La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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LA CAZA DEL CÓNDOR

LA CAZA DEL CÓNDOR

En el Yawar Fiesta el cóndor, atado al lomo del toro y abierto de alas como un gran señor, le picoteaba las carnes ensangrentadas. El mundo al revés se corregía en el encuentro del toro español y el cóndor andino.

—¿Y cómo fue que usted dio caza a este cóndor para el Yawar fiesta, compadre Remigio? —preguntó Julián, que sería el mayordomo de esa fiesta el año siguiente y quería quedar bien.

Don Remigio, enjuto y arrugado, pero ágil de mente y movimientos, alzó la mirada como buscando recuerdos en las nubes.

Le simpatizaba Julián que lo había hecho padrino de su primer hijo y trabajaba a conciencia en su chacra. Tenía buenas ideas, era generoso, cuidaba bien a sus animalitos y no zafaba cuerpo cuando había que pasar cargos y cumplir tareas en la comunidad.

—Es todo un arte compadre. Te lo voy a contar: En primer lugar lo que hay que hacer es ir buscando con paciencia un burro o un caballo viejo, mejor si está enfermo. Para eso hay que estar bien atento, hay que oír las conversaciones a la salida de la misa, en el mercado, en la plaza, y sobre todo, en la cantina. Lo importante es que todavía el animal pueda andar, y ¡no poco! Tiene que trepar una gran montaña, recuérdalo bien.

En segundo lugar hay que hacerse de un pisco bueno, fuerte, pero ha de ser pisco. Nada de ron, ni cañazo ¡nones! Pisco ha de ser. El cóndor es un dios y es un dios peruano. Así que pisco ha de ser.

En tercer lugar necesitamos una manta o un poncho de bayeta. Ha de ser muy gruesa, dura la lana, tupida, bien tupida. No me mires así compadre, que no es para abrigar al cóndor; es para protegernos el brazo. Si el pico del cóndor llega a atravesar la bayeta el veneno te agarra de todas maneras. Y es una agonía lenta, eterna. Lo he visto con estos ojitos.

—¿Un dios venenoso? —se extrañó Julián.

—Es un ave rapaz que come carroña nomás, compadre. No es un ave cazadora. Se alimenta de carne podrida. Su pico está envenenado. ¿A ver, qué más? ¡Pucha, ya me olvidé! …A mis años la memoria ya comienza a coquetear con el olvido, así que trata de no interrumpirme mucho. A ver… ¿de qué estaba yo hablando cuando me distraje? ¡Ah, sí! De lo que hay que llevar al cerro para cazar al cóndor: se precisa harto pienso, comida, coquita y agua para varios días. Nada de trago para nosotros, porque hay que estar bien sobrios, esto es algo muy serio.

Y bueno pues, se reza y subimos al Apu, el nevado más grande y majestuoso que tenemos. Bien alto hay que subir, no es un cerro cualquiera, pero no hay mucho apuro, así que se puede hacer a paso tranquilo. Al llegar arriba se le da harto pienso al burro enfermo.

—¿Pero cómo, no que estaba muy enfermo?

—Por eso mismo, para que reviente y se pudra rápido. El olor que despide es tan fuerte que el zorro, socio del cóndor, lo huele al toque y le avisa al ave. El cóndor es desconfiado, espera que el zorro le hinque el diente al burro para estar seguro de que está bien muerto y se lo deje despanzurrado, listo para el banquete.

—¿Y entonces?

—Lo dejamos al cóndor que coma, que trague hasta que se harte. Silenciosos hemos de estar, sin movernos.

—¿Y la cacería toma mucho tiempo en total?

—En total son varios días. Pero paciencia nomás hay que tener.

Cuando el cóndor se aleja del burro, ahí es donde entramos todos a tallar. Lo rodeamos y gritamos, agitamos los brazos y hacemos mucha bulla.El cóndor es muy zamarro. Tratará de meterse la pata en el pico.

—¿Y eso para qué compadre?

—Para vomitar pues, ¿no ves que está tan lleno y pesado que no puede alzar vuelo? Si vomita se aligera y lo perdemos; tanto trabajo habrá sido por las puras. Así que hay que rodearlo rapidito y cubrirlo con un poncho grueso.

—¿El de bayeta?

——No, con ese llevas envuelto tu brazo derecho. Usas otro, pero también ha de ser grueso y tupido. ¡Protege bien tu brazo Julián! Entonces le hablas. Bonito le hablas. ¡Es un dios! Y cuando abra el pico yo lo sujeto cuidando mi brazo mientras que tú, como mayordomo, le metes el pisco en el pico. Has de hacerlo con cuidado, con valor y con respeto.

—¡Ah carajo, compadre! Eso yo no lo sabía. ¡Ni idea tenía de que yo debo emborrachar al cóndor! ¡Si no, no hubiera aceptado ser mayordomo!

—Pero ya aceptaste compadre. Caballero nomás…

Después ya todo lo demás es fácil, de bajada nomás es. El cóndor va tranquilo, bien comido y bien borracho. Hace su siesta como un cristiano.

El resto lo hacen otros. Lo atan con tiras de seda, lo ponen en el trono para que reciba los honores, para que la gente lo adore, le cante. Otros son los encargados de amarrarlo en el lomo del toro … Ahí tú disfrutas con todos los demás y como mayordomo atiendes bien a tus invitados.

Cuando termina el Yawar Fiesta hay que llevar al cóndor de vuelta al cerro. También tienes que estar en la despedida.

Se le lleva al mismo sitio donde lo capturamos. Ahí se le da las gracias y se le deja ir.

—¡Vaya tarea don Remigio!

—Sí pues, no es tan fácil. Pero solo a ti te diré un secreto compadre: ¡Ya van tres fiestas que atrapamos al mismo cóndor!

—¿Y cómo sabe que es el mismo?

—Por los restos de seda en sus patas

—¡Ah caray! ¡Entonces no es un dios tan zamarro que digamos!

—Claro que sí lo es, compadre. Lo que pasa es que le gusta el pisco.

Agosto 2014 Yolanda Sala Báez


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THREE WIDOWS

THREE WIDOWS

«Dicen acá que

loque se lleva de esta vida

es la vida que se lleva«

 

(«We say here that when you die

the only thing that you take with you from the life you had,

is the kind of life you had»)

 

 

 

Lutgarde

They couldn’t have been more different: she was blonde, overwhelmingly talkative and expressive, hyperactive and nervous, always a bit angry (or so I thought because her language: Flemish sounds abrupt to Latin ears). He was dark, upright, calm, invariably silent although his curious eyes recorded and collected everything he saw; cautious and shy he replied to his wife’s long speeches with a laconic ‘yes’ or, worse, an ‘uhum’.

It was their first big trip abroad, to Peru from their distant Flanders, and although he seldom smiled -to his hosts’ concern- his agile mind carefully translated all the explanations and he videotaped the images of such an alien, exotic and incomprehensible world.

And so what had to happen happened, in Iquitos riding on a moto-taxi (a trip that probably seemed more surreal to them than the extravagant modern paintings in Belgian museums) the blonde nurse and the dark haired mechanics teacher got separated from the rest of their group. As always happened with this couple of extremes, she wanted to look for her group in Belen market walking towards the river, while he stubbornly tried to take his chances by walking in the opposite direction.

This drama had a happy ending and today we can laugh about it, but I shall never forget the face of their hostess, my 14 year old daughter, who sensibly suggested they take a taxi and go back to the hotel while both characters insisted ongoing their own ways.

At that time I did not know that Herman had cancer, that he had undergone terrible treatment and that his doctors thought he only had five more years to live. Only a challenge as definitive as this could take him away from his safe routine, his narrow limits and well-known territory to go on such a long trip.

