterraba porque unos extraños animales de cuatro patas se le aproximaban para olerlo. Que le temía hasta a su sombra y que ladraba para ver si así ahuyentaba a sus probables enemigos pero que luego se inclinaba, aceptando con resignación su suerte. Por eso yo no lo quería, porque no siendo éste más que un pequeño cobarde lo habían llamado igual que a mi león.
Hawker II iba a Ancón a pasar la temporada de playa con mis papás. Era un placer verlo tomar el sol en la terraza del departamento. Como era curioso, cuando alguien estaba contemplando el paisaje se hacía cargar para también disfrutar del mar.
Siempre fue un perrito bueno, no necesitaba salir con correa porque obedecía la voz de mando. Jamás se escapó cuando se abría la puerta y cuando iba al malecón se encargaba de saludar con mucho respeto a todos sus conocidos. Recuerdo a una pareja cuyo departamento quedaba en el primer piso del edificio vecino. Dejaban junta la puerta de su departamento y Poshó entraba a saludarlos todas las mañanas y a despedirse antes de irse a dormir por la noche. No jugaba ni molestaba, sólo saludaba a nuestro vecino que desde su silla de ruedas decía con alegría: «Llegó nuestro pequeño amiguito».
Empecé a ir a Ancón con mi hijita para pasar el verano y mis papás nos recibieron con el cariño de siempre. Me llevé mi computadora y hacía mis traducciones mirando el mar y disfrutando de la playa. Poco a poco Hawker me impuso su grata compañía. Me venía a buscar cuando quería salir y bajábamos juntos cuatro o cinco veces al día al malecón.
Era sumamente pudoroso y con la mirada me indicaba que era el momento de que él empezara a dar vueltas y de que yo mirara a otro lado. Muchas veces se ponía entre dos muros pequeños para que yo no lo viera.
Cuando alguien lo saludaba o mencionaba las palabras – para él ya usuales- “¡qué lindo!” de inmediato se echaba de espaldas y se dejaba acariciar.
Su carita era preciosa, no he visto ningún otro Yorkshire Terrier con facciones tan bonitas. Era un manto negro que nunca se volvió plateado y sus años se reflejaban sólo en su encanecida barbita.
El Poshó tenía su canasta de dos plazas en el pasadizo, protegido del frío, junto al cuarto de mis papás. Sin embargo, poco a poco, se fue mudando a mi cuarto y tuve que colocar un taburete para que pudiera subir a mi cama.
Por las tardes yo leía sentada en la mecedora y de repente llegaba el Carterito. El juego terminaba cuando, rendido, él se echaba en mis faldas y comenzaba su interminable tarea de lamerme.
Mi mami le dedicaba horas enteras todos los días. Lo lavaba cada vez que venía de la calle, luego lo secaba con la secadora y lo peinaba echado en su toalla sobre la mesa. El enanito ponía una cara de resignación acompañada de un gran suspiro y se dejaba hacer: quedaba precioso.
Retribuía los cuidados con su compañía y compartía sus tardes y sus chocolates. Le fascinaba robarse los papelitos que usaba mi mamá al hacerse la pedicura y no dudaba en robarse sus limas y hasta sus lápices de cejas cuando menos se esperaba.
Cuando mi papi empezó a perder el oído la compañía de Poshó fue invalorable porque ladraba al oír la puerta y al oír el teléfono. También se desvelaba, patrullaba toda la casa y luego y se iba a ver a su abuelito que leía de madrugada.
Cuando terminó el verano mi hija Yolita y yo regresamos a Lima. Mi mamá me comentó que el animalito se había quedado en mi cama llorando dos días, junto a mi almohada y sin querer comer. Cuando regresamos el fin de semana, Hawkercito me recibió como si yo hubiera regresado de ultratumba y no me dejó ni a sol ni a sombra. Era conmovedor ver a este pequeño e independiente animalito entrar en pánico cuando volteaba y no me veía. Todos se morían de risa cuando me veían pasar porque pegado a mis pies venía el chiquitín. En cuanto cerraba la puerta del baño empezaban sus arañazos y gritos desesperados con ladrido y todo. Cuando hablaba por teléfono me pedía que lo cargara y se quedaba echado en mi falda.
