La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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MUDANZA

MUDANZA

A mamá la bautizamos Yesenia cuando se hizo popular, en los años 70, una telenovela sobre una gitana. Y merecido era el nombre porque mi familia se ha mudado 20 veces, que yo recuerde, y parece que el asunto es contagioso.

Yo dejé la casa de mis padres a los 27, y me fui a Pueblo Libre cuando trabajaba de día en Corpac, en el Ministerio de Industria y Turismo, y estudiaba de noche en la ciudad universitaria de San Marcos.

Cuando me casé vivimos en el umbroso y húmedo Barranco y cuando nació mi hijita nos mudamos a lo que había sido la hacienda Higuereta, un barrio grato, soleado y seco.

En 1996, ya divorciada, mi hija y yo nos mudamos a casa de mis padres en San Isidro y dos años después me casé con un belga y vivimos en Flandes 12 años.

El viaje de regreso a las raíces fue la primera mudanza que hice sin ayuda de mi familia.

Si mudar es variar de aspecto, así como los animales mudan su pelaje,  y los adolescentes cambian de voz ¿mudamos acaso nuestros corazones? ¿O sólo transferimos nuestras pertenencias a otro sitio?

En todo caso la mudanza es un motivo para irnos desprendiendo de lo superfluo, de lo innecesario, de lo que ya no nos resulta útil.

Pero  también se presta para darle un repaso a nuestra historia y para volver a abonar nuestra memoria, cada día más frágil y veleidosa.

Releemos cartas, tarjetas, apuntes, poemas. Desempolvamos sonrisas, suspiros, lágrimas. Desenterramos fotografías que probablemente volverán a dormitar en un baúl o en un cajón hasta que alguien tenga el valor o el desamor de botarlas cuando nos entierren.

Los discos, adornos y libros tienen otro trato, rara vez se descartan. Viajan al nuevo hogar para actuar como cortinas que nos escuden o como el capullo que nos protege y nos da identidad en un nuevo territorio. Nos mudamos con bulla y todo.

En Bélgica los ancianos dejan su hogar porque se mueren o porque los internan en institutos geriátricos a esperar la muerte. Sus familiares apenas conservan uno que otro objeto valioso. El resto se lo lleva un camión de la Beneficencia que cobra 100 euros por vaciar la casa. Todos los enseres acopiados y cuidados a lo largo de vidas muy largas van a las tiendas estatales de segunda mano, donde son vendidos a  precios irrisorios.

En esos grandes almacenes, frecuentados por inmigrantes y por belgas pobres, encontramos monturas de anteojos, sombreros, bastones, pequeños trofeos de pesca o petanque, figuritas de biscuit, delicadas latas de chocolates, juegos incompletos de copas, enciclopedias antiguas.

También vemos, arrumados, grandes retratos enmarcados, con rostros solemnes en sepia, que tal vez el día que posaron soñaban perennizarse en los salones de sus biznietos. ¡Si supieran que hoy  compran sus fotografías artísticas sólo por el marco!

Y me pregunto qué hará mi hija con los retratos de mis bisabuelos, con los pecosos recortes que me legó mi abuelita paterna, con las cartas testimoniales y filosóficas de mi papá.

¿Qué hará con sus dientecitos canjeados con el ratón? ¿y con los dientes de leche de mis cachorros que tantos grititos provocaron? ¿y con los mechones sedosos de mis mascotas, que secaron mis lágrimas y que hoy pueblan mi velador para espantar a la soledad?

 

Junio 2014 Yolanda Sala Báez