Although in public his rigid silence made him look like his talkative wife’s subordinate, he was really a very hard working man, who worked like a devoted ant, quietly organising, planning, regulating and implementing a series of routines and rituals at home that had his house functioning perfectly. But in that efficient network of solutions, that seemed to appear effortlessly and unprompted, was his wife, taking it all for granted and enjoying life and love with him.

I was near them when cancer struck again, its predictable pain was so great that his doctor, with brutal frankness, told him his real chances: they could process him again, isolate him and bomb him with chemotherapy or leave him alone. With great strength she uttered the only sentence capable of shaking him out of giving up: he had to fight for his family. And that is what he did.

In the subsequent months we saw him bloat and lose weight, lose his hair and suffer greatly, but he took some breaks during the non-treatment periods and enjoying a Pisco Sour he remembered Machu Picchu while his wife talked to him.  We went out together, for dinner and for walks, he never left his job, his routine, his jogging or his students. As his brother rightly said, Herman fought death in the same way he always lived, with an agenda in his hand.

I could not possibly identify the voice that phoned one night. The husky whisper of an exhausted animal could not have seemed more alien, and yet it was Lutgarde. There had been some very severe unforeseen complications in the treatment, and her husband would die at any moment.

It is not easy to describe how couples in Flanders live, I have lived here for 12 years and am still surprised by it. It is charming to see couples, of all ages, always hand in hand, white-haired accomplices, absolutely egalitarian in their relationships, sharing their money -so hard earned- on small luxuries and pleasant outings together, on carefully planned trips, on bike tours, in theatres and parks, giving themselves completely in this exclusive type of love; always together.

There is no place for widows in Flanders, their solitude knows no bounds, and they do not have the extended family network that we Latin-Americans do. They bring up their children to be strong and self-sufficient and when they fly the nest their independence is total, with their parents and their parent’s parents before them.

The funeral proceedings really surprised me. All the detailed decisions of the ceremony were made serenely, in front of an undertaker armed with a modern laptop and an elegant catalogue. The widow and her daughters carefully and imperturbably chose the type of coffin, the text that would be on the cards and letters, the flowers, the crematorium, the location and date the funeral would be held.

I remembered a warm afternoon many months earlier when my cheerful husband had explained to me that because of the busy lives led by people in Flanders, funerals usually take place long after a person has passed. When I asked him what happened then, if the widow or the children wanted to accompany the dearly departed, he raised his enquiring eyebrow in astonishment and asked me: «why?! Why would they do that?!” – “To be with him!”–“… … well” (not very convinced that such a thing should happen) “then I guess they would go to the mortuary, take him out of the freezer, look at him and put him back in the freezer.” I mentally compared this with the Latin-American wake where the whole family accompanies the dearly departed, we touch him, we caress him, we pray for him, we look at him while in the background the gathering gets underway and becomes worldlier as the night draws on.

Until the day of the funeral Lutgarde went by train every day to the mortuary of the hospital to be with her husband, to ask him why he had gone like that, why he had left her so alone, why hadn’t he told her how much he loved her before he died, why had he not left her instructions to follow for this eventuality, why, why, why, why? ………

In the mass my husband paid his brother of 55 years old a precious, just and sincere homage. She was there, shrunken in her tragedy, with her blonde hair shining over the sorrow of black, she stood there, straight and solemn, emitting few but precise words of greeting and thanks, ethereally calm and wrapped up in that veil of the brewing storm that you perceive around a woman being strong in the face of fatality. Because Flemish women pride themselves on their strength, they despise the shame of crying in public, they appreciate the moral value of hiding their sorrow, and they scorn self-pitying tears. They are brought up to be stoic; they withstand great blows with the strength of a man.

After the funeral, sorrow was unleashed at home and she became ever more shrunken, while the husky whisper settled in her throat. She dragged her feet around her empty house, trying to find Herman’s voice, his footsteps, smelling his clothes, invading his side of their bed with relentless hope during the sleepless nights. At night her ice-cold house remained dark, during the day the curtains remained drawn and the living room was black, her plants wilted, dust began to settle and the kitchen was almost never lit.

Soon enough problems started arriving and he was not there. Then she understood the depth of her solitude. She could not regulate the heating while the temperature reached 10 degrees below zero; she had no idea where the bills were, where the cheque book was, how much she should pay for the funeral nor where that money would come from. She could not even change the recorded message on the answer phone where Herman’s voice astonished the callers with his short, precise message. The refrigerator began to stop working, bills kept coming, she began to panic.

Until the day she decided to light the fire in the fireplace. A titanic task that she had seen the efficient Herman undertake each winter. Xmas was getting closer and, almost lost behind the wheel of his car (a car she never drove before because Herman was her driver); she went to search for firewood.

We went to see her at Xmas. Her house was shining, so clean and cosy, with cushions decorated with Xmas drawings, the phone message had been changed, all the bills had been paid. She had beautiful Xmas decorations and she proudly invited us to sit near her fire where huge blocks of wood were burning.

All evening she combined nice, friendly chat with spirited trips for more firewood and she tended to the fire with professional style and a huge asbestos glove. Her golden hair fell over a fuller face, back was her assertive and lively voice, and she calmly showed us her duly paid and filed bills. Whenever she asked for an opinion it was always to confirm her own judgment over possible savings and bank transactions.

Sometimes sadness returns in all her strength and I know it from her exhausted whisper which conveys her sorrow to me. In the intermediate language in which we communicate she encourages me to travel more with my husband: dear friend, life is too short, I know -she says and her voice breaks down. But Lutgarde is a wonderful Flemish woman, she is a fighter and has taken the reins of her own life in her hands; besides, she now has a grandchild.

IONARA

When we travelled to Rio we were asked to visit my sister’s brother in law who was about to marry a Brazilian girl, and it was a pleasure to see them together. She was lively, talkative, with an internal beauty that escapes through her eyes and greets life with a big smile. He looked at her adoringly and, although smiling and calm, sometimes he said something ironic about her or women in general. She was always the engine that moved him to study; she set him goals and encouraged him to meet them, always with a cheeky smile and always offering him the shelter of her great love.

When they visited Lima together with their little children the looks they gave each other were magnetic, the slightest touch of their hands when near each other sent vibrations that everybody could feel. In front of others she adopted a secondary place, saying ‘yes’ to everything he said, proposing topics that showed him in a good light. Very rarely did she crack a joke but when she did it was in a spirit of tenderness and love. When she chatted with other women his eyes followed her with passion and with the shining love that in more than 20 years together never lost its lustre.

We admired her so much! A full time gymnastics teacher, she also travelled to buy handicrafts in Peru and always found admiring buyers for them in Rio de Janeiro; she bought a little wagon to take tourists to the main sites in Rio too. She was always active with at least two jobs but she never left her children unattended and she was always there for her husband. She was ever happy and unaffected.

“Carlos has cancer and we have come to look for any medicine”, she told us. Having exhausted chemotherapy, the expert doctors, the hospital corridors of formal nightmare, they were searching for anything that could give them hope. In Peru they found Cat’s Claw and others suggested homeopathy, Carlos took everything and did everything he was told to do; thus he lived for many years.

Last year at a luncheon in Lima he looked so well! He was even a touch overweight and he spoke to us of their plans: their children were grown up and had their futures clearly mapped out. He and Ionara were building their house and they wanted many guests, that was their life dream. In the midst of her ever-active life she was planning the decoration of their nest with things bought on all her trips, while he did the drawings for the layout of the house, decided on the spaces he needed to do his hobbies late in life.

Some months later my niece phoned me to say that she was travelling to Rio, her uncle Carlos was dying in hospital. Thanks to her I learnt the details. I wrote to Ionara, I phoned her, but nothing could replace the sisterly hug that I needed to give her.