En casos de emergencia usaba la alfombra de la sala como baño y mi mami le bloqueó la entrada con un biombo y varias mesas. Si yo estaba en la sala leyendo, Hawker se desesperaba y sus gritos y arañazos nos conmovían a todos. Era tanta su desesperación cuando yo me iba a Lima y él se quedaba en Ancón que nos preocupaba a todos: no comía, lloraba, toda la semana andaba como alma en pena hasta que yo llegaba el viernes. Sábado y domingo eran días de una obsesiva persecución y la partida siempre era una tragedia. Al terminar el verano él logró lo que quería: se fue a vivir conmigo y jamás podré agradecer bastante ese privilegio.
Cuando una mujer es jefe del hogar recaen en ella todo tipo de responsabilidades que pesan más porque no son compartidas. El trabajo que extenúa no termina cuando uno llega a su casa. Ahí nos esperan otros problemas, otras tareas, muchas preocupaciones y un gran vacío sentimental. Muchas veces caía tumbada sintiendo que mis hombros no soportarían más tanta presión y que si yo reventaba a nadie le importaría.
Mis padres siempre fueron para mí un enorme apoyo y la alegría y dulzura de mi hijita le han dado a mi vida un gran sentido y felicidad. Pero al terminar el largo día quedábamos yo y mi soledad. Y ese vacío lo llenó mi Poshó.
Cuando mi carro estaba por doblar la esquina de nuestra calle, ya Hawker empezaba con los gritos:»¡Ya viene, ya viene mi mamá!», cuando yo tocaba el claxon sus gritos ya se teñían de histeria: «¡Apúrense, abran, abran!»
Los primeros meses salía disparado en cuanto abrían la puerta de la casa y se iba primero a su árbol y luego a mi puerta del carro para que lo haga subir. Así se hacía la ilusión de que llegábamos juntos a la casa. Gritaba, gemía, suspiraba y emitía señales en un patrón muy similar todos los días. Siendo traductora hubiera dado los dos brazos por entender cada uno de sus signos.
Pero supongo que el lenguaje era el de bienvenida al cazador de la manada, lenguaje que brotaba porque yacía en sus recuerdos genéticamente heredados de alguna manada de caninos salvajes que vivieron hace más de 12000 años.
Esas noches son inolvidables. Me sentía apreciada, atesorada. Mi llegada marcaba una época en su vida. Había llegado su Dios y él le cantaba sus alabanzas y su amor.
Tan pronto entraba a mi casa comenzaban los gritos, yo tenía que subir las escaleras e ir donde estaba su plato de comida, intacto desde la mañana porque él para comer esperaba a la jefa de su manada.
Cuando yotrabajaba en casa el Poshó comía las 11:00 a.m., luego a las 6:00 p.m. y a las 11:00 de la noche. Pero cuando yo trabajaba en algún evento internacional y estaba todo el día fuera de casa él no comía nada hasta mi regreso.
Cada vez que tomaba un bocado de comida me miraba como diciendo: «¿Ves? te estaba esperando» y ese rito se repetía hasta que el plato quedaba vacío.
El ritual fue variando, mucho después comprendí que era porque empezaba a perder la vista. Ya no se arriesgaba a bajar todas las escaleras y se quedaba en el descanso pegando de gritos desesperados hasta que yo entraba a la casa. Los gritos eran: «¡Por favor sube, no puedo bajar, estoy nervioso, me puedo caer, no puedo bajar!» Yo lo seguía por las escaleras hasta que terminaba de comer, siempre volteando para observar mi expresión.
Sin embargo muchas veces, sobre todo en nuestros juegos, Hawkercito se olvidaba de que «no podía bajar» y usaba las escaleras sin ningún problema. Lo mismo ocurría con mi cama. Cuando vino a mi casa y a pesar de que mi cama era más baja que la de Ancón, le puse un taburete para que subiera. Se paraba en el taburete y rascaba mi cama porque «no podía subir». Pero cuando jugábamos subía y bajaba sin taburete y sin ayuda alguna.
Mi hijita participaba en nuestros juegos. Jugábamos a las escondidas. Cuando le tocaba esconderse, él se metía bajo una cama, pero donde se le podía ver, nunca al fondo donde siempre se refugiaba para gozar de su tranquilidad. Cuando repetíamos «¿Dónde está?» él cerraba sus ojos, convencido de que si él no veía, nadie lo podía ver. Cuando gritábamos «¡Ahí está!» saltaba lleno de alegría y todos reíamos felices.
