La Narradora

Relatos y artículos por Yolanda Sala


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LA CRUZ DE MALTA

LA CRUZ DE MALTA

Era de noche, yo estaba en una reunión con gente circunspecta y formal. De esas que emiten murmullos educados y te miran feo cuando ríes espontáneamente.

Se esperaba la llegada de un distinguido visitante y todos contemplábamos hechizados un enorme gong de cobre con finos grabados que, en una esquina cerca del comedor,  colgaba de unos flecos trenzados de cuero, lana, pelos e hilos metálicos.

Era una residencia elegante, decorada con muebles inspirados en culturas asiáticas y enormes pinturas que combinaban con los tapices de los muebles y con las alfombras.

Un mayordomo de porte tan marcial que más parecía un embajador, se acercó al gong y provocó un respetuoso silencio. Entonces nuestros oídos, preparados para escuchar cómo retumbaba el gran disco oriental, sufrieron una desilusión. Lo que escuchamos fue otro tipo de sonido: como si un palomilla frotara un palito contra una reja, pero el ruido iba acoplado de un leve ulular que me imprimió en la mente la absurda imagen de una ambulancia, cuya sirena alguien estuviera intentando amortiguar con una almohada.

Los elegantes invitados no podían ocultar su decepción. Ni sonaba el gong ni llegaba el ansiado personaje objeto de este agasajo. Alguien sugirió que yo fuera a averiguar qué estaba ocurriendo y obedecí. Después de todo yo estaba ahí para ser intérprete del Gran Maestre de la Cruz de Malta.

Esa institución, cargada de misterios, evoca instantáneamente la oscura época de las Cruzadas cuando, con el pretexto de rescatar los lugares sagrados para los cristianos, unos cuantos nobles sin fortuna y sin siervos se lanzaron a saquear los países por donde circulaban la seda, las codiciadas especias y los esclavos. Según los relatos de occidente, sanguinarios sarracenos frenaron a las legiones de Cruzados, enaltecidos mercenarios que no eran más que delincuentes, carne de cepo y calabozo, candidatos a galeotes que, por los caprichosos avatares de la historia llegan a nuestros tiempos como guerreros heroicos y canonizables.

Los caballeros de la Cruz de Malta, que dominaron el Mediterráneo, se las arreglaron para mantener hasta hoy, siglo XXI, el privilegio de no pagarle impuestos a nadie y pasan por sus manos todas las donaciones destinadas a aplacar el hambre en Biafra o a socorrer a las víctimas de terremotos y huracanes. Ningún vista de Aduanas, en todo el planeta, se atrevería a examinar un bulto dirigido a la Soberana Orden Militar y Hospitalaria de Malta.

De manera que cuando acudí a la puerta para saludar a tan magno visitante, o al menos para descubrir el origen del inexplicable ruido, me vi rodeada de un séquito de enjoyados curiosos.

Al abrir la puerta de calle me encontré con el causante de la rascadera ruidosa: me di con la mirada triste y dulce de un perro chimu. Tenía unos ojos enormes, una cara de ratón viejo desprotegido y, mirándolo bien, se le veía cojo y muy fatigado… Sentí entonces que me decía: “por fin me escuchaste, soy tuyo”.

El mayordomo trató de impedirme el ingreso del perro y en esas andábamos cuando llegó la comitiva del Gran Maestre de la Orden Militar de Malta.

El Gran Maestre se inclinó, acarició las orejas del desnudo perro y agradeció el delicado presente que le hacía este

generoso país.   Yolanda Sala Báez                                              28 de mayo 2015