I learnt that when Carlos was in the hospice/hospital for the terminally ill, Ionara had enrolled as a volunteer to be closer to him and take as much care of him as possible. In spite of her active and restless personality, she managed to organize her jobs of director, instructor and trainer very well in order to be able to devote all her time to him. She put herself in the hands of her faith and felt peace because Carlos never complained of pain.

Carlos’s whole Peruvian family was there. With their strong northern male voices and their eternal jokes they all tried to alleviate his departure, as men do, as should be done.  Carlos was 55 years old. When he passed away, back came his childish features and they all had photos taken with him. They tried to help with the paper work while Ionara decided where the immediate funeral should take place and took care of her many guests, stealing a few minutes, here and there, to be alone with her husband, hold his hand, touch his hair, and bathe him in the tenderness of a happy life together.

Worried for her children and her guests and praying to San Expedito to give her resignation she stumbled through those hours, somehow through the mist of all the tiny tasks that had to be done. Ionara answered my letter with a beautiful letter in Portuñol (half Portuguese, half Spanish) and I share it here with you: «We say here that the only thing you have from life when you die is the kind of life you had» ……… «Carlos is no longer with us and this is something that you feel all the time. I think of him many times a day, things remind me of him, of all the things we did together and now things are different, it is no longer the way it was before. I still cry a lot, at home, at work, when am driving or walking in the street, it is not easy, it is not easy. Now I take care of the paper work at home and am taking over the construction of our house. I have to do what Carlos used to do: buy the building materials, talk with the construction workers, study what is best to do at home, that is, everything that is needed to complete our house … … … I think … … … I am going to work a lot, I am going to finish our house, I am going to do this, I am going to do that and everybody thinks I am very strong, that I am a strong woman that can bear it all. But it is not so, my friend, inside my body I am broken up into tiny pieces. Some days I wake up and wonder, why? What is the reason? Why can’t I enjoy the grace of life anymore? Why don’t I have the will to do anything? Why? Why? Why? And why?

If I did not have the company of my family, the family of Carlos and my friends, all of them so marvellous, I would be like an idiot right now, because it is a feeling that is stronger than me. I could not control myself ……………… I was lucky to have so many members of our families near me, they gave me strength, and I hope that all the Peruvians that were here also felt that we wanted to take care of them with love, friendship and hospitality. We had dreamt so often of the inauguration of our home with all our family and friends and see! See! How it was that we could get them all here together!

Thus, my friend -she said to me- enjoy yourself as much as you can with your husband. Don’t waste time on silly fights, a minute lost in life is a minute lost forever. Life is too short, now I know it well.

Ionara’s children left to start their adult lives and I know that Ionara has visited my country looking for formal trade contacts to export handicrafts. I long to see this strong woman, who is so tender, who is so vital, that can cry in public because she knows that tears help wash sorrow from your heart.

CRISTINA

I grew to know her year by year and each time I admired her more. Full of dreams and armed with the strong will to reach them, she spent her days painting life and drawing passions. She seemed so unreachable; when boys flirted with her she baffled them with her replies, in a language so personal that nobody could understand her. Her body was so fragile but her spirit was so strong and we all knew that she was destined to have a future that would break all moulds. If anyone could make her dreams come true, it certainly was Cristina.

When she introduced me to her husband I felt a dense cloud around him, he was not a good man, and I could feel it. But he was a very bright man who understood her language and guided her through dark mazes in life.

It was painful to see this evolve, my friend was vanishing, losing her light, her mediaeval armour of fairy and knight became rotten and sour, she lost confidence in herself, she rejected her old dreams.

From his almighty height he started to build fences all around her and at the beginning she fought them back but at some point in time during their life together she stopped fighting. I don’t know how he did it but our plastic Cristina started to abandon herself, like a beautifully decorated purple candle with golden angels and curls that burns and gets gradually flat, melting in wrinkled grotesque mouths, that expand until they are plain and dead, it was so sad.

She gave in to all his whims, he alone was always right, she avoided accepting the truth, she isolated herself. She put metal plates on the fences that he built around her. She lived only for him and she discarded her inner self.

She would follow no advice, she would accept no encouragement to leave him, and her sense of duty was as hard as oak, That man was her husband and she would never leave him. She would not understand that love is about making each other happy, nothing more, and nothing less.

Maybe our culture celebrates uncritical and blind obedience, and we are unaware that it can castrate; a machista upbringing that emphasises sacrifice -almost always in only one direction- and promotes serfdom; a sadistic education that blackmails a child ‘who probably does not eat because he does not love his mother’ or feeds children in excess because ‘there are so many children who suffer hunger’ and in that way we bring them up among the slimy sense of guilt, red shame caused by others and grey endeavours to be punished. But forever, depending on our supreme maternal power to solve their problems, curtailing their free choice day after day and we continue this chain with our daughters, generation after generation, one after the other and the next, until the infinite shout of anger.

And then we wonder awake: why are we like sheep? Why don’t we rebel? Why do we take all this humiliation? Why? Why? Why? Why?

The roles of Cristina and her husband followed a well trodden path. He ruled, she pleased him; he shouted, she begged; he ordered, she prayed. When, on very few occasions she seemed to wake up, their personalities crashed with the same intensity but it was always she who gave up.

When I urged her to leave him, to fight for her own happiness she repeated, with a monotone voice, the wise sentence of a general: We are trained for everything in life, my friend, except for the most important things: to be happy, to be parents, to get old, to become pensioners, and to die.

One day, as had happened so often before, her husband did not come home, but this time the voice of a woman called her from a hospital to announce that after a serious accident he was in the emergency ward.

Tormented by doubt and sorrow she arrived just in time to see him die and then she locked herself up in silence and blackness. She refuses to see any friend, she does not answer the phone, she does not reply to any letter. It has been more than a year now and nobody has seen her, not even once.

I was not close to her then and am sorry for that, a woman with such sensitivity needed her real friends around her at that time. I wonder if at 55 she still has the time and strength to break down the metal fences around her and to recover her mediaeval dreams and I hope she does ………… because life is very short as Ionara knows; as Lutgarde knows.

I hope that she will embrace what Marti once said: «we are all born to be happy».

Being happy is not a sin.

Friend


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Qué Bárbara

Qué Bárbara

Alegre, llenita, piel canela, curvas suaves, voz ronquita; ojos con antojos: a veces celestes como el cielo de un verano envejecido. Otras veces violeta como el mar que abraza al sol cansado.

El padre era un guitarrista de Chincha y la madre una voluntaria de Illinois. Gracias a su madre pudo entrar legalmente a Estados Unidos cuando terminó sus estudios.

Bárbara era tenaz – como su madre – y llegó a Nueva York, su meca. Amigos de amigos de otros amigos le consiguieron empleo limpiando oficinas en un banco y Bárbara trabajó de día y estudió de noche con el mismo entusiasmo con que bailaba landó.

En sus primeras fotos vestía, como siempre, de alegría y su melena enrulada resaltaba entre las cabezas oscuras de sus sonrientes colegas.

Al graduarse postuló a un cargo en el mismo local donde había barrido. “Al toro por las astas” era su lema; y la contrataron.

Bárbara, de rulos rebeldes, caderas musicales y sonrisa fácil, compartía entonces un departamento con una brasilera, dos canadienses y su mejor amigo: Ben, un vietnamita que hacía delivery con su camioneta.

Un cliente del banco dio un vuelco a su cartera de inversiones sólo para tenerla de asesora. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería y puso a la Latina en su mira. Le hizo la corte hasta que Bárbara cedió.

De ahí en adelante las fotos de Bárbara nunca más fueron en grupo, siempre sola, con poses y ropas que se notaban ajenas. Ternos grises, anteojos de carey. En su última foto estaba irreconocible: adiós curvas, falda austera, polo negro, pelo lacio y tristón, y además ¡estaba rubia! La sonrisa se le había escapado, parecía irritada con el mundo.