Le encantaba viajar en auto, al comienzo era un poco infeliz porque yo tenía un Chevrolet y él sentado en el asiento delantero sólo alcanzaba a ver la guantera. Su tía Miriam le regaló un asiento especial y su vida cambió por completo. Miraba toda la calle y con el aire acondicionado podía ventilarse sin sacar la cara por la ventana.
Muchísimas fueron las madrugadas que tuve que trabajar en casa con alguna traducción urgente. En pleno invierno el Poshó era mi única compañía, se echaba a mis pies y más o menos cada hora me pedía que lo cargue. Me lamía las manos y con su cabecita me apuntaba hacia mi cuarto: «Ya es muy tarde, mami, vamos a dormir». Cuando pasaban las 4:00 a.m. se desesperaba y sus exigencias de cariño se repetían cada 10 minutos. Tuve que comprarle una canastilla chica para que estuviera abrigado en el escritorio mientras yo trabajaba. Era su camita de una plaza.
En mi cuarto yo leía todas las noches y él no se aparecía, a veces me contemplaba desde su cama porque no era un perrito pegajoso. Otras veces, cuando veíamos películas, él se sentaba de espaldas al televisor y frente a mí: yo era su programa favorito y me miraba y suspiraba con devoción durante horas. Era conmovedor su cariño.
Tan pronto apagaba la luz sentía sus uñas en el piso, su salto al taburete y la rutina de: «no puedo subir». Cuando yo prendía la luz de mi lamparilla ¿a quién crees que veía? pues, al carterito. Esas eran las dos horas más ricas de cada día para mí. Jugábamos con la «cartita», se acostaba panza arriba y me iba indicando dónde le picaba la pulguita y a cambio él me daba la muestra más intensa de amor de un perrito: con sus dientes y con suavidad me «mataba mis pulguitas» en la mano. Después regresaba el carterito, o si no, se llevaba una de mis zapatillas.
Yo tenía que perseguirlo para que me la devuelva. Volvía a apagar la luz y comenzaban los gemidos. El Poshó empezaba su sesión con su almohadita. Su tía Miriam le regaló una almohadita para Navidad y en las noches él gemía porque quería desfogarse con ella.
Era el momento de empezar otra rutina. Yo iba a su cama y hacía el ademán de quitarle su almohadini, él gruñía y se volvía feroz. Los ojos le brillaban y sus belfos se temblaban de ira. Luego de varios amagos de hurto de almohadini él la arrastraba debajo de mi cama y empezaba su eterna danza sexual. Su cabecita se golpeaba con los maderos de mi cama pero él no cedía en su ritmo. Lo dejaba entretenido en su quehacer y me iba a dormir.
Los días de interpretación él me castigaba por no estar en casa y durante la noche repetía la rutina de «no puedo subir» por lo menos diez veces. Cuando yo hacía traducciones en la casa todo el día, se subía a mi cama por la noche una sola vez y allí amanecía. A veces sentía que rascaba mi sábana para acomodarse mejor, o se enrollaba, con su cabecita bien pegada a la mía. Eran momentos difíciles de describir, sentía que un animalito cuyo lenguaje no conocía y a cuya especie yo no pertenecía me aceptaba sin reparos de ningún tipo, ponía su vida y su sueño en mis manos y jamás me pedía nada a cambio.
Para evitar más estropicios en la sala empezamos a salir al parque a caminar. El parque frente a mi casa tiene cuatro caminos en X además de los cuatro bordes y Poshó se encargaba de que los recorriéramos todos. Al principio estaba tan gordito y era tan inactivo que si recorríamos media cuadra se cansaba y se agitaba. Pero poco a poco empezamos a caminar más rápido. Dejaba mensajes en todos los árboles y leía todos los que le dejaban los perros del barrio. Me hacía la ilusión de que era un Robinson Crusoe dejando mensajes a los mismos personajes a quienes se negaba a reconocer en persona.
Antes de cruzar la pista él cumplía otros dos rituales: primero ir a su árbol, que era para su exclusivo uso porque era un cactus y ningún otro perro se atrevía a usarlo. El segundo consistía en irse a despedir del guardián. Se paraba en dos patas, luego enseñaba la barriguita y enseguida venía donde mí, señalándome la pista y el momento de volver a nuestra casa.