El novio la conminó a irse con él a Nebraska. Barbie (era ya su nuevo nombre) no estaba muy convencida pero había perdido su independencia y accedió.

Ben se comprometió a llevarle sus pocos muebles en la camioneta y llegó un martes por la noche a la nueva dirección postal de Barbie.

Era una residencia enorme y aislada, llena de luces de neón, en una colina donde moría una trocha angosta y mal iluminada.

Un estruendoso concierto de violines histéricos con piano marcial, impedía que se oyera el timbre. Ben
inútilmente tocó el claxon, gritó, golpeó la puerta.

El teléfono de Barbie no respondía, acudió a la estación de policía más próxima y expuso el problema.

El sheriff lo escoltó en el patrullero y con un megáfono se hizo escuchar. Se apagaron las luces, se silenció el concierto, sonaron metales y puertas.

El sheriff insistió en que abrieran.

Abrió la puerta el novio de Barbie, con un delantal de plástico salpicado de sangre y una mirada helada, impregnada de resignación y fastidio.

El cuerpo cimbreante, suave, rítmico de Bárbara yacía en trozos, ordenadamente dispuestos en el jardín, listo para ser sepultado.

Agosto 2014-08-19 Yolanda Sala Báez


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LA CAZA DEL CÓNDOR

LA CAZA DEL CÓNDOR

En el Yawar Fiesta el cóndor, atado al lomo del toro y abierto de alas como un gran señor, le picoteaba las carnes ensangrentadas. El mundo al revés se corregía en el encuentro del toro español y el cóndor andino.

—¿Y cómo fue que usted dio caza a este cóndor para el Yawar fiesta, compadre Remigio? —preguntó Julián, que sería el mayordomo de esa fiesta el año siguiente y quería quedar bien.

Don Remigio, enjuto y arrugado, pero ágil de mente y movimientos, alzó la mirada como buscando recuerdos en las nubes.

Le simpatizaba Julián que lo había hecho padrino de su primer hijo y trabajaba a conciencia en su chacra. Tenía buenas ideas, era generoso, cuidaba bien a sus animalitos y no zafaba cuerpo cuando había que pasar cargos y cumplir tareas en la comunidad.

 

—Es todo un arte compadre. Te lo voy a contar: En primer lugar lo que hay que hacer es ir buscando con paciencia un burro o un caballo viejo, mejor si está enfermo. Para eso hay que estar bien atento, hay que oír las conversaciones a la salida de la misa, en el mercado, en la plaza, y sobre todo, en la cantina. Lo importante es que todavía el animal pueda andar, y ¡no poco! Tiene que trepar una gran montaña, recuérdalo bien.

En segundo lugar hay que hacerse de un pisco bueno, fuerte, pero ha de ser pisco. Nada de ron, ni cañazo ¡nones! Pisco ha de ser. El cóndor es un dios y es un dios peruano. Así que pisco ha de ser.

En tercer lugar necesitamos una manta o un poncho de bayeta. Ha de ser muy gruesa, dura la lana, tupida, bien tupida. No me mires así compadre, que no es para abrigar al cóndor; es para protegernos el brazo. Si el pico del cóndor llega a atravesar la bayeta el veneno te agarra de todas maneras. Y es una agonía lenta, eterna. Lo he visto con estos ojitos.

—¿Un dios venenoso? —se extrañó Julián.

—Es un ave rapaz que come carroña nomás, compadre. No es un ave cazadora. Se alimenta de carne podrida. Su pico está envenenado. ¿A ver, qué más? ¡Pucha, ya me olvidé! …A mis años la memoria ya comienza a coquetear con el olvido, así que trata de no interrumpirme mucho. A ver… ¿de qué estaba yo hablando cuando me distraje?  ¡Ah, sí! De lo que hay que llevar al cerro para cazar al cóndor: se precisa harto pienso, comida, coquita y agua para varios días. Nada de trago para nosotros, porque hay que estar bien sobrios, esto es algo muy serio.

Y bueno pues, se reza y subimos al Apu, el nevado más grande y majestuoso que tenemos. Bien alto hay que subir, no es un cerro cualquiera, pero no hay mucho apuro, así que se puede hacer a paso tranquilo. Al llegar arriba se le da harto pienso al burro enfermo.

—¿Pero cómo, no que estaba muy enfermo?

—Por eso mismo, para que reviente  y se pudra rápido. El olor que despide es tan fuerte que el zorro, socio del cóndor, lo huele al toque y le avisa al ave. El cóndor es desconfiado, espera que el zorro le hinque el diente al burro  para estar seguro de que está bien muerto y se lo deje despanzurrado, listo para el banquete.

—¿Y  entonces?

—Lo dejamos al cóndor que coma, que trague hasta que se harte. Silenciosos hemos de estar, sin movernos.

—¿Y la cacería toma mucho tiempo en total?

—En total son varios días. Pero paciencia nomás hay que tener.

Cuando el cóndor se aleja del burro, ahí es donde entramos todos a tallar. Lo rodeamos y gritamos, agitamos los brazos y hacemos mucha bulla.El cóndor es muy zamarro. Tratará de meterse la pata en el pico.

—¿Y eso para qué compadre?

—Para vomitar pues, ¿no ves que está tan lleno y pesado que no puede alzar vuelo? Si vomita se aligera y lo perdemos; tanto trabajo habrá sido por las puras. Así que hay que rodearlo rapidito y cubrirlo con un poncho grueso.

—¿El de bayeta?

——No, con ese llevas envuelto tu brazo derecho. Usas otro, pero también ha de ser grueso y tupido. ¡Protege bien tu brazo Julián! Entonces le hablas. Bonito le hablas. ¡Es un dios! Y cuando abra el pico yo lo sujeto cuidando mi brazo mientras que tú, como mayordomo, le metes el pisco en el pico. Has de hacerlo con cuidado, con valor y con respeto.

—¡Ah carajo, compadre! Eso yo no lo sabía. ¡Ni idea tenía de que yo debo emborrachar al cóndor! ¡Si no, no hubiera aceptado ser mayordomo!

—Pero ya aceptaste compadre. Caballero nomás…

Después ya todo lo demás es fácil, de bajada nomás es. El cóndor va tranquilo, bien comido y bien borracho. Hace su siesta como un cristiano.

El resto lo hacen otros. Lo atan con tiras de seda, lo ponen en el trono para que reciba los honores, para que la gente lo adore, le cante. Otros son los encargados de amarrarlo en el lomo del toro … Ahí tú disfrutas con todos los demás y como mayordomo atiendes bien a tus invitados.

Cuando termina el Yawar Fiesta hay que llevar al cóndor de vuelta al cerro. También tienes que estar en la despedida.

Se le lleva al mismo sitio donde lo capturamos. Ahí se le da las gracias y se le deja ir.

—¡Vaya tarea don Remigio!

—Sí pues, no es tan fácil. Pero solo a ti te diré un secreto compadre:  ¡Ya van tres fiestas que atrapamos al mismo cóndor!

—¿Y cómo sabe que es el mismo?

—Por los restos de seda en sus patas

—¡Ah caray! ¡Entonces no es un dios tan zamarro que digamos!

—Claro que sí lo es, compadre. Lo que pasa es que le gusta el pisco.

 

 

Agosto 2014                                                      Yolanda Sala Báez


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LA SEGUNDA HIJA

La segunda hija

 

El primer parto duró tres días. Era 1950, la cesárea estaba a nivel de primer borrador y, pocos se atrevían a practicarla. Además en esa época se esperaba que las madres padecieran, sólo así podrían ser buenas mamás, criarían bien a sus hijos, aprenderían a soportar el dolor porque las mujeres hemos venido a este mundo a sufrir, así era la creencia.

El médico habló con el angustiado padre primerizo que venía directamente de la base aérea de Las Palmas, donde había sido jefe de  guardia. Papá era capitán y aún estaba con su uniforme caqui, casaca de cuero, pistola y botas.

Interiormente vestía una pesada preocupación por el sufrimiento de su joven esposa y un prolongado cansancio.

El doctor, sudoroso, lo miró a los ojos y le dijo:

—Me temo que este parto presenta graves complicaciones. El bebe está en mala posición, es muy grande y su esposa es muy estrecha y primeriza. Contamos con un excelente plantel pero con poco optimismo. Así que debo preguntarle, Capitán: si tenemos que elegir ¿a quién salvamos, a la madre o al niño?

Papá atravesó al obstetra con esa mirada tan suya, que atemorizaba. Sus ojos color granadilla con destellos dorados perforaban el alma y doblegaban la voluntad de sus interlocutores.

Desenfundó su pistola y contestó sin alzar la voz:

—Salve a los dos o lo mato.

Así nací yo. Mi madre tardó en recuperarse y quedó traumada con mi nacimiento.

Mi padre quería un hijo hombre, tal vez porque había terminado recientemente la segunda guerra mundial que causó alrededor de 35 millones de muertes y había una urgencia primitiva, instintiva de repoblar el mundo. Además en una sociedad machista como la nuestra lo importante era tener hijos hombres.

Cuando mamá salió nuevamente encinta habían pasado cuatro años, yo reinaba incontestable en nuestro hogar. Mi padre me adoraba, mis tías, tíos, primos y primas me engreían; yo era la muñeca de mi madre y de mi abuela materna.

El segundo parto fue igualmente complicado pero esta vez el doctor Gordillo ya tenía más dominio de la cesárea y papá no tuvo que sacar a relucir la pistola.

Cuando llegó al hospital y vio a la criatura recién nacida sonrió feliz.

— ¡Mi hijo! ¡Es igualito a mí!

No, Mayor, es una niña —lo corrigió la enfermera.

Al salir de la sala de recuperación mi madre recibió como saludo una mirada acerada:

— ¡Otra hija mujer! ¡Otra chancleta! Como no me des un hijo hombre me divorcio.

Mi hermanita nació con una hernia insidiosa y durante sus primeros meses no hacía sino llorar.

La llamaron Marina por la hermana de mi abuelita paterna, que también era del 3 de marzo, y Armida por el personaje de Torquato Tasso en Jerusalén Libertada. Enviada por el rey de Damasco, la maga Armida había empleado sus hechiceros poderes para hacer prisioneros a importantes caballeros cruzados

El mayor de los poderes de mi hermanita fue su genio, emblema de su personalidad. Éramos opuestas: yo era tranquila, obediente, sumisa, dócil, cariñosa. Criatura moldeada por una madre perfeccionista y un padre militar.

Armida era hiperactiva, curiosa, firme, llorona y tenía el “¡No Quiero!” en la punta de la lengua. No dudaba en tomar las cosas por la fuerza y era propensa a las rabietas.

Yo recibía cariño y ella reprensiones, yo premios y ella castigos.

Armida aprendió a caminar y a hablar muy pronto. Como era inquieta al cumplir un año se lanzó a la poza más honda de la playa del club Regatas, mamá estaba en el sétimo mes de su tercer embarazo. Felizmente la bebe tenía pañales y calzón de plástico y pudo mantenerse a flote justo el tiempo necesario para que un bañista la rescatara antes que mi madre se lanzara al mar.

Vivíamos entonces en un departamento alquilado, en el segundo piso de una quinta en la calle Merino. Por un terrible error, alguien olvidó cerrar con pestillo la rejilla que impedía el acceso directo a las escaleras. Armidita que estaba en el andador empujó la reja, se rodó las escaleras y sus ojos quedaron desviados.

En setiembre del 55 nació el anhelado hijo hombre y mamá fue quien se lo apropió con vehemencia. Esta vez el parto fue rapidísimo, sin complicación alguna.

Eran años tranquilos y felices, vivíamos en un simpático chalet alquilado que no tenía escaleras. Éramos una familia extensa y almorzábamos diariamente con mi abuelita materna, mi tía Eda y su esposo Raúl, que también era aviador y a veces nos visitaban amigos de la familia y otros parientes. Mi madre era muy unida a mi tía Eda, su hermana mayor, que fue prácticamente quien crió a mi mami que era 14 años menor. Siempre andaban juntas.

Armi era veloz y solucionaba obstáculos con mucho ingenio. No podía estar quieta. Mamá y mi abuelita nos cosían vestidos iguales. Cuando íbamos a asistir a alguna invitación mamá nos vestía, nos peinaba y empezaba a alistarse en una ceremonia que hasta hoy, que tiene 90 años, dura tres horas.

Yo me sentaba en una silla con mi libro y no me movía de mi asiento. Armida en tres minutos estaba despeinada, con los zapatos sucios y el vestido rasgado. Mi madre perdía fácilmente la paciencia y vivir con ellas era ser testigo permanente de un duelo de voluntades.

Mi tía Eda y mi tío Raúl formaban una bella pareja. Se palpaba el amor y la admiración que se tenían. Ella tenía rasgos delicados, parecía una artista, con algo de Greta Garbo y de Audrey Hepburn. Mi tío era apuesto y elegante. Empezó a trabajar a los siete años para ayudar a su madre viuda y tenía un temperamento dulce pero tenaz. No tenían hijos. Mi tía tuvo cáncer de mama a los 17 años y no pudo ser madre.

Mi tía Eda y mi tío Raúl se prendaron de mi hermana y ella de ellos. Mis tíos propusieron a mis padres adoptar a Armidita, pero papá se negó.

A veces la vida se repite por fragmentos, como queriendo saldar antiguas deudas ajenas. De niño mi papi había sido el engreído de su tío materno Manuel. Mi papá era el único que tenía ascendiente sobre el tío que no podía tener descendencia. El tío Manuel le pidió a mi Mamima que le permitiera adoptar a mi padre y ella le respondió que no lo haría porque ella tenía tres hijos y los tres debían tener las mismas oportunidades.

Esa misma respuesta recibieron mis queridos tíos y hasta hoy pienso que fue un error.

Yo seguí siendo la reina de papá, mi madre endiosó a mi hermano y mi hermanita, cuando mis tíos no estaban en nuestra casa, quedó en la tierra de nadie.

Armida era muy perspicaz, yo era lenta y crédula. Apabullada por mi rol de hija mayor, ‘que debe dar el ejemplo y cuidar a sus hermanitos’ sufría la tortura de los pleitos de fin de mes. Desde que tuve uso de razón mis padres discutían acremente el día de pago porque el dinero no alcanzaba. A veces se encerraban en su cuarto y los gritos los oíamos en el jardín donde yo intentaba distraer a mis hermanos.

El ritual culminaba cuando mi padre me llamaba y me explicaba que él y mamá habían resuelto divorciarse y como yo era la hija mayor tenía que decidir quién se iría con él y quién se iría con mi madre.

Yo salía llorando y trataba de explicarlo sin causarles dolor a mis hermanitos. La primera vez los dos lloraron y fue angustioso. Evoco el jardín, las rosas, el árbol y dos niños muy pequeños, Armidita de cuatro años, Pedro de tres, rostros rojos, medio morados, muchas lágrimas, angustias, hipo, gritos, no recuerdo más.

La segunda vez fue después de unas vacaciones de verano: el gatillo era el pago de las matrículas. Se repitió la escena sin cambios en el guión. Pero esta vez Armi me miró, soltó una lisura y se trepó al árbol que reinaba en el jardín.

La tercera vez Armidita tenía ocho años y yo 13. Llorando expliqué el problema y ella me miró muy seria.

— ¿Yoli, no te das cuenta de que nunca se van a divorciar? esa es su forma de quererse. No les hagas caso.

Y regresó a jugar con sus muñecas. Yo me seguí creyendo el drama y sufriéndolo hasta que cumplí 20 años.