Últimamente se había obsesionado con el olor que dejaban los pájaros en sus heces, estudiaba sus huellas con más interés que los orines de otros perros. Un día visitamos a mi primo Carlos Sala, un fotógrafo extraordinario, que tenía en casa dos periquitos australianos. Hawkercito se volvió loco y me hacía los gestos más exagerados para que los viera. Nunca había visto dos avecitas que no se espantaran al tenerlo cerca y como los pajaritos habían ensuciado un poquito su jaula, no le cabía duda alguna de que eran los mismos que dejaban las huellas del parque. Fue una tarde memorable porque no se quiso alejar de la jaula, ladró, gimió, los llamó, y finalmente los siguió hasta la cocina donde los dejaron mis sobrinos.
Gracias a él y a nuestros paseos descubrí en mi barrio una fauna de lo más interesante. Un afgano que es el perro alfa y rey del parque. Una Doberman con su amiga pastora alemana que salen tres veces al día y son muy pacíficas. Comparten su vivienda con un pequinés muy sociable que se sale todo el día por las rejas pero que regresa apurado para compartir con ellas sus salidas oficiales por la puerta principal al mediodía.
Junto a mi casa vive un Poodle que es el ejemplar que más me recuerda a mi primer Hawker. Conoce y domina lo que los franceses llaman «la joie de vivre» o alegría de vivir. Él es amigo de todos, disfruta de la vida, pasea por el parque y detesta los problemas. Se llama Raschid. En una oportunidad, las perras que viven con el pequinés entraron en celo y los perros de muchas cuadras a la redonda montaron guardia cerca de su casa. El afgano y unos 10 perros de raza fina que estaban en el parque, detectaron a un pobre perro chusco que, atraído por los olores del celo, cometió el error de violar los límites territoriales del parque. En pocos segundos el afgano y su pandilla atacaron al que había invadido su reino y se armó un cataclismo en que se oían los gritos de dolor del sorprendido intruso. Hawker y yo mirábamos aterrados la paliza cuando vimos que se alejaba de la pandilla nuestro buen amigo Raschid. Sin prisa y sin volver la cara, Raschid saludó al melindroso Hawker y luego se fue a su casa.
Raschid ha sido el único perro al que Hawker, después de varias temporadas, le permitió los saludos olfativos propios de su especie.
También van al parque varias hembras. Hay una Schnauzer chica, llamada Arena, y una Yorkie mediana que se escapa de los barrotes y regresa corriendo a ellos en cuanto la gritan. Las dos odiaban a Hawker, en cuestión de segundos lo detectaban y se lanzaban para morderlo.
Hace menos de un año se mudó cerca de nuestra casa una simpática familia con un Yorkshire Terrier grande, muy parecido a mi primer Hawker. Fluffy ya tiene 10 años y es tal su calma y parsimonia, que yo lo saludaba como «su serena majestad». Ni los gritos ni las carreras de los niños le arrancaban un ladrido.
Poshó no intimó con él, pero íbamos en vías de lograrlo. Cuando salía con Hawker buscábamos a Fluffy y si él no estaba, Hawker olía y dejaba huellas por toda su reja. Pero cuando Fluffy estaba, Hawker fingía no verlo y seguía de largo.
A Poshó le llamábamos «el exorcista» porque su afán de no ver a los perros que lo aterraban era tal que volteaba la cara en ángulos increíbles.
Armida moría por él, llamaba todas las semanas y a veces todos los días, para preguntar cómo estaba su cholo, su Poshó (fue ella quien así lo bautizó).
Armida nunca entendió por qué Hawker se obsesionó conmigo y la verdad es que yo tampoco.
Poshó y yo éramos inseparables y cuando iba a ver a mis mejores amigas muchas veces lo llevaba. Se sentaba en mis faldas y no molestaba en absoluto.