Mi hermana tenía espíritu luchador y era de una lealtad a toda prueba. Odiaba el colegio, supongo que por su férrea disciplina inglesa, tal vez también porque no era fácil ser una niña bizca y usar anteojos. Hasta que ingresó al tercero de primaria yo pasaba todos los recreos consolándola porque quería regresarse a casa. Felizmente se integró a un grupo de chicas de su clase que mantuvieron la amistad y siguen siendo las entrañables Mosqueteras hasta hoy, que son hermosas abuelas.

Mi padre trabajaba mucho e incluso hubo una época en que estudió economía en la universidad por las noches, pero la programación de los vuelos le impidió continuar esa carrera. Fue un padre formador, paciente y amoroso. Cuando volvía a casa y mamá le recitaba la retahíla de maldades que habíamos cometido, mi papá con una mirada y un rictus de pena hacía que nos arrepintiéramos sinceramente de nuestras fechorías. Nunca emitía una sentencia sin oír ambas partes, con su sonrisa constante nos sentíamos seguras y cuando aparecían nubes preocupantes nos cantaba o recitaba una pieza de su colección de rimas y coplas.

Nos repasaba las tareas, nos explicaba lo que no entendíamos y nos contaba anécdotas de personas cuya conducta le parecía admirable y digna de emular.

Conmigo la relación era especial, yo era su copiloto o su navegante, para mí no había límites de horario, podía interrumpir su comida o su descanso con mis preguntas, todo lo hacíamos juntos y con alegría.

Con Armida tenía que ejercer más disciplina, si ella no entendía lo cuestionaba, le decía que él era un torpe que no sabía nada, lo insultaba y partía a refugiarse en nuestro cuarto mientras yo me ponía entre ellos para evitarle el castigo a mi hermanita.

Armida sabía lo que quería y eso era precisamente lo que hacía. A pesar de tener un cociente intelectual muy alto se negó a estudiar una carrera universitaria. Ella quería ser secretaria, como sus amigas del colegio. Mi padre insistió y ambas postulamos a la Universidad Católica. Yo solo aprobé la parte de letras pero Armi sí obtuvo un buen puntaje  en todo y podría matricularse. No lo hizo. Ella quería ser secretaria.

Y fue una excelente secretaria, cuando dejaba un empleo tenían que remplazarla con tres personas, tomaba decisiones aplicando las pautas que nos inculcó papá. Franca, leal, responsable, solidaria, efectiva, honesta, valiente, generosa, pragmática, infatigable, incorruptible. No vacilaba en soltar una buena lisura cuando era necesario y no soportaba intrigas ni  hipocresías.

Aunque nos adorábamos la diferencia de edad entre nosotras no nos permitió compartirlo todo, abrir juntas las ventanas de la vida, descorrer sus misterios, ser cómplices de travesuras.

Le encantaban las bodas y cuando vivíamos con mis tíos Eda y Raúl, todos los domingos íbamos a misa en tranvía y Armida nos obligaba a escuchar al menos tres misas seguidas, solo para que ella pudiera ver a las novias. Cuando soñábamos con nuestra casa propia Armi escogía para su futuro dormitorio fotos de camas de bronce dorado con dosel medieval y mosquitero, para pegarlas en el álbum familiar de nuestros sueños.

Su vida sentimental no fue el cuento de hadas que merecía mi maga pero, como se fue a vivir fuera de Lima y jamás se quejó ni pidió ayuda, nunca supimos los detalles ni cuánto sufrió.

Ambas seguimos caminos diferentes, nuestras filosofías a veces eran antagónicas, pero nunca afectaron nuestro cariño. Admiré siempre su capacidad de comprender los errores de las personas que le hacían daño y su hidalguía para perdonarlas. Yo no puedo hacerlo.

La vida nos dio la oportunidad de zurcir algunos desencuentros y compartir alegrías, incertidumbres, confidencias y diabluras. Armida siempre supo que contaba conmigo y yo con ella. Ambas echamos mucho de menos a papá con sus sabios consejos, su capacidad de leer entre líneas, sus sólidos principios morales. Armida es quien más se le pareció.

Afortunadamente, antes de dejarnos, Armi conoció a Mateo, su primer nieto y me gustaría pensar que tal vez no conoció a Nara, su primera nieta, porque la vida trata de disculparse por llevarse a mi hermanita tan pronto y nos la envía de vuelta convertida en otra sabia maga para que esta vez sea muy feliz.

En marzo mi maga habría cumplido 60 años de edad y este 31 de julio cumple un año de fallecida. Repasando recuerdos, viendo viejas fotografías descubro una nube triste en sus ojos color granadilla, un velo de orfandad en su gesto desafiante. En su enorme dignidad noto una fisura, que debió haber sido llenada con más amor, para que la felicidad fuera la pátina de su sonrisa franca.

Y hoy, con mi habitual lentitud, recién me percato de la odisea que vivió esa niña por haber sido la segunda hija y por haber sido una ‘chancleta’.

 

18 de julio 2014 Yolanda Sala Báez

 


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El Peor Momento de mi Vida

El peor momento de mi vida

¡Tenía una entrevista! ¡Era una de las tres finalistas para la beca de estudios en Lovaina! Había estudiado 20 horas diarias durante tres meses, di el examen, esperé ansiosamente el resultado cuatro meses y ahora solo faltaba esa entrevista.
Respiré hondo y organicé mis ideas.
Primero debía actualizar mi pasaporte, necesitaba una maleta, tenía que comprar ropa de abrigo: en Bélgica sí hace frío. ¿Botas? Ah sí, mi prima Ada calza igual que yo y ha estado recientemente en Europa.
Fui a su casa y le conté la buena noticia. Adita se alegró y, entusiasmada, me prestó su maleta, un casacón y las botas.
-¿Cuándo es tu entrevista en la Embajada?
– El viernes a las 10 a.m.
– Entonces tienes que ir a la peluquería mañana jueves. Tendrás que vestirte elegante pero sin muchos adornos. Cuando salgas de la peluquería ven para que te dé el visto bueno, y veremos qué más necesitarás.
El jueves, a la salida del trabajo fui donde Sergio que se tomó un par de horas tratando de armar un peinado lacio y sobrio domando mi pelambre de palmera zarandeada en un vendaval.
Llegué donde Adita a las ocho de la noche. Su casa estaba a oscuras.
Toqué el timbre por inercia, pues supuse que habría olvidado nuestra cita. Me apenó pero también pensé que así tendría más tiempo para descansar y estar regia para la entrevista.
Justo cuando iba a retirarme la puerta se abrió. Todas las luces se encendieron y las 15 amigas más queridas que yo tenía gritaron: ¡SORPRESA!
Bebimos de todo, cada una de mis 15 amigas hizo un brindis especial conmigo, exigiéndome tomar a la moda del Callao.
Bailamos, reímos, cantamos y, a gritos, rememoramos muchas anécdotas de nuestra adolescencia.
A las tres de la madrugada llegó el serenazgo. Dos policías y un gringo viejo en piyama nos exigieron silencio. Adita se puso furiosa, a gritos y empujones trató de sacarlos a la calle.
El gringo viejo intervino enérgicamente con tal puntería que su dedo índice se clavó en mi seno derecho.
Yo chillé: ¡Gringo depravado! Y le tiré un tremendo puñete que me dejó doliendo la mano y su quijada sonó como una olla de barro que caía despedazándose.
Los policías me llevaron a la comisaría y pasé las horas siguientes llamando a mis primos abogados y a mi tío, el fiscal. Llegué a mi casa a las 9.15 de la mañana.
Apenas pude lavarme la cara y cambiarme de ropa. Salí a toda velocidad a la embajada de Bélgica para mi entrevista.
A las 10.05 me abrieron la puerta del despacho donde se decidiría si yo sería la afortunada becaria.
Me erguí, esbocé mi mejor sonrisa y saludé al funcionario estirando mi mano.
El gringo viejo no me devolvió el saludo y su mano, en vez de estrechar formalmente la mía, acarició el yeso que envolvía su quijada.

Diciembre de 2013 Yolanda Sala Báez


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Para comer pescado

Para comer pescado …

Estaba en Atenas, cuna de la democracia y de los filósofos. En su mente Natividad había implantado la gran capital griega- presidida por la Acrópolis, reflejo del Olimpo – al pie de una montaña al menos tan elevada como las de Ticlio.
Ver la colina menuda con sus columnas de proporciones modestas la decepcionó.
– Ha sido tan efectivo el imaginario impuesto por los minúsculos reinos imperiales europeos que aún hoy nos inclinamos ante su supuesta superioridad – terminó de leer el artículo sociológico y lo guardó junto con su cámara al fondo de la mochila.
Realizó su recorrido peripatético por la ciudad, que olía a cordero con laurel, ajo, cebolla y miel. Por la noche se entrenzó con griegos y turistas en la alegre colina que lleva al Partenón donde pequeños locales, iluminados con farolitos, salpicaban en cada escalón distintos acordes ingenuos y festivos, danzados solo por hombres y ella los atisbaba esperando encontrarse con Zorba en algún círculo de bailarines. Las callecitas angostas, las plazas amplias, los buses cómodos, todo estaba muy limpio.
Sí, le gustaba Atenas.
El paseo de dos días le reveló que Atenas tenía además dos grandes atractivos.
El primero: que era una ciudad viva. Y joven. Y contestataria.
Sprays de tonos indignados habían tatuado graffitis en todos los bancos y cajeros automáticos.
Mayúsculos textos vestían de rojo las venerables columnas de la universidad y las fachadas de los edificios públicos, acusados seguramente de albergar a los cómplices de los únicos nombres escritos en inglés: Wall Street y WorldBank.
Las sirenas policiales aullaban, gritos enérgicos de muchachos con pasamontañas o mascarillas las repelían, piedras lanzadas con hondas repicaban en cascos, los policías huían. Los chicos bailaban.
El segundo atractivo que la deslumbró fue la apostura de los griegos.
-¡No hay griegos feos!- Enunció a modo de axioma, poniéndose la mano en el pecho y decidida a no seguir abriendo la boca con admiración cada vez que viera un hombre guapo.
El rugido de sus tripas le recordó que era hora de almorzar y entró en la primera fondita que no olía a cordero. Olía a pescado y pidió, por precaución, el que costaba más.
Estaba demasiado aderezado pero tenía hambres atrasadas y dejó vacío el plato.
Bebió un café pastoso y tibio, visitó un museo y regresó a su hotel.
Al despertar no pudo abrir los ojos.
Los párpados los sentía como si fueran dos orzuelos ballenezcos. Toda ella se sentía como un pez globo.
Salió tanteando las paredes y casi a ciegas cruzó la pista para ir a la farmacia.
Allí el boticario (otro churro según pudo percibir por el hilo de luz que le dejaba el sacha-orzuelo) le habló en griego.
Podía haberle hablado en arameo o en chino porque ella no entendió nada.
Nati le preguntó con su mejor acento de Oxford si él hablaba inglés y el churro le respondió en francés que algo entendía del idioma “de la France”. Así que Nati hurgó las tenues memorias de su infancia en el colegio de monjas francesas de Lima y trató de explicarle al greco Brad Pitt que tal vez ella estaba así por una reacción alérgica producida por comer pescados extraños (- No vaya a pensar que las peruanas somos así de monstruosas – se dijo).
Enfatizó la palabra poisson (pescado) porque lo poco que nunca olvidó del francés fue que poison, con una sola ese, significaba veneno.
Repitió la explicación en varias frases apelando a sus débiles recuerdos de la odiada gramática francesa. Además usó ese tonito soberbio e hipermodulado que se usa para disimular la ignorancia cuando no se habla bien otro idioma, o cuando uno se siente incómodo hablando con sorditos o lelitos.
Brad Pitt, que había mirado estupefacto los esfuerzos de la pez globo por pronunciar las “egges”, le respondió con el mismo tonito condescendiente y apeló a los gestos para decirle que para el pescado (y su forma de pronunciar poisson era una invitación al beso) lo mejor era que tomara el líquido marrón que había en ese frasco, y que bebiera no una, sino dos cucharadas antes de las comidas.
Obediente, Nati regresó al hotel y tomó dos enormes sorbos de la pócima, con su yapita por si acaso.
El resultado fue vergonzoso. Los mozos del restaurante del hotel, reforzados por el maître, le prohibieron hacer la enésima visita al buffet que ella solita había devorado, sin mencionar las cuatro canastas de pan que comió apurada, cuanto más comía más hambre sentía.
La ambulancia retiró a Nati del hotel en horas de la madrugada. El cónsul que la visitó en el hospital esclareció los hechos, reproduciendo las conversaciones minuciosamente, así Nati pudo comprender lo que había sucedido.
En vez de explicarle a Brad Pitt que su probable alergia era “por comer pescado” ella le había dicho insistentemente en francés que necesitaba algo “para comer pescado” y Brad le prescribió su jarabe más potente para abrir el apetito.
Estuvo tan grave que acabaron por evacuarla en otra ambulancia al aeropuerto. La ventana de atrás estaba decorada con sprays indignados: el logotipo de McDonald’s iba unido a una calavera con dos tibias cruzadas.
– ¡Y eso que no comí hamburguesa! Dijo sonriente. – ¡Hasta la vista, Brad Pit! ¡I’ll be back!”

Yolanda Sala Báez Noviembre 2013


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MUDANZA

MUDANZA

A mamá la bautizamos Yesenia cuando se hizo popular, en los años 70, una telenovela sobre una gitana. Y merecido era el nombre porque mi familia se ha mudado 20 veces, que yo recuerde, y parece que el asunto es contagioso.

Yo dejé la casa de mis padres a los 27, y me fui a Pueblo Libre cuando trabajaba de día en Corpac, en el Ministerio de Industria y Turismo, y estudiaba de noche en la ciudad universitaria de San Marcos.

Cuando me casé vivimos en el umbroso y húmedo Barranco y cuando nació mi hijita nos mudamos a lo que había sido la hacienda Higuereta, un barrio grato, soleado y seco.

En 1996, ya divorciada, mi hija y yo nos mudamos a casa de mis padres en San Isidro y dos años después me casé con un belga y vivimos en Flandes 12 años.

El viaje de regreso a las raíces fue la primera mudanza que hice sin ayuda de mi familia.

Si mudar es variar de aspecto, así como los animales mudan su pelaje,  y los adolescentes cambian de voz ¿mudamos acaso nuestros corazones? ¿O sólo transferimos nuestras pertenencias a otro sitio?

En todo caso la mudanza es un motivo para irnos desprendiendo de lo superfluo, de lo innecesario, de lo que ya no nos resulta útil.

Pero  también se presta para darle un repaso a nuestra historia y para volver a abonar nuestra memoria, cada día más frágil y veleidosa.

Releemos cartas, tarjetas, apuntes, poemas. Desempolvamos sonrisas, suspiros, lágrimas. Desenterramos fotografías que probablemente volverán a dormitar en un baúl o en un cajón hasta que alguien tenga el valor o el desamor de botarlas cuando nos entierren.

Los discos, adornos y libros tienen otro trato, rara vez se descartan. Viajan al nuevo hogar para actuar como cortinas que nos escuden o como el capullo que nos protege y nos da identidad en un nuevo territorio. Nos mudamos con bulla y todo.