Sus celos para con quien se me acercara eran terribles. El día que cumplí 45 años celebré en casa de mis padres, una linda reunión con mucho baile. Cada vez que yo bailoteaba, Hawker se prendía de los pantalones de mi pareja de baile. No era de temer porque su dieta rica en dulces y chocolates había ido causando estragos en su dentadura. Ese día yo lo arrancaba de los pantalones de mis parejas de baile y lo encerraba en el cuarto de mis papás. En cuanto alguien abría la puerta él se escapaba y volvía a las andadas. Me iba bailando con Hawker a encerrarlo en el cuarto cuando nos vio mi amiga Rosita y me comentó que la había enternecido vernos juntos, bailando.
Mientras le hablaba él me lamía la cara y me hacía ruidos y había entre nosotros una atmósfera que la hacía pensar en una pareja de viejitos que conversan en un idioma que sólo ellos dominan.
Una vez mi hermana nos llevó una perrita llamada Chiqui para que se cruzara con Hawker. Estábamos en la sala cuando llegó la visita y Hawker salió a saludar como siempre solía hacerlo. La perrita entró a mi sala, me miró y hubo un flechazo, ella me pidió los brazos y la cargué. En ese momento Poshó nos miró. Se metió bajo un sofá y le declaró la guerra.
Chiqui es una Yorkie excepcional. Hembra de muchos recursos no duda en resolver problemas y salvar obstáculos. Se apoderó de mi casa, de mi cama y de mí. No permitía que nadie se me acerque, especialmente Hawker y el pobrecito, oculto bajo algún mueble, seguía con honda infelicidad los movimientos posesivos de esta flaquita terrible.
Para promover el cruce los encerramos en mi escritorio, poniendo dos mesitas como obstáculo. Chiqui, más pequeña que el Poshó, se paró en dos patas, empujó una mesita y entraba y salía como Pedro por su casa. Hawkercito en cambio, gemía su desdicha en una esquina y cuando vino mi mami de visita la urgía con desesperación: «¡Por favor ayúdame, no puedo escapar!»
Intentamos cruzarlo otras dos veces, con apoyo de veterinarios, pero todo fue en vano. El pequeño no quería saber nada de perritas y como era tan aficionado a las almohadas mi mami sugirió que en el futuro le pusiéramos una funda a la Chiqui a ver si de esa manera superábamos el problema.
Jamás le dimos importancia al hecho de que Hawker no tuviera crías, pero creo que cometimos un error. Ahora que mi Poshó no está, daría mi vida por tener un cachorro igual a él.
Hawkercito II murió hace quince días. El domingo se puso mal y a pesar de los esfuerzos del doctor Cavero, falleció el Lunes 11 de diciembre de 1995.
Su partida ha sido una tragedia. El primero en lamentarla fue mi papi. Me dijo que no debía tener ya más perros porque uno sufre demasiado cuando mueren. Mi respuesta fue que Hawkercito me haría llorar una semana, sufrir meses… pero me había dado a mí y a todos, ocho años de maravillosa alegría. Si tuviera que sufrir ocho años por ello, lo haría con mucho gusto.
A todos nos dio algo: a mi mami que lo quería y lo cuidaba le dio mucha compañía, sin cargosería porque es lo que ella más aprecia. A mi hermana Armida le dio la amistad de quien sólo da y nunca pide nada. A mí me brindó un extraordinario cariño por el cual siempre estaré sorprendida y agradecida.
Desde que murió, llegar a mi casa es una tragedia, no quiero tocar el claxon y no quiero ni mirar el parque. Cuando apago la luz de mi cuarto espero oír sus uñitas en el piso y su rutina de «no puedo subir». Cuando trabajo hasta tarde me volteo y miro su canastilla vacía. ¡Faltaba tan poquito para que viniera a su querida playa y a los amorosos cuidados de su abuelita! Y cuando estamos en Ancón me volteo inconscientemente a mirarlo cómo toma su baño de sol en la terraza o espero oírlo raspando la puerta del baño para que lo deje entrar. Se ha ido, como dice Miriam, a ese jardín donde algún día nos volveremos a encontrar.
Pero en medio de mi tristeza lo que más me duele es haber perdido años de su cariño tratando de compararlo con mi otro Hawker. Mi Poshó ha logrado que entienda que cada ser es diferente, merecedor de amor y de respeto por ser diferente. Hawker II no fue nunca Hawker I y me alegro que así fuera. Ambos están en mi corazón para siempre y tengo con ellos una deuda eterna por todo lo que me dieron y todo lo que me enseñaron.
Diciembre 1995