En Bélgica los ancianos dejan su hogar porque se mueren o porque los internan en institutos geriátricos a esperar la muerte. Sus familiares apenas conservan uno que otro objeto valioso. El resto se lo lleva un camión de la Beneficencia que cobra 100 euros por vaciar la casa. Todos los enseres acopiados y cuidados a lo largo de vidas muy largas van a las tiendas estatales de segunda mano, donde son vendidos a  precios irrisorios.

En esos grandes almacenes, frecuentados por inmigrantes y por belgas pobres, encontramos monturas de anteojos, sombreros, bastones, pequeños trofeos de pesca o petanque, figuritas de biscuit, delicadas latas de chocolates, juegos incompletos de copas, enciclopedias antiguas.

También vemos, arrumados, grandes retratos enmarcados, con rostros solemnes en sepia, que tal vez el día que posaron soñaban perennizarse en los salones de sus biznietos. ¡Si supieran que hoy  compran sus fotografías artísticas sólo por el marco!

Y me pregunto qué hará mi hija con los retratos de mis bisabuelos, con los pecosos recortes que me legó mi abuelita paterna, con las cartas testimoniales y filosóficas de mi papá.

¿Qué hará con sus dientecitos canjeados con el ratón? ¿y con los dientes de leche de mis cachorros que tantos grititos provocaron? ¿y con los mechones sedosos de mis mascotas, que secaron mis lágrimas y que hoy pueblan mi velador para espantar a la soledad?

 

Junio 2014 Yolanda Sala Báez

 

 


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La Madeleine

LA MADELEINE

Es un bello día de verano y estoy en París. Mi trabajo terminó antes de lo previsto, me despedí de los clientes y salí contenta de sus oficinas. Me quedan cuatro horas antes que parta mi tren y aprovecharé para visitar la Madeleine pues estoy muy cerca.

Sabía que ese edificio de aspecto grecorromano ha servido de museo, iglesia, panteón de próceres y aunque he pasado muchas veces por la plaza nunca entré a visitarlo. Me pregunto qué será hoy y decido averiguarlo.

Avanzo un par de cuadras y cruzo la calle. Al llegar a la otra acera me atacan unos temblores incontenibles. Me sacudo como una marioneta en manos de un borracho histérico. Sudo frío, apenas puedo mover los pies pues también me tiemblan. Jamás me había ocurrido. Me apoyo contra una pared y pienso: Estoy sola aquí en París, aquí nadie me conoce, nadie sabe dónde estoy. Si me muero me moriré como un perro callejero ¡estoy sola, estoy sola!

Pero tomo aire y trato de serenarme. —¡No!, me digo, —Yo no me voy a morir. Estoy en París, la ciudad más bella del mundo, tengo un ataque de algo y necesito calmarme. ¡Avanza, Yola, avanza! Ya estás en la esquina de la Madeleine, ahí te podrás sentar.

No me dejo amedrentar por los andamios ni por las señales de reparación de inmuebles que cercan el edificio. Los sorteo y entro por una puerta lateral. Descubro que ahora es una iglesia.

Y hay un coro celestial, un hombre y una mujer cantan el Ave María. Con esfuerzo llego hasta la última banca y al sentarme las piernas se me estremecen un poquito menos, aunque la cabeza sigue sacudiéndose a voluntad. Dejo el maletín en el suelo y apoyo un brazo sobre otro para calmar sus temblores. Respiro hondo varias veces y no pienso en nada. El Ave María me inunda. El corazón ya no me galopa.

Termina el canto y tres jóvenes se acercan al púlpito. Uno lee un breve homenaje a su querido abuelo, que fue noble, que fue bueno, que fue honrado. Automáticamente pienso en mi papá: es su retrato.

Una chica de voz acatarrada pide oraciones por ese hombre que murió hace un año y que fue generoso, alegre y solidario. Sonrío: está recordando a mi papá.

Finalmente otra mujer joven toma la palabra e insta a los asistentes a rezar por su abuelito piloto y por todos los pilotos del mundo que han trabajado en la aviación militar o comercial. No me queda duda alguna: mi papá era aviador.

El sacerdote hace un bello comentario sobre los hombres del aire que al volar están más cerca de Dios y pienso en los vuelos semanales con mi padre, cuando ante nuestra cabina las nubes gordas se abrían como el mítico Mar Rojo, cuando surcábamos los cielos azules y veíamos a poca distancia los picos majestuosos de los Andes del Perú, envueltos en la luz impoluta y cristalinamente dorada del sol.

—¿Los recuerdas? ¿Me recuerdas? —Me dice al oído mi padre, —No estás sola, hijita, nunca estarás sola, yo estoy contigo.

 

Yolanda Sala Báez Febrero 2007

 


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LECTURA RECOMENDADA

Fernández Ana


Ver obras del autor
Fragmentos de una memoria
Blanca Luz en Sombras
Nació en Buenos Aires. Desde muy joven se expresa por la poesía y publica en varias revistas en la Argentina y en el extranjero. Fue integrante del Consejo de redacción de la revista “Barrilete” (1964-1966), de la revista “Cero” (1966-1968) y colaboradora de la revista “Vigilia” hasta 1975.En 1965 obtiene en Buenos Aires el Premio del Fondo Nacional de las Artes y publica su libro de poemas “La vida de golpe”, con el seudónimo de Ana Vásquez. Figura en la “Antología poética de la generación del 60”, Buenos Aires, Argentina.En 1978, se ve obligada al exilio en Bélgica, país en el que reside desde entonces. En Bruselas se incorpora al Consejo de redacción de la revista “Franja” (1980-1982). En 1980 gana dos concursos de narración en español, uno en Bélgica y otro en Berlín, con su cuento “Recuerdos de mañana”. En 1981 publica juntamente con otros autores un libro de poemas: “Sur”, Ediciones Mataró (Barcelona, España). En 1983 integra el grupo de poetas belgas “Identité” y compagina una “Antología de poetas y pintores latinoamericanos en exilio”. Ediciones de L’ Arbre a Paroles (Bélgica, 1984). En el 2002 gana el segundo Premio de Poesía de las Ediciones Nuevo Ser (Argentina). En 2006 publica su primera novela “Fragmentos de una memoria” ediciones Dunken (Buenos Aires, Argentina). Esta novela fue traducida al francés y publicada por la editorial Luc Pire (Bélgica) en el 2007. Ahora presentamos al público su reciente novela: “Blanca luz en sombras”.

Blanca Luz en Sombras

 

Fernández Ana
Novela
Colofón:2014-01-24 00:00:00
Editorial:
ISBN:978-9870270409
80 páginas
castellano
Sinopsis:
Una joven profesora de literatura lee en un diario de Argentina que el mural pintando en 1933 por David Alfaro Siqueiros, en la finca “Los Granados”, olvidado durante años en el sótano donde fue realizada la obra, exhumando fraccionado en bloques en 1991 y nuevamente abandonado en unos contenedores en la provincia de Buenos Aires, va a ser rescatado, puesto en condiciones y exhibido al público por el nuevo Gobierno de la Nación. La noticia la retrotrae a la época en que siendo una adolescente presenció la recuperación de la obra en la famosa finca de don Torcuato. La joven, en aquella ocasión, se sintió extrañamente atraída por los ojos de la mujer prisionera del mural, ahora, al descubrir nuevamente esa mirada en la foto que acompaña el artículo, se siente interpelada y descubre que la imagen vivía desde entonces en su subconsciente. No pudiendo resistirse a ese llamado, emprende una búsqueda apasionada sobre la vida y el destino de la modelo. Sólo encuentra datos sucintos y contradictorios y llega a sospechar una cierta misoginia con respecto a aquella mujer. Ante tanta ambigüedad, se propone descubrir la verdadera personalidad de Blanca Luz. Dicha investigación llevará, finalmente, a la protagonista a la isla Robinson Crusoe, en Chile. Allí vivirá sorprendentes experiencias sensoriales que cambiarán su vida